domingo, 1 de septiembre de 2019

“Hoy las ciencias adelantan...”

En el cuadro primero de la zarzuela1 La verbena de la Paloma hay una escena en la que 
Don Hilarión, el boticario, está charlando delante de la botica, “arreglando el mundo”, con su 
amigo don Sebastián que ha ido a visitarle, y don Sebastián pronuncia, ya en 1894, la 
célebre sentencia que se hizo famosa en su día y que ha seguido en vigor a lo largo del 
tiempo: 
 
Hoy las ciencias adelantan
Que es una barbaridad. 

 
 
Y es así; por poner un ejemplo de esa barbaridad de adelantos, hoy día los relojes ya no son 
relojes, ahora son smartwatches (“relojes inteligentes” que, además, dicho así en inglés
queda como más “molón”), equipados con diminutos procesadores de no-sé-cuántos cientos 
de MHz y memoria RAM de tropecientos MB. Entre otras muchas cosas, con él puedes 
responder y hacer llamadas con sólo acercar la muñeca al oído. Del tic-tac al click. O sea, 
que de reloj sólo le queda el nombre y que lo llevas en la muñeca. Aunque en realidad el 
smartwatch es un complemento de tu smartphone. ¡Ah, el teléfono inteligente! Y es que los 
teléfonos tampoco son ya simples teléfonos. Vivimos pegados a ellos, los mantenemos a 
menos de un metro de nosotros para no sentirnos como náufragos, y los consultamos más 
de 150 veces al día para mirar el tiempo, las noticias, Facebook, Twitter, WhatsApp.., y cada 
vez los utilizamos menos para llamar y escuchar una voz humana. 

Hace un par de semanas descubrí en el maletero de mi coche una Guía de carreteras 
Campsa del año 2008. ¿Quién la necesita hoy teniendo un GPS? Hasta tendré que tirar mis 
gafas de miope si las Google Glass llegan a popularizarse. Y así podríamos seguir con todo 
lo que nos rodea.

El tema de fondo no es lo que decía la zarzuela, de que “Hoy las ciencias adelantan que es 
una barbaridad”, que siempre ha sido intrínseco con la evolución de las sociedades, sino que 
lo hacen a una velocidad y afectando a un cúmulo de aspectos que, incluso, nos provoca 
cambios actitudinales “normales” de los que únicamente somos conscientes si nos 
detenemos y miramos hacia atrás para percatarnos entonces, con el sentimiento de una 
cierta perplejidad confusa, de que el mundo que nos rodea ahora no tiene nada que ver con 
el que vivíamos justo anteayer, y que lo que cantaba Charles Aznavour al principio de La 
Bohème, Je vous parle d'un temps que les moins de vingt ans ne peuvent pas connaître” 
(Os hablo de un tiempo que los menores de veinte años no pueden conocer) es algo más 
que una licencia poética de la canción. 
 
 

Una de las formas más eficaces (y un punto nostálgica ¿por qué no admitirlo?) de ese echar 
la vista atrás para ver los cambios es pensar en el lenguaje cotidiano que, ajustado como un 
guante a cualquier tipo de evolución, crea u olvida palabras que ya se alejan de las 
actividades actuales, entre las que destacan aquellas expresiones que fueron de uso 
corriente y que están ligadas a oficios que o bien han desaparecido o se han vuelto muy 
minoritarios.Hay que admitir que habrá pocas personas jóvenes, incluso bien formadas, que 
conozcan palabras como acerico2, alcuza3, tarabita4 o besana5; ¿son del mismo idioma?; 
para ellos son absolutamente ajenas, son de otro mundo, de oficios totalmente diferentes de 
lo que se encuentra hoy. Pero esto es algo comprensible, y que no tiene por qué tener que 
ver con las actitudes vitales. 

Sin embargo hay una palabra (en desuso, claro) que, ella misma, su significado y entorno, 
nos enseña como un libro abierto hasta dónde ha llegado (y lo que te rondaré) el inadvertido 
cambio de actitudes, comportamiento y posicionamiento vital general con influencia en la 
forma de gestionar las relaciones personales6 de las nuevas generaciones respecto de las 
antiguas, que pueden estar representadas por la inmediata anterior, no hace falta retroceder 
demasiado. Esa palabra es epístola.

Esa palabra es en la actualidad un término arcaico, por lo general restringido en su uso a la 
ética o la religión; y particularmente para referirse a los libros del Nuevo Testamento de la 
Biblia que reciben precisamente el nombre de "epístolas", y donde se recogen los escritos de 
algunos apóstoles destinados a las comunidades cristianas primitivas. Las tradicionalmente 
atribuidas a Pablo de Tarso (San Pablo) se conocen como "epístolas paulinas" y el resto con 
el nombre genérico de "epístolas católicas" (es decir, "universales" o "generales"). Pero, en 
realidad, la palabra epístola (del griego: ἐπιστολή) es desde siempre, y en particular desde 
que en 2014 así lo dictaminó la RAE, simplemente un sinónimo de la palabra carta, texto 
cuya función principal es la comunicación entre el remitente o emisor (el escritor que la r
edacta y envía) y el destinatario o receptor.

Ha llegado el momento de hacer recapacitar, especialmente a las nuevas generaciones, en 
la época del envío de mensajes, imágenes, música y textos (prescindimos del detalle técnico 
de que lo puede realizar un pequeño adminículo de bolsillo y prácticamente desde cualquier 
rincón perdido del mundo) se hace de forma que su recepción es instantánea y su posible 
respuesta también lo es, que no siempre ha sido así. Hasta hace muy poco tiempo, la 
relación entre dos personas separadas por la distancia era posible únicamente por medio de 
cartas, epístolas, correspondencia escrita que había de viajar físicamente desde el emisor 
hasta el receptor. El teléfono, con una calidad de sonido realmente cuestionable, una 
cobertura prácticamente limitada a las grandes urbes y constantes desconexiones y averías 
era, además, un lujo al alcance de muy pocos bolsillos, y el otro sistema, la telegrafía,
actualmente en proceso de extinción, quedaba limitada, por su altísimo coste a notificar 
situaciones de urgencia o al uso por organismos públicos. 
 
 
 
Y esto, que parece sólo una circunstancia asociada a las mejoras técnicas de la 
comunicación, se convierte en un terremoto de alto grado en la escala de comportamientos y 
las actitudes del personal. Veamos: hoy día, si un emisor necesita transmitir un mensaje a un 
receptor (nos referimos en estas reflexiones únicamente a personas, no empresas ni 
instituciones), lo hace con normalidad usando los medios técnicos actuales a su disposición, 
frecuentemente en textos directos y sin matices (que propician también respuestas lacónicas), 
usualmente acompañados de emoticonos, que se incluyen para recalcar el sentido del 
mensaje. Ni le es necesario habitualmente razonar los motivos para el mensaje ni le 
preocupan los posibles malentendidos por su contenido, ya que, de haberlos, se pueden 
gestionar inmediatamente en mensajes de respuesta consecutivos forrados de una lluvia de 
nuevos emoticonos (“una imagen vale más que mil palabras”) para solventar el problema y 
normalizar la situación. 

Cuando el medio de comunicación era el epistolar, lo primero que había que considerar es que 
su recepción tardaba días y que al tiempo para tener la respuesta, en su caso, había que 
sumarle el tiempo que se tomara el receptor para responder más el necesario para que la 
misiva de vuelta viajara hasta las manos del primer emisor. Y no digo nada cuando había 
malentendidos en el contenido: desde la demora para pensar la respuesta, la demora como 
“castigo”, la continuación de la cadena de malentendidos, la ruptura de la comunicación,… 
De aquí se deduce que, para intentar evitar en lo posible esos peligrosos malentendidos, por 
regla general, el emisor aplicara a rajatabla el primer principio de la correspondencia postal: 
que el receptor entienda exactamente lo que le quiere transmitir el emisor, lo que, a menudo, 
obligaba a éste a detallar razones, sentimientos, actitudes, deseos, etc., redactados con 
esmero en una mezcla de lenguaje coloquial y académico para que se entendiera. Esto se 
ha perdido: el ánimo de escribir sabiendo expresar sentimientos pensando en la sensibilidad 
del receptor.. O, simplemente, escribir practicando el uso de frases variadas y organizadas 
correctamente buscando un vocabulario exacto y respetuoso, huyendo de abreviar palabras. 
O sea, igualito a lo que nos tiene acostumbrados SMS (cada vez más en desuso), WhatsApp, 
Facebook y otras “moderneces”.

 
Resultado de imagen de correspondencia
 
No hay que echar en saco roto la importancia de las cartas ni ceñirlas al ámbito privado. 
Cuando la tecnología moderna no estaba disponible para la comunicación, el intercambio de 
cartas fue el principal método utilizado dentro de la comunidad científica internacional y las 
relaciones entre los hombres de ciencia se basaba en la escritura de cartas, ya que 
dependiendo de donde se encontraban, el transporte era limitado por lo cual los científicos no 
podían encontrarse cara a cara. En los temas tratados en las cartas no solamente se limitaron 
a discusiones relacionadas con ciencia, estas también permitieron a los científicos hablar de 
sus problemas personales. Esto ha dado pie a calibrar la importancia para los estudiosos y 
para el público en general de los epistolarios, libro o cuaderno en el que se recogen 
colecciones de cartas que pueden encontrarse dispersas, de uno o varios autores, y los 
destinatarios pueden ser uno o varios. Son conocidas las de Frida Kahlo, Juan Ramón 
Jiménez, la correspondencia entre Maragall y Unamuno, etc. Aunque, desde el punto de vista 
literario, la carta puede ser real o ficticia. La historia de la literatura nos da buen ejemplo de 
ello. Muchos escritores, acuden al truco de haber encontrado el principio de una carta, que 
es la que ha dado lugar a su narración (El Lazarillo de Tormes). Incluso existen obras 
literarias (novelas) que son un conjunto de cartas.

En cualquier caso, tanto la literatura epistolar en particular como, lamentablemente, el hecho 
de escribir en general, a pesar de la enorme vigencia e importancia que han tenido por siglos 
en la educación y la cultura, todo indica que se van perdiendo poco a poco condenados por 
el empuje de las tecnologías de la información y, paradójicamente, de la  comunicación. Y es 
que las ciencias adelantan…

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1Quizá sea conveniente explicar, pensando en las nuevas generaciones, que la zarzuela, además de un suculento plato de pescado y el nombre del palacio que es la residencia privada de la Familia Real desde que en 1962 se casaron Juan Carlos y Sofía, es un género musical escénico típicamente español anterior a la opereta francesa (se dice que la primera zarzuela la escribió Calderón de la Barca a mediados del siglo XVII), con gran aceptación popular y auge, sobre todo en el siglo XIX, Después de la guerra (in)civil, sin embargo, la decadencia es casi total. No existen apenas nuevos autores de este género y no se renuevan las obras por no cuajar los estrenos como lo hicieron en otras épocas. Por otro lado, la zarzuela preexistente es difícil y costosa de representar y sólo aparece de forma esporádica, por temporadas, durante unos pocos días o semanas. Ha dejado, eso sí, páginas musicales bellísimas, algunas de las cuales forman parte de la memoria colectiva.

2Almohadilla pequeña que se usa para clavar en ella los alfileres y agujas que se quieren tener a mano cuando se está cosiendo.

3Recipiente que usaban los mecánicos para engrasar las máquinas, que contiene el aceite; suele ser de metal y de forma cónica y tener un conducto de salida largo por donde se vierte el aceite y una boca por donde se llena.

4Palo pequeño o tope que se pone en el tendal (otra que tal) o cuerda que ajusta y aprieta la sierra de cortar la madera en la carpintería.

5Primer surco que se hace en la tierra cuando se empieza a arar, y que marcará al resto.

6Quedan fuera de la influencia por la obsolescencia de las palabras ese otro fenómeno muy extendido inclasificable, que cae más en la desidia que en la incultura, del a/ha, haber/a ver, sino/si no, ay/hay/ahí, porque/porqué/por qué, habeces/aveses/a veces, etc. y, en particular, porque no afecta a la isofonía, “oír”/”escuchar”. En efecto, parece que ya nadie oye, todo el mundo escucha. Lo cual podría estar bien, si no fuera porque "escuchar" hoy no significa prestar atención a lo que se oye, sino simplemente percibir sonidos con el tímpano (resulta chirriante percatarse de que alguien dice a su interlocutor con naturalidad “no te escucho” cuando quiere decir “no te oigo”… y que para la otra persona sea normal esa expresión y no se ofenda porque en realidad le están declarando que no lo atienden ni lo entienden). Si recuperáramos esta distinción, y con ella el antiguo significado del verbo "escuchar", igual nos volvíamos más comprensivos con los argumentos que expresan los demás.

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