viernes, 10 de octubre de 2014

Formación y desarrollo personal



Suele decirse que la formación bien asumida y aplicada al cumplimiento de la responsabilidad asignada contribuye poderosamente al desarrollo de la persona, y es esa una idea generalmente admitida a pesar de que subsiste el eterno dilema de si ese desarrollo es DE LA PERSONA o es únicamente aplicable a su perfil profesional.

Seguramente el dilema nace de la confusión a la hora de entender y definir la línea que delimita (y aglutina a la vez) educación –de la persona- y formación –del profesional que se entiende que YA ES persona con educación-.

Para entender la diferencia meramente teórica, acudamos al Diccionario de la Real Academia de la Lengua, que nos dice que educación es, en su segunda acepción la acción y efecto de desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc. mientras que formación es, en su novena acepción[1], la acción y efecto de adquirir más o menos desarrollo, aptitud o habilidad en lo físico o en lo moral. (los subrayados son nuestros) De aquí se deduce que la formación permite mayor desarrollo de algo que ya debe existir, pese a la perplejidad que provoca ese “o menos” de la definición de “formación”. Otra cosa es la condición humana de quien recibe la formación, ya que de eso, aunque no se cite así de taxativo, depende en gran manera la aplicación correcta y justa de la formación, demostrativa de que realmente contribuye al crecimiento personal.
Recordemos en este punto los estadios básicos de la evolución deseable de la formación en la persona:

1.- No sé que no sé
2.- Sé que no sé
3.- Sé que sé
4.- No sé que sé

Expliquemos este aparente galimatías con un ejemplo. Un niño, al que el mundo del motor le es ajeno, no es consciente de que no sabe conducir (estadio 1), hasta que un día, por las razones que sean, descubre que no sabe, y le gustaría saber (estadio 2). Adquiere los conocimientos necesarios, supera las pruebas, hace la tentativa de conducir y se da cuenta de que, efectivamente, sabe (estadio 3); el paso del tiempo y la experiencia le hará asumir con normalidad el dominio de la técnica de la conducción hasta llegar al punto en que conducir será algo instintivo y reflejo, es decir, actuará sin cuestionar ni parar mientes en si sabe o no hacerlo (estadio 4).

Es interesante observar, incluso en el ejemplo, que las actuaciones sensatas están supeditadas a la identificación del nivel en que nos encontramos, lo que es de aplicación en la esfera particular y en la empresarial; fijémonos que, en particular, si se asume que se está en el estadio 2, ningún profesional (ni ninguna persona en su ámbito privado) tomará ninguna decisión hasta lograr pasar, cuando menos, al estadio siguiente. De la misma forma se ve con normalidad que un superior no exija esas decisiones a un subordinado del que sabe que está en el estadio 2, en la lógica suposición de que ese superior jerárquico está en el estadio 3 (no se entendería que no lo estuviera). Otra cosa es, no confundamos, la necesidad cotidiana de tomar decisiones sin tener TODA la información.

Sin embargo resulta curioso comprobar que la gestión política (en este país) se desmarca visiblemente de esta lógica y hay superiores jerárquicos que “colocan a sus peones” en puestos de responsabilidad sabiendo (sé que sé) que no tienen conocimientos ni capacidad para ello, y, lo que es sintomático, estos ir-responsables lo aceptan sabiendo esta circunstancia (sé que no sé), asumiendo, por tanto, la probabilidad de que un porcentaje elevado de las decisiones que tomen estará influenciado, si no guiado directamente, por la ignorancia.

Es como si por ejemplo (conjeturemos algo que sería impensable que sucediera), en un país imaginario se nombrara para dirigir algo tan sensible como el sistema sanitario a alguien titulado en ciencias políticas, sin ninguna experiencia en Sanidad, y con el solo mérito de fidelidad al partido del gobierno. Si ese ir-responsable admitiera el cargo sabiendo que su estadio es el “Sé que no sé”, el nivel de incompetencia, tanto de quien lo nombra como de quien admite el nombramiento, es clamoroso, y cabe la posibilidad fundada de que las decisiones tomadas fueran no solo erróneas sino nocivas. Hace daño pensar que, si esto pudiera suceder en la realidad, no sería de extrañar (por mera condición humana) que estos incompetentes se afanaran en buscar culpables imaginarios de sus desaguisados que los libraran a ellos de responsabilidades. Si ese país fuera una democracia, la dimisión de ambos, en base a esas decisiones disparatadas, sería incuestionable, así como la asunción política y jurídica de responsabilidades. Pero ya digo que esto sólo es a modo de ejemplo ilustrativo, con la convicción de que en un país moderno y democrático es impensable que pasara.
La precisión de Quino

Lo que debe hacer pensar es que, en ejemplos como éste, trasluce el tema de fondo de que la condición humana condiciona la aplicación de la formación (incluso puede aventurarse que también la educación) recibida. No es razonable (por mucho que duela pensarlo) que nadie tome una decisión injusta si posee sentido de la justicia, ni una decisión nociva si tiene sentido de la ética. Y no vale confundir mezclando los conceptos de Ley y Justicia para justificarse  ya que la primera obligación de un gobernante es asegurarse de que las leyes sean justas y cambiarlas inmediatamente si no lo son.

En definitiva, la formación puede contribuir al desarrollo de la persona, siempre y cuando el sustrato personal previo lo permita.


[1] No es que sea menos importante, sino que es la que corresponde al verbo “formar” en su aplicación a lo profesional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario