domingo, 3 de julio de 2022

Evocación de un pasado ¿romántico?


Dentro de muy pocos días se cumplen 255 años (sólo algo más del tiempo de diez generaciones humanas; tiempo suficiente, por cierto, para magnificar la figura del colono y olvidar sus similitudes – que son muchas - con los refugiados de hoy) de la promulgación, durante el reinado de Carlos III, del Fuero de las Nuevas Poblaciones, que dio lugar a la creación de ciudades, entre otras, La Carolina (llamada así, lógicamente, como indisimulado signo de adulación al monarca). Este hecho histórico ya ha sido, por cierto, oportunamente glosado en este blog. La ciudad surge en el lugar ocupado por el antiguo (del siglo XVI) Convento carmelita de La Peñuela y con ella se intentaba crear una nueva población que asegurase parte del camino hacia la Corte de las riquezas procedentes de América y que llegaban por Sevilla a la vez que atajar la emigración a tierras americanas y repoblar esta zona. La idea inicial era asentar colonos procedentes de países extranjeros o de provincias españolas no limítrofes en una nueva ciudad con una trama urbana diseñada según una retícula de calles orientadas según líneas este-oeste y norte-sur, con el señuelo de un futuro mejor. Se desarrollaba la nueva ciudad a partir de dos grandes ejes perpendiculares que se cruzaban en el centro, que era la plaza principal, determinando manzanas simétricas y rectangulares con casas de dos plantas. El crecimiento se hizo inicialmente a lo largo del eje longitudinal (este-oeste), se fueron habilitando plazas de distintas formas, partiendo de las Torres de la Aduana que dan acceso a la ciudad desde una plaza circular diseñada siguiendo el ejemplo clásico de distribución: hacia la derecha, el camino y acceso a los edificios religiosos, siguiendo recto, los edificios administrativos y hacia la izquierda, la gente de paso, que no entraba en la ciudad. Pero,a partir de 1810 la ciudad crece muy poco, como consecuencia de la abolición del Fuero Especial de las Nuevas Poblaciones con sus ventajas económicas, que hasta entonces había impulsado su desarrollo, por lo que no llegan a completarse las zonas situadas en los vértices noreste y noroeste. En este periodo dejan de respetarse las indicaciones del proyecto inicial, no se ejecuta la plaza simétrica a la de La Aduana y las edificaciones se hacen de una sola planta.


Sin embargo, la vida de La Carolina cambia con la fiebre de la minería, ya que acoge un gran número de inmigrantes, por lo que la necesidad de viviendas es una constante. Se hace necesario un ensanche que traza nuevas calles en el cuadrante noroeste. Este espacio se circunda por algunos barrios y casas de mineros situadas cerca de los caminos que conducen a las minas; ya durante la Edad del Cobre y
del Bronce hay constancia de la existencia de actividad minera en la zona, llegándose a la primera gran intensificación en época romana. Fue a mediados del siglo XIX cuando se dio una nueva etapa de alta producción del área, con nuevas técnicas extractivas, productivas y metalúrgicas financiada con fuertes inversiones de capital inglés y francés. La actividad alcanzó su mayor desarrollo y dinamismo a partir de los años sesenta del XIX y comienzos del XX. En este período de tiempo que va desde el siglo XIX hasta el XX se artículó un gran complejo minero-industrial, construyéndose edificios industriales, instalaciones auxiliares de maquinaria relacionadas con la minería y la metalurgia, principalmente del plomo, y con los sistemas de transporte y producción energética. Pozos, cabrias, casas de máquinas, chimeneas, fundiciones, escombreras, transporte aéreo, estaciones y líneas de ferrocarril se extienden por este territorio, componiendo un paisaje particular y caracterizando la comarca. En muy pocos años esta ciudad se transformaría en una importante población, donde se palpaba la prosperidad. Así, espacios públicos para el ocio, entidades bancarias de implantación pionera a nivel de provincias, actividades comerciales muy diversas y centros de enseñanza especializada, entre otros, hicieron de esta ciudad ejemplo único en un vasto territorio. Una difícil y azarosa actividad como la minera, demandaría lugares donde buscar una válvula de escape a tanta presión. La ciudad haría suyas, en su vida cotidiana, un buen número de opciones para el tiempo de ocio. En todo caso, a la cabeza, el ‘itinerario etílico’ (taberna, café, burdel) del minero de a pie, en el contexto de una ciudad donde las fiestas alcanzaron tal magnitud que la llevaron a ser considerada como un centro de diversión toda la ciudad.


D
e ahí el actual slogan “romántico” del pasado minero de la ciudad. Pero hay que saber que, de romanticismo, poco y lo justo. Hablemos incluso de hoy; la minería representa alrededor del uno por ciento de la fuerza de trabajo mundial, unos 30 millones de personas, y se estima que otros 6 millones de personas trabajan en la minería de pequeña escala. Los mineros se enfrentan a una combinación de circunstancias de trabajo en constante cambio, algunos trabajan en un entorno sin luz natural o ventilación, creando huecos en la tierra mediante la eliminación de material y tratando de asegurar que esto no impacte de manera inmediata en los estratos circundantes. A pesar de los esfuerzos que se realizan en muchos países, el índice de muertes, lesiones y enfermedades1 entre los trabajadores de las minas del mundo confirma que, en la mayoría de los países, la minería sigue siendo la ocupación más peligrosa si tenemos en cuenta el número de personas expuestas al riesgo. Aunque sólo representa el 1 por ciento de la fuerza de trabajo mundial, en la minería se dan alrededor del 8 por ciento de los accidentes mortales en el trabajo (no nos resistimos a recordar aquí el desastre de la mina “Araceli” hace un siglo). No existen datos fiables sobre el número de lesiones, pero son considerables, como lo es el número de trabajadores afectados por enfermedades profesionales discapacitantes, la pérdida de la audición y los efectos de las vibraciones. Muchos de estos empleos, además, son precarios y están lejos de cumplir con las normas del trabajo internacionales y nacionales. Un problema especial es, aún hoy, el empleo de niños.


Definir la vida diaria de un minero de finales del siglo XIX y primeros del XX es hablar de sufrimientos, soledades y peligros. Desde que se levantaba de la cama hasta que volvía de la mina, cuando caía el sol, su vida estaba enfocada solamente al trabajo en la mina. El vestuario de los mineros era aportado por ellos mismos, ya que los empresarios no facilitaban ningún tipo de indumentaria a sus empleados. Así, las prendas de menor calidad se utilizaban para trabajar en la mina. Normalmente, debido al calor que imperaba en el interior de las galerías, hombres y muchachos llevaban puestos apenas unos pantalones cortos, zaragüelles o calzones y ninguna otra prenda, incluso en las zonas más calurosas excepcionalmente trabajarían desnudos o con un taparrabos. En la cabeza era común ver boinas, gorras o un sencillo pañuelo anudado en sus cuatro esquinas, con el fin de que el polvo de la mina no se quedara en el cabello. Los pies descalzos también eran usuales en el interior de la mina. La falta de dinero hacía que, para conservar el calzado que poseían, se lo quitaran a la hora de entrar a la mina. No obstante, al igual que en época romana, las albarcas de esparto eran el calzado más utilizado. En la ciudad, algunos mostraban un calzado diferente, las alpargatas blancas, un tipo de sandalias de cáñamo y lona en la punta y el talón que se anudaba al tobillo con cintas. Sin embargo, al salir de las minas y llegar a la ciudad, incluso para sus visitas a los café cantante, algunos mineros contaban con pantalones largos de tela, botas, camisas y chaquetas.


Debido a los largos horarios de trabajo los mineros llevaban la comida a la mina en su pequeño
hatillo, talega o en capazos de palma o anea de pequeño tamaño. Los alimentos eran escasos, centrándose en algo de pan, salado (bacalao o sardinas), frito (patatas, cebolla o sangre), fruta del tiempo, ensalada con aceitunas partidas y algo de tocino. A esto se agregaba, claro, agua, alcohol y tabaco. Estas malas condiciones de alimentación, unidas al trabajo en la mina desde la infancia, hicieron que durante finales del siglo XIX y primeros del XX los hombres presentaran una altura inferior a la del resto del país, lo que se comprueba en las listas de milicianos, ya que los reclutas provenientes de la ciudad minera daban por lo general una talla tres centímetros más baja que el resto. Todos estos condicionantes, unidos a la inseguridad que reinaba en el interior de las minas y las pésimas condiciones higiénicas del tipo de viviendas en el que habitaban, hacían que la esperanza de vida de los mineros estuviera también por debajo de la media durante la etapa de esplendor de las extracciones subterráneas. Tras el paréntesis que produjo la crisis de las décadas de los 20' y 30' del siglo XX, volvió la “normalidad”; no obstante, la seguridad en el trabajo sería una lacra que no mejoraría hasta bien avanzada la segunda mitad de siglo.


Arrancar las riquezas escondidas en el interior de la tierra era la finalidad del
trabajo del minero. El mineral de plomo y plata del distrito fue explotado en su mayor parte. Los mineros descendían a la mina a través del pozo maestro, que daba acceso a las galerías, utilizando una jaula que también servía para extraer el mineral. Antes de la explotación las galerías se fortificaban con portadas de madera que retenían el mineral arrancado en el realce y permitían el paso de los mineros y del material. Por la galería el minero accedía a su zona de trabajo. El martillero perforaba en el frente para introducir dinamita y provocar la voladura. Las tierras eran retiradas en vagonetas y extraídas a la superficie a través de los pozos maestros. Una serie de instalaciones recorrían la galería para aportar a cada frente agua, aire comprimido y aire de ventilación. La propiedad minera, también llamada ‘concesión’, consistía en una superficie cuadrada o rectangular, de profundidad limitada, definida por el peticionario y que el Estado, como único propietario del subsuelo, le cedía por periodos de treinta años renovables. Sobre esta superficie el concesionario podía disponer los pozos e instalaciones necesarios para la realización de la actividad minera, previo acuerdo con el dueño de la finca. Cada una de las concesiones que eran solicitadas al Estado debían de ser debidamente registradas por los ingenieros responsables del Distrito. Otras de las obligaciones consistía en marcar las concesiones sobre el terreno, para lo que colocaban mojones de piedra en sus vértices, muchos de los cuales pueden observarse actualmente. Fueron muchas las empresas mineras que se instalaron en el Distrito Minero y de diversas nacionalidades: inglesas, francesas, alemanas, belgas y españolas.


Ante la crudeza del pasado reciente, ¿quién mantiene aún eso que glosaba Jorge Manrique de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, sobre todo sin conocerlo?.
Y no se conoce. Es verdad que el Centro de Interpretación de la Minería, dentro del Museo de La Carolina, ubicado en los edificios del Palacio del Intendente Olavide, construyó hace unos años lo que pretendía ser un homenaje a la dura labor del minero mediante una estudiada reproducción de la galería de una mina y se quedó poco más que en un estético parque temático (ojo, con sumo respeto por la preocupación, iniciativa y trabajo del personal del Museo, no se malinterprete como fútil crítica a sus desvelos) que el ocasional visitante, quizá porque la institución visitada fuera en sus inicios Museo Arqueológico, con huellas muy anteriores a la actual ciudad, ve como algo exótico, casi prehistórico del pueblo… y ajeno, igual que si fueran, pongamos, momias egipcias lo que se expone, cuando es, ni más ni menos, la difícil y penosa historia real (aunque sea edulcorada) de no hace tantos años.


V
iene a cuento, aunque sean hechos de otras latitudes, un fragmento del lamento de Pablo Neruda ante la catástrofe de Sewell2 en su Canto general:


Sánchez, Reyes, Ramírez, Núñez, Álvarez.

Estos nombres son como los cimientos de Chile.

El pueblo es el cimiento de la patria.

Si los dejáis morir, la patria va cayendo,

va desangrándose hasta quedar vacía.

Ocampo nos ha dicho: cada minuto

hay un herido, y cada hora un muerto.

Cada minuto y cada hora

la sangre nuestra cae, Chile muere.

Hoy es el humo del incendio, ayer fue el gas grisú,

anteayer el derrumbe, mañana el mar o el frío,

la máquina y el hambre, la imprevisión o el ácido.


No es el gas: es la codicia la que mata en Sewell.

Ese grifo cerrado de Sewell para que no cayera

ni una gota de agua para el pobre café de los mineros,

ahí está el crimen, el fuego no es culpable.

Por todas partes al pueblo se le cierran los grifos

para que el agua de la vida no se reparta.

Pero el hambre y el frío y el fuego que devora

nuestra raza, la flor, los cimientos de Chile,

los harapos, la casa miserable,

eso no se raciona, siempre hay bastante

para que cada minuto haya un herido

y cada hora un muerto.


Eso es la historia.

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1La anquilostomiasis o anemia de los mineros se trata de una enfermedad producida por un parásito (Anchylostonum duodenale) que vive en el agua o en la tierra húmeda. Cuando el parásito infecta al hombre, se aloja en el intestino delgado, produciendo la enfermedad. La penetración del parásito puede hacerse por vía bucal, cutánea y respiratoria. Los alimentos y bebidas contaminadas son el modo más común de realizarse la infección, aunque también puede producirse por vía respiratoria. Igualmente la costumbre de andar descalzo puede ser motivo de contagio, por vía cutánea. La enfermedad se convirtió en un problema para la salud laboral en las minas, de tal modo que la Real Orden de 3 de enero de 1912, de aplicación en La Carolina, mandaba “inspeccionar las zonas mineras que se consideren sospechosas de infección de anquilostomiasis, y se disponían medidas de policía para evitar el contagio”. Entre las medidas sanitarias que se establecían para evitar el desarrollo y el contagio de la enfermedad estaban las siguientes:[…] 5. º Que las compañías explotadoras saneen y desinfecten, conforme a las reglas y preceptos de la ciencia, los pozos y galerías infectadas y establezcan la conveniente ventilación. 6. º Que las Compañías prohíban ciertas evacuaciones portadoras de gérmenes en los trabajos interiores y que en ellos penetren descalzos los mineros. 7. º Que las compañías establezcan los retretes, lavabos y guardarropas necesarios en las inmediaciones de las bocas de entrada a los pozos y galerías, procurando la mayor limpieza y educación higiénica del minero. En las minas que sea necesario se exigirán retretes e inodoros portátiles dentro de las labores interiores. […]

La silicosis está producida por inhalación de partículas de sílice, entendiendo la enfermedad ocasionada por un depósito de polvo en los pulmones con una reacción patológica frente al mismo, especialmente de tipo fibroso. Encabeza las listas de enfermedades respiratorias de origen laboral en países en desarrollo, donde se siguen observando formas graves. El término silicosis fue acuñado por el neumólogo Achille Visconti (1836-1911) en 1870, aunque desde antiguo se conocía el efecto nocivo del aire contaminado para la respiración. La silicosis es una enfermedad fibrótica-pulmonar de carácter irreversible y considerada enfermedad profesional incapacitante en muchos países. Es una enfermedad muy común en los mineros.

2La conocida como Tragedia del Humo fue una catástrofe minera en la mina El Teniente, Sewell, Chile, que sucedió el 19 de junio de 1945, y en la que murieron 355 trabajadores. La tragedia se originó por el monóxido de carbono emanado de un incendio tras una explosión, y del que se propagó el humo por toda la mina debido a las condiciones de ventilación. Es con motivo de esta tragedia que se toman medidas de seguridad. Los mineros muertos fueron enterrados en el cementerio nª2 de Rancagua, y sus mujeres recibieron casas en la Población O'higgins, más conocida como Las Viudas. Entonces, Pablo Neruda era senador en Chile e instó a una investigación sobre la responsabilidad en los sucesos.

 

1 comentario:

  1. Evocación de un pasado ¿romántico?....Buen y comedido artículo. Tu como yo sabemos que tras el la visión endulzada por el tiempo quedan unas condiciones de explotación laboral prácticamente coloniales en las que el minero nacía y moría en la mina, sin derecho laboral alguno y sin casi posibilidad de escapar porque ni tan siquiera con dinero se pagaba para evitar que pudiera algún día comprar su libertad..Un círculo infernal en el que a minero muerto solo cabía la solución de hijo mayor minero puesto para que la concesionaria no pusiera a viuda y descendencia en la calle, las casas eran cedidas mientras se trabajaba como parte del pago en especie. Y todo en un clima de paz social garantizada con la colaboración pacificadora de las fuerzas armadas siempre movilizadas de la Guardia Civil.
    Merece la pena visitar, no el Centenillo hoy idílica zona vacacional, sino los restos dormidos del poblado minero de Araceli para que ese ¿Romántico? Adquiera su dimensión trágica real Un abrazo.

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