viernes, 17 de marzo de 2017

La carraspera del amanuense


Hay en Barcelona un mercado de barrio, el de Sant Antoni (San Antonio), ubicado donde la Ciutat Vella (Ciudad Vieja) pasa a transformarse en el Eixample (Ensanche), que actualmente está en obras para su remodelación, y que durante los días laborables cumple su función tradicional de venta de productos de alimentación en su interior, dedicando su perímetro exterior a la venta de productos textiles, de decoración, etc., en tenderetes de quita y pon instalados bajo unos porches metálicos vetustos adosados a la fachada exterior de la manzana de casas que constituye el mercado.

Los domingos, sin embargo, con el mercado propiamente dicho cerrado, todo ese perímetro exterior porchado se transforma en un concurridísimo zoco (hasta que dieron comienzo las obras que exigieron una redistribución provisional de los espacios, el dominical "mercado de San Antonio" aparecía como visita obligada en las guías turísticas de Barcelona) de productos variopintos más o menos relacionados con el hecho cultural, desde venerables discos de vinilo hasta los más modernos juegos de ordenador, pasando lógicamente por esas cosas que un día fueron icono de la Cultura (con mayúscula) que son los libros, (primeros protagonistas, indiscutibles, de ese mercado, particularmente si son antiguos, descatalogados o que no se encuentran ya en las librerías "normales") y por revistas de todo tipo, comics, postales antiguas, cromos de colección, etc.

Pues bien, paseando entre los tenderetes ojeando sin buscar nada en concreto, me detuve hace algún tiempo en uno de ellos ante unas postales, en blanco y negro algunas y otras en sepia, en las que aparecían fotografiados una especie de quioscos adosados a la pared en una plaza cercana a las Ramblas. Eran los quioscos de los amanuenses, esos “escribanos por encargo” que, a cambio de un pollo, un pan o una taleguita de garbanzos, escribían lo que les pedían sus clientes, naturalmente, ágrafos o, sencillamente, analfabetos (casi tanto como ese alto ejecutivo que, comentando lo que ha evolucionado la sociedad y el alcance actual de la cultura, se empeñaba en llamar "emanuenses" a esos escribanos. Juro que es verdad).

Resultado de imagen de amanuense

Los documentos, en su mayoría cartas a organismos oficiales, cumplían una labor aséptica y sin estilo, pero, el otro gran bloque de trabajo del amanuense, las misivas personales o familiares, no acostumbraban a formarlo escritos "al dictado", sino más bien escritos en los que el amanuense interpretaba la idea que le transmitía su cliente y la plasmaba de forma más razonable en el papel. Seguramente había mucho para captar entre líneas en el trecho que iba desde las incendiarias y apasionadas soflamas del enamorado cliente al escribano y la romántica misiva que recibía su amada, pongamos por caso.

La confianza del cliente en el escribano había de ser total (pensemos que, después de todo, no tenía capacidad para poder verificar lo escrito) y, por otra parte, para intentar evitar dispersiones peligrosas o incómodas en el contenido, el amanuense dejaba escapar el sonido de una leve carraspera cuando su cliente le comunicaba alguna idea inconveniente que, expresada por escrito, podría ser comprometedora en exceso; esto era una argucia conocida y aceptada, que obligaba al "dictador" a repensar y reformular su idea antes de escribirla.
Y, al final, puede afirmarse que la obra era conjunta: las ideas a plasmar se habían ido puliendo y su representación en esos signos inteligibles para terceros podía ser todo un éxito que, en definitiva, era lo que se buscaba.

Quizá hoy, en las relaciones humanas en entornos digitales, tan estereotipadas y aparentemente regidas por cánones definidos, esta situación pueda parecer trasnochada o, cuando menos, pintoresca, pero vale la pena reflexionar sobre las raíces de esa aportación de cada una de las partes a la conquista de una meta inalcanzable sin esa forma de colaboración.

Quizá no sea descabellado intentar asumir cada uno ese doble rol de "dictador" y amanuense y practicar con asiduidad esa suerte de carraspeo delante de un teclado antes de verter según qué expresión o idea en las Redes. Siempre será una solución mejor que la que tener que aprovisionarse cada uno de un barril de salfumán para limpiar y desinfectar las frecuentes salpicaduras de bilis que se encuentran en numerosos mensajes en las Redes. ¿O no?

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