miércoles, 18 de mayo de 2011

Boletín número 2 - La ética en los negocios


RICARDO III

Golpeados como estamos por esta crisis que alcanza a todos los ámbitos de nuestra vida, desde la economía a las relaciones personales, lo cierto es que la actividad no puede ni debe pararse, por múltiples motivos que a nadie escapan y que no repetiremos en estas líneas.

Dentro de la formación, imprescindible para un posicionamiento favorable el anhelado día en que se vislumbre el final de esta situación, los departamentos de recursos humanos están optimizando el aprendizaje por descubrimiento y utilizando en muchos casos la exposición y debate, no de lo que se debe hacer, sino de lo que NO se debe hacer para que los formandos reflexionen y asuman, por deducción inversa, los objetivos perseguidos.

En ese sentido, se observa en el management empresarial una vuelta a la utilización de los clásicos como estudio del paradigma de actitudes, no siempre ejemplares, y como motor de debate en la adopción de valores. Así, forman parte ya de muchas acciones formativas en prestigiosas escuelas de negocios nombres como Lisístrata, Agamenón, y tantos otros personajes, reales o ficticios, de nuestra historia cultural. Y Shakespeare. El autor inglés es un filón para el estudio de las miserias ligadas a una cierta modalidad de salvaje management moderno. Nombres como el Rey Lear, Shylock, Julio César, Hamlet, Otelo, Macbeth, etc., se han convertido en modelo de análisis de actitudes (positivas o negativas) en las relaciones humanas. Pero quizá nadie como Ricardo III, personaje real por más señas, para ilustrar, por exceso, los vicios que pueden aquejar a determinados comportamientos de un management mal entendido.

Ricardo III, definido por el prestigioso crítico Edward Hall como El Gran Villano, era en realidad, según los historiadores, bajo de estatura, con los miembros deformes, la espalda de camello, el hombro izquierdo mucho más alto que el derecho, la expresión de la mirada dura. Era perverso, colérico, envidioso. Parece ser que no tenía ningún escrúpulo para conseguir el poder.
Siempre buscando la justificación, el primer monólogo de Ricardo, transmutado en El Gran Villano, ofrece pistas sobre sí mismo cuando afirma que “Yo en tiempos de paz no disfruto del paso del tiempo salvo para respirar mi sombra en el sol y discutir sobre mi propia deformidad... puedo sonreír y matar mientras lo hago y humedecer mis mejillas con lágrimas falsas. Y adoptar mi rostro para todas las ocasiones. Y como no puedo ser amante estoy decidido a ser un villano y odiar a los frívolos placeres de estos tiempos”. (acto I, escena III).

Hay que recordar que la intención de Shakespeare era ponderar a través del juego escénico, como lo hace también en otras de sus obras, que el hombre, por querer cambiar su destino, queda atrapado o inmerso en él, sin poder evitar las leyes naturales que son más sabias y poderosas que él y esa es una enseñanza que, volviendo al management, no puede olvidarse. Siempre habrá Madoff y similares en la sociedad, pero lo importante es recordar que las normas, las leyes, se dirigen a personas honradas, que el pretender aprovecharse de ellas en beneficio propio, al final se vuelve contra el instigador, y que la ética no es sólo una asignatura que se estudie en las Facultades de Filosofía sino un patrón de conducta que beneficia a todos.


La ética en los negocios

Tradicionalmente, los conceptos de ética y empresa se han situado en planos de realidad diferentes. Mientras la ética se ha vinculado con la subjetividad, con la aplicación correcta del libre albedrío, con lo que cada uno cree que está bien o mal, con el modo de ser, de estar y de actuar ante la realidad circundante o incluso con la forma de “hacer las cosas bien desde todos los puntos de vista posibles”, la empresa, por el contrario, se ha concebido como un ente objetivo, ligado a los resultados económicos y regido, por tanto, por criterios económicos y no morales. Hoy en día la situación está en plena evolución, de forma que no hay congreso o conferencia empresarial que no se ocupe de relacionar las palabras “ética” y “empresa”, en concreto al hablar de la ética empresarial.

En una conferencia dictada en 1993 en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (México), con el título de “La ética en la vida profesional”, por el extinto Rafael Termes[1], que en esos momentos formaba parte del Consejo Rector de la Asociación para el Progreso de la Dirección después de haber sido durante casi quince años el gran patrón de la banca española, el ponente, de entrada, ponía sobre la mesa unas reflexiones que definían la estructura de razonamiento para el acercamiento entre dos conceptos aparentemente antagónicos como son, precisamente, la ética y la empresa, abarcando ambiciosamente varios puntos de vista: “La ética viene en socorro de la economía, porque los problemas derivados de los efectos externos parecen muy propios de la ética: ¿«tengo derecho» a verter las aguas sucias de mi fábrica al río o sus humos al prado vecino? ¿Es superior el derecho de los perjudicados al de los trabajadores, cuyo nivel de vida depende de la continuidad de la fábrica contaminante? ¿Y el derecho de los consumidores a tener bienes baratos? ¿Es ético limitar el acceso de otras empresas a las patentes que he conseguido con mis investigaciones?” La conclusión temprana, que desarrollaba magistralmente en la ponencia era que “en los negocios: «business are business». Sin embargo, en los últimos años muchas empresas se han percatado de los beneficios económicos que supone «portarse bien». Códigos de ética, cursos de formación y desarrollo, incentivos a los empleados, han hecho más productivos los negocios. Hoy, los directivos enfrentan un gran reto: ¿son los resultados el único motivo para conducirse éticamente en la vida empresarial?”
Hay que reconocer cierto sentido de anticipación en el enfoque, mucho antes de que se empezara a valorar la importancia de un concepto que hoy ya sí empieza a calar en todos cual es el de Responsabilidad social de la empresa.

La ética empresarial, la ética de los negocios, debe entenderse, desde estas modestas líneas, como la parte de la ética que se ocupa del estudio de las cuestiones normativas o conductuales de naturaleza moral que se plantean en el mundo de lo negocios, abarcando la gestión empresarial, la organización de una compañía, las relaciones internas, las conductas en el mercado, las decisiones comerciales, etc.
También se ocupa con frecuencia la ética empresarial del estudio de las virtudes personales que han de estar presente en el mundo de los negocios. Se trata de mostrar que tales virtudes forman parte de la correcta comprensión de lo que es una buena vida para un directivo, para el grupo de personas que forman una organización o para la sociedad más amplia en que la organización misma se integra.
Aunque las empresas están compuestas por personas, y aunque el carácter privado de éstas tiene importancia decisiva en el perfil ético de las compañías, las responsabilidades corporativas no siempre coinciden con las individuales, los métodos de decisión pueden diferir de los personales, los principios y objetivos de las organizaciones están a veces a un nivel diferente que los de las personas y los valores corporativos no tienen por que identificarse con los valores personales de los miembros de la organización. En definitiva, la ética empresarial tiene componentes - las propias empresas como entes - que la distinguen netamente de la ética individual.

Mientras la ética individual apela a la conciencia o a la razón de cada persona, la ética de las organizaciones ha de apelar a su equivalente organizativo, representado por procesos que determinan las decisiones y comportamientos de las organizaciones.
Hay sobradas razones para plantearse la necesidad de una ética empresarial, entre las que destaca el detalle de que, para que sea reconocida, ha de hacerse pública; no puede quedar como habitualmente sucede en las convicciones morales individuales, en el ámbito privado. Enfrentadas a sus responsabilidades, las empresas no pueden albergar "sentimientos" morales (culpabilidad, vergüenza, orgullo, sentido del deber) como les sucede a las personas que han tenido alguna educación moral. Las organizaciones han de responder a sus responsabilidades con decisiones colectivas; no obstante, la ética individual y la ética organizacional no pueden ir separadas toda vez que quienes realizan las tareas en las empresas son personas concretas con su ética privada y sus convicciones personales sobre qué se debe hacer en cada momento, de tal suerte que, con frecuencia, la ética atribuible a las decisiones empresariales es, ni más ni menos, que el reflejo de la ética individual (o falta de ella) de las personas que han tomado esas decisiones. Quizá este aspecto es más detectable y se percibe con más intensidad en los comportamientos internos, en las relaciones interpersonales dentro de la empresa.

Un apunte histórico

A mediados del siglo XX, con la aparición de las primeras escuelas de negocios gestadas a partir de modelos teóricos de actuación, se produjo la primera confrontación entre los conceptos de ética como ciencia y empresa como teoría de gestión, abriéndose el estudio de las connotaciones comunes a modelos en los que se concibe a la empresa como una comunidad de personas,  y empezándose tímidamente a desarrollar las primeras teorías de responsabilidad social con criterios de justicia en el reparto del valor económico de las compañías.
A partir de las características de este período y de las condiciones económico-sociales que se crearon surgen las primeras ramas de aplicación de la ética: bioética, ética y comunicación, ética económica y empresarial, ética del desarrollo, ética medioambiental, ética profesional y toda una amplia gama de reflexiones éticas acerca de fenómenos centrales en la vida humana.
La Business Ethics, “la ética de los negocios”, como una de las variantes de la ética aplicada, aparece con fuerza en Estados Unidos, aunque buena parte del mundo europeo la prefirió rotular como “ética de la empresa”, tal vez porque la sociedad americana concibe a la empresa como un negocio de usar y (si le conviene) tirar, mientras que el europeo invita a entender la empresa como un grupo humano, que lleva adelante una tarea valiosa para la sociedad.
Esta idea de la nueva ética empresarial se extendió por Europa, América Latina y Oriente. Hay que decir que algunas personas se asombraban de la idea de ligar dos términos como “ética” y “empresa”, olvidando que el fundador del liberalismo económico, Adam Smith, era profesor de filosofía moral y creía que la economía era una actividad capaz de generar mayor libertad y por ende mayor felicidad; conviene recordar, pues, que la empresa industrial no surgió a espalda de valores éticos.
Tras los escándalos de corrupción de la época en Norteamérica (Watergate, Lockheed, Gulf Oil, etc) y algunos parecidos en otros países, la sociedad recuerda que la confianza es un recurso demasiado escaso, cuando constituye la unión de los miembros de la misma, por lo que las empresas emblemáticas refuerzan la vigilancia sobre su propia conducta; la ética se impone como una necesidad.
En los años siguientes se observa un movimiento oscilatorio iniciado por la influencia de los modelos industriales tradicionales anglosajones, que conducen a la sensación de que la ética vuelve a estar ausente de las decisiones empresariales y que el pragmatismo y el positivismo económico no deja resquicio a las teorías humanistas: es el inicio del paréntesis del alegre e inconsciente “España va bien” y, en consecuencia, todo vale.
Han de suceder nuevamente algunos episodios escandalosos de todos conocidos para que se inicie el camino de vuelta a la razón y se perciba el inicio de un proceso profundo y acelerado de cambios, que llega con la fuerza de un tsunami para impregnar todos los ámbitos de la sociedad.
A raíz de esta concienciación, el concepto de empresa ha sufrido un vuelco espectacular que ha llevado a resaltar que tiene una importante responsabilidad social con la comunidad a la que sirve, con independencia de las responsabilidades individuales de sus componentes[2]. En este sentido va calando la idea de que, si bien es cierto que el comportamiento moral acertado no siempre recompensa económicamente e incluso que la falta de ética puede resultar rentable a corto plazo, cada vez es más fuerte el convencimiento de que, a la larga, un  comportamiento vicioso acaba resultando no rentable.
Y ese convencimiento cabe atribuirlo en una parte importante a la globalización y a la facilidad de circulación de la información, (más rápida y a más lugares) que hace que las empresas tengan que ser cada día más transparentes y asumir que están vigiladas (en algún caso, la expresión más acertada es “controladas”) por los organismos de supervisión, asociaciones de consumidores, los propios competidores, etc[3].
Dicho de otra forma, como feedback necesario, la empresa ha de ser sensible a las demandas de la sociedad para garantizar su supervivencia, y si el entorno le solicita un comportamiento ético, podría ser ruinoso el no poder atenderlo.

Esta evolución histórica se puede condensar en el cuadro siguiente:  


Valores actuales
Valores ascendentes
Objetivo empresarial
Beneficio económico
Servicio a la sociedad
Tendencias humanas
Deseo de poseer
Afán de crear y compartir
Estrategia
Logro de resultados
Realización de principios
Resultados buscados
Consecución de objetivos
Previsión de efectos secundarios
Desarrollo de personas
Rango jerárquico
Inclusión en los proyectos
Actitud ante impulsos
Satisfacción
Autodominio



La ética empresarial y las personas de la organización

Como se ha apuntado, los comportamientos de la empresa no son sino, en general, la continuación de los comportamientos de sus directivos, que marcan las pautas de actuación y la imagen de la compañía. Es por ello fundamental ser consciente de que una actitud ética (o no) tiene influencia directa en las actitudes, comportamientos, las actuaciones éticas individuales, la calidad moral y el desarrollo personal y profesional de los empleados, así como en los resultados económicos.

Estas influencias se reflejan en[4]:

§         Motivación para el trabajo.
§         Sabiduría Práctica (prudencia).
§         Cultura empresarial.
§         La reputación o buena imagen.
§         Generación de confianza.

La motivación por el trabajo, sin duda alguna, depende en gran medida del grado de satisfacción del trabajador, junto con el clima laboral, además de estar condicionada por la calidad humana de directivos y compañeros. Esta puede deteriorarse con las murmuraciones, críticas negativas, propagación de rumores falsos o pocos fundados, calumnias, desprecios, etc.
La sabiduría práctica hace referencia a la prudencia en la toma de decisiones empresariales, acompañada de madurez de carácter, iniciativa y sentido de responsabilidad ante los acontecimientos y situaciones que se presentan.
El desarrollo de una cultura empresarial, comprende conocimientos, experiencias, prácticas o modos de hacer habituales en quienes pertenecen a la empresa, sustentados en valores y convicciones, por quienes la forman. Es dinámica y abierta a cambios originados por actuaciones individuales.
También es conocida la importancia de la reputación o buena imagen ética para la captación de clientes. Se deriva de ella que “una buena reputación de lealtad y honradez en los negocios es uno de los principales activos empresariales, que todos los trabajadores, empezando por los directivos, deben fomentar con el máximo cuidado”. Hay que tener bien claro que cuando una empresa actúa mal incumpliendo sus promesas y pagos, aún cuando pudiera ofrecer una buena calidad de producto o servicio, se crea mala reputación, se desmotiva, caen las ventas y no se alcanzan los resultados económicos.
Por último es conveniente recalcar que la generación de confianza va más allá de la buena reputación global: las operaciones económicas y las relaciones comerciales (que frecuentemente, y por suerte, devienen en relaciones personales) siempre se sustentan en la confianza, y quebrarla puede significar, llanamente, quedar excluido del negocio. Para mantener esta confianza se necesitan ciertos requisitos y referencias formales pero, sobre todo, tener actuaciones éticas continuadas.

El Profesor Termes define magistralmente, analizando la necesidad de comportamientos éticos en la ponencia citada al inicio de estas reflexiones, los efectos que la actitud antiética del directivo produce en los demás:

“Tomemos, por ejemplo, la virtud de la veracidad: mis mentiras, además de degradarme a mí, tienen efectos sobre otras personas. Les estoy enseñando que pueden mentir, les estoy enseñando cómo hacerlo, y quizás les estoy induciendo a ello, si es que mis mentiras hacen la vida más difícil a los que quieren seguir siendo sinceros. Otro ejemplo: si el directivo de una empresa decide que no hay límites morales para obtener beneficios y toda clase de ventajas personales, es evidente que se deteriora éticamente, pero además este modo de comportarse se convierte en norma de actuación de sus colaboradores y producirá, por otra parte, efectos sobre la conducta de todos ellos, en su familia y en la sociedad. Ése es el sentido social de la ética: incluso acciones que parecen meramente privadas, personales, pueden tener implicaciones importantes para los otros como personas y para la sociedad”.

Ética empresarial y rentabilidad

En el funcionamiento de las organizaciones, el aplicar la ética a sus actuaciones trasciende la mera mecánica económica para incidir directamente en la vertiente humanística. En efecto, resulta fácil demostrar que un comportamiento ético es condición necesaria, aunque no suficiente, para la maximización de valores económicos futuros, pero esto no es la razón para ser ético, es sólo una propiedad de las decisiones éticamente correctas.
Pretender que quien toma decisiones se comporte éticamente por motivos económicos es tan insensato como pretender que una persona se abstenga de beber un veneno porque tiene muy mal sabor, porque esa información conduciría a algunos directivos condenados a morir envenenados en cuanto se tropezasen con venenos cuyo sabor les resultase agradable.
La ética se justifica por la consecución del fin auténtico de la persona y ha de estar alineada con sus valores morales. Perseguir artificialmente otro fin con ella es forzar los medios, es utilizarlos para lo que no sirven. El que miente para obtener resultados sacrifica muchas cosas —su compromiso con la verdad, su realidad como persona cabal y honesta, su sociabilidad— a la consecución de un único fin, el beneficio; es decir, que quien utiliza falsamente la ética con el fin de obtener un beneficio, está haciendo una violencia para poner el beneficio por delante de la realización como persona: está haciendo trampas consigo mismo. No es de extrañar, pues, en este tipo de personas, que tarde o temprano recurra a otros medios menos lícitos para la consecución del mismo resultado.

En definitiva, una sociedad ética es una sociedad más eficiente y en ese sentido, la ética es rentable, pero será para todos, para la sociedad, no necesariamente para cada individuo. En efecto, ante cualquier situación pueden cumplirse siempre las reglas éticas y eso puede resultar rentable para todos excepto, a primera vista, para quien decide cumplir si los demás no cumplen las reglas. O puede decidir no cumplirlas sabiendo que los demás las cumplen. Esto parece muy «razonable» porque entonces la conducta no-ética es rentable para uno, al menos a corto plazo: “si todos actúan éticamente, los clientes no sospecharán que yo no lo hago, con lo que saldré beneficiado” (es el caso del «viajero sin billete»: si el tren funciona normalmente porque todos pagan, el «aprovechado» sale ganando).
Ahora bien, a la larga, el resultado de ese comportamiento es el animar a no cumplir las reglas éticas: si se miente, cada vez habrá más competidores que también lo harán. Y cuando muchos lo hagan todos saldrán perdiendo, porque se crearán situaciones del tipo «dilema del prisionero»: si todos dicen la verdad, todos salen ganando; si alguno no dice la verdad, el mundo resultante es el peor de todos.
Las conductas, tanto las éticas como las inmorales, se extienden a largo plazo como una mancha de aceite por el aprendizaje individual y social, que lleva al sujeto a hacer lo bueno o lo malo y enseñar a los demás a hacerlo: las personas aprenden de los demás como «por contagio». En definitiva, la falta de ética puede ser rentable a corto plazo, para algunos, en algunas ocasiones. La ética es siempre rentable a largo plazo para el conjunto de la sociedad, que proscribe a quien o no la utiliza o la manipula en beneficio propio.

[1] Rafael Termes Carreró, 1918 – 2005, fue doctor ingeniero industrial, académico de número de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de Barcelona y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, fue consejero delegado en el Banco Popular y, posteriormente, presidente de la Asociación Española de Banca (AEB) entre 1977 y 1990. En el ámbito educativo y formativo, fue Doctor honoris causa por la Universidad Francisco Marroquín, de Guatemala, profesor de Finanzas del IESE, de la Universidad de Navarra, desde su fundación en 1958.Fue también director del campus del IESE en Madrid desde 1997, cargo en el que cesó en junio de 2000, para ser nombrado presidente de honor del mismo.

[4] Del “Informe sobre la ética empresarial. Prólogo”, de Doménech Melé, publicado en el número del 2º trimestre de 1990 del Boletín del Círculo de Empresarios

[2] No puede ser casual en este sentido que la actualización del Código Penal español incluya la responsabilidad penal de la empresa, y no ya sólo del directivo
[3] Cabe aplicar aquí la sentencia de Abraham Lincoln, de que “se puede engañar a algunos todo el tiempo; se puede engañar a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”
 
 

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