domingo, 5 de julio de 2020

¿No aprendemos de una crisis a otra?

Hace diez años, cuando empezábamos a ser conscientes de la debacle económico-financiera, 
de valores y, a la postre, social en la que nos había sumido la crisis de entonces, poco se 
podía imaginar nadie que, pocos años después, esa crisis y sus efectos se quedaría en 
pañales ante la actual, nacida, como todo el mundo sabe a estas alturas, a consecuencia de 
una inesperada e incontrolada crisis sanitaria, de alcance mundial, por la actuación de un virus 
desconocido, el hoy famoso Covid-19. De cara a la necesaria normalización de la actividad 
posterior al paso de la peor época de la crisis, efectuamos entonces unas reflexiones en torno 
a la ética en los negocios que hoy, diez años después, conservan toda su vigencia y que 
resumimos a continuación, sin menoscabo, naturalmente, de quien desee actualizar la lectura 
íntegra.

.../...
Tradicionalmente, los conceptos de ética y empresa se han situado en planos de realidad 
diferentes. Mientras la ética se ha vinculado con la subjetividad, con la aplicación correcta del 
libre albedrío, con lo que cada uno cree que está bien o mal, con el modo de ser, de estar y de 
actuar ante la realidad circundante o incluso con la forma de “hacer las cosas bien desde todos 
los puntos de vista posibles”, la empresa, por el contrario, se ha concebido como un ente 
objetivo, ligado a los resultados económicos y regido, por tanto, por criterios económicos y no 
morales. Hoy en día la situación está en plena evolución, de forma que no hay congreso o 
conferencia empresarial que no se ocupe de relacionar las palabras “ética” y “empresa”, en 
concreto al hablar de la ética empresarial, máxime si se considera la evidencia, que nadie 
pone en duda, de que hay empresas (sobre todo tecnológicas) que han salido reforzadas de 
estas crisis.

En una conferencia dictada en 1993 en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de 
Monterrey (México), con el título de “La ética en la vida profesional”, por el extinto Rafael 
Termes1, que en esos momentos formaba parte del Consejo Rector de la Asociación para el 
Progreso de la Dirección después de haber sido durante casi quince años el gran patrón de 
la banca española, el ponente, de entrada, ponía sobre la mesa unas reflexiones que definían 
la estructura de razonamiento para el acercamiento entre dos conceptos aparentemente 
antagónicos como son, precisamente, la ética y la empresa, abarcando ambiciosamente 
varios puntos de vista: “La ética viene en socorro de la economía, porque los problemas 
derivados de los efectos externos parecen muy propios de la ética: ¿«tengo derecho» a 
verter las aguas sucias de mi fábrica al río o sus humos al prado vecino? ¿Es superior el 
derecho de los perjudicados al de los trabajadores, cuyo nivel de vida depende de la 
continuidad de la fábrica contaminante? ¿Y el derecho de los consumidores a tener bienes 
baratos? ¿Es ético limitar el acceso de otras empresas a las patentes que he conseguido 
con mis investigaciones?” La conclusión temprana, que desarrollaba magistralmente en la 
ponencia era que “en los negocios: «business are business». Sin embargo, en los últimos 
años muchas empresas se han percatado de los beneficios económicos que supone 
«portarse bien». Códigos de ética, cursos de formación y desarrollo, incentivos a los 
empleados, han hecho más productivos los negocios. Hoy, los directivos enfrentan un gran 
reto: ¿son los resultados el único motivo para conducirse éticamente en la vida empresarial?” 
Hay que reconocer cierto sentido de anticipación en el enfoque, mucho antes de que se 
empezara a valorar la importancia de un concepto que hoy ya sí empieza a calar en todos 
cual es el de Responsabilidad social de la empresa. 
La ética empresarial, la ética de los negocios, debe entenderse, desde estas modestas 
líneas, como la parte de la ética que se ocupa del estudio de las cuestiones normativas o 
conductuales de naturaleza moral que se plantean en el mundo de lo negocios, abarcando la 
gestión empresarial, la organización de una compañía, las relaciones internas, las conductas 
en el mercado, las decisiones comerciales, etc. También se ocupa con frecuencia la ética 
empresarial del estudio de las virtudes personales que han de estar presente en el mundo de 
los negocios. Se trata de mostrar que tales virtudes forman parte de la correcta comprensión 
de lo que es una buena vida para un directivo, para el grupo de personas que forman una 
organización o para la sociedad más amplia en que la organización misma se integra.

Aunque las empresas están compuestas por personas, y aunque el carácter privado de éstas 
tiene al final importancia decisiva en el perfil ético de las compañías, las responsabilidades 
corporativas no siempre coinciden con las individuales, los métodos de decisión pueden 
diferir de los personales, los principios y objetivos de las organizaciones están a veces a un 
nivel diferente que los de las personas y los valores corporativos no tienen por qué 
identificarse con los valores personales de los miembros de la organización. En definitiva, la 
ética empresarial tiene componentes - las propias empresas como entes - que la distinguen 
netamente de la ética individual.

Mientras la ética individual apela a la conciencia o a la razón de cada persona, la ética de las 
organizaciones ha de apelar a su equivalente organizativo, representado por procesos que 
determinan las decisiones y comportamientos de las organizaciones. Hay sobradas razones 
para plantearse la necesidad de una ética empresarial, entre las que destaca el detalle de 
que, para que sea reconocida, ha de hacerse pública; no puede quedar como habitualmente 
sucede en las convicciones morales individuales, en el ámbito privado. Enfrentadas a sus 
responsabilidades, las empresas no pueden albergar "sentimientos" morales (culpabilidad, 
vergüenza, orgullo, sentido del deber) como les sucede a las personas que han tenido alguna 
educación moral. Las organizaciones han de responder a sus responsabilidades con 
decisiones colectivas; no obstante, la ética individual y la ética organizacional no pueden ir 
separadas toda vez que quienes realizan las tareas en las empresas son personas concretas 
con su ética privada y sus convicciones personales sobre qué se debe hacer en cada 
momento, de tal suerte que, con frecuencia, la ética atribuible a las decisiones empresariales 
es, ni más ni menos, que el reflejo de la ética individual (o falta de ella) de las personas que 
han tomado esas decisiones. Quizá este aspecto es más detectable y se percibe con más 
intensidad en los comportamientos internos, en las relaciones interpersonales dentro de la 
empresa.
Mirando hacia atrás, es a mediados del siglo XX, con la aparición de las primeras escuelas 
de negocios gestadas a partir de modelos teóricos de actuación, cuando se produjo la 
primera confrontación entre los conceptos de "ética" como ciencia y "empresa" como teoría 
de gestión, abriéndose el estudio de las connotaciones comunes a modelos en los que se 
concibe a la empresa como una comunidad de personas, y empezándose tímidamente a 
desarrollar las primeras teorías de responsabilidad social con criterios de justicia en el reparto 
del valor económico de las compañías. 

A partir de las características de este período y de las condiciones económico-sociales que 
se crearon surgen las primeras ramas de aplicación de la ética: bioética, ética y comunicación, 
ética económica y empresarial, ética del desarrollo, ética medioambiental, ética profesional y 
toda una amplia gama de reflexiones éticas acerca de fenómenos centrales en la vida 
humana. La Business Ethics, “la ética de los negocios”, como una de las variantes de la ética 
aplicada, aparece con fuerza en Estados Unidos, aunque buena parte del mundo europeo la 
prefirió rotular como “ética de la empresa”, tal vez porque la sociedad americana concibe a la 
empresa como un negocio de usar y (si le conviene) tirar, mientras que el europeo invita a 
entender la empresa como un grupo humano, que lleva adelante una tarea valiosa para la 
sociedad.

Esta idea de la nueva ética empresarial se extendió por Europa, América Latina y Oriente. 
Hay que decir que algunas personas se asombraban de la idea de ligar dos términos como 
“ética” y “empresa”, olvidando el pequeño detalle de que el fundador del liberalismo 
económico, Adam Smith, era profesor de filosofía moral y creía que la economía era una 
actividad capaz de generar mayor libertad y por ende mayor felicidad; conviene recordar, 
pues, que la empresa industrial no surgió a espalda de valores éticos. Tras los escándalos 
de corrupción de la época en Norteamérica (Watergate, Lockheed, Gulf Oil, etc) y algunos 
parecidos en otros países, la sociedad recuerda que la confianza es un recurso demasiado 
escaso, cuando constituye la unión de los miembros de la misma, por lo que las empresas 
emblemáticas refuerzan la vigilancia sobre su propia conducta; la ética se impone como una 
necesidad.

En los años siguientes se observa un movimiento oscilatorio iniciado por la influencia de los 
modelos industriales tradicionales anglosajones, que conducen a la sensación de que la ética 
vuelve a estar ausente de las decisiones empresariales y que el pragmatismo y el positivismo 
económico no deja resquicio a las teorías humanistas: es el inicio del paréntesis del alegre e 
inconsciente “España va bien” y, en consecuencia, todo vale. Han de suceder nuevamente 
algunos episodios escandalosos de todos conocidos para que se inicie el camino de vuelta a 
la razón y se perciba el inicio de un proceso profundo y acelerado de cambios, que llega con 
la fuerza de un tsunami para impregnar todos los ámbitos de la sociedad. 
A raíz de esta concienciación, el concepto de empresa ha sufrido un vuelco espectacular que 
ha llevado a resaltar que tiene una importante responsabilidad social con la comunidad a la 
que sirve, con independencia de las responsabilidades individuales de sus componentes2
En este sentido va calando poco a poco (y quizá con esfuerzo) la idea de que, si bien es 
cierto que el comportamiento moral acertado no siempre recompensa económicamente e 
incluso que la falta de ética puede resultar rentable a corto plazo, cada vez es más fuerte el 
convencimiento de que, a la larga, un comportamiento vicioso acaba resultando no rentable. 

Y ese convencimiento cabe atribuirlo en una parte importante a la globalización y a la 
facilidad de circulación de la información, (más rápida y a más lugares) que hace que las 
empresas tengan que ser cada día más transparentes y asumir que están vigiladas (en algún 
caso, la expresión más acertada es “controladas”) por los organismos de supervisión,
asociaciones de consumidores, los propios competidores, etc3. Dicho de otra forma, como 
feedback necesario, la empresa ha de ser sensible a las demandas de la sociedad para 
garantizar su supervivencia, y si el entorno le solicita un comportamiento ético, podría ser 
ruinoso a la larga el no poder atenderlo. 

.../…
En definitiva, una sociedad ética es una sociedad más eficiente y en ese sentido, la ética es 
rentable, pero será para todos, para la sociedad, no necesariamente para cada individuo. En 
efecto, ante cualquier situación pueden cumplirse siempre las reglas éticas y eso puede 
resultar rentable para todos excepto, a primera vista, para quien decide cumplir si los demás 
no cumplen las reglas. O puede decidir no cumplirlas sabiendo que los demás las cumplen. 
Esto parece muy «razonable» porque entonces la conducta no-ética es rentable para uno, al 
menos a corto plazo: “si todos actúan éticamente, los clientes no sospecharán que yo no lo 
hago, con lo que saldré beneficiado” (es el caso del «viajero sin billete»: si el tren funciona 
normalmente porque todos pagan, el «aprovechado» sale ganando). Ahora bien, a la larga, 
el resultado de ese comportamiento es el animar a no cumplir las reglas éticas: si se miente, 
cada vez habrá más competidores que también lo harán (somos humanos). Y cuando 
muchos lo hagan todos saldrán perdiendo, porque se crearán situaciones del tipo «dilema del 
prisionero»: si todos dicen la verdad, todos salen ganando; si alguno no dice la verdad, el 
mundo resultante es el peor de todos. 

Las conductas, tanto las éticas como las inmorales, se extienden a largo plazo como una 
mancha de aceite por el aprendizaje individual y social, que lleva al sujeto a hacer lo bueno o 
lo malo y enseñar a los demás a hacerlo: las personas aprenden de los demás como «por 
contagio». En definitiva, la falta de ética puede ser rentable a corto plazo, para algunos, en 
algunas ocasiones. La ética es siempre rentable a largo plazo para el conjunto de la 
sociedad, que proscribe a quien o no la utiliza o la manipula en beneficio propio. 

.../…

Y si no, es la propia sociedad la que está enferma. Tendremos ocasión de verlo analizando 
“cómo” se sale de la actual endiablada situación. 
 
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1Rafael Termes Carreró, 1918 – 2005, fue doctor ingeniero industrial, académico de número de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de Barcelona y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, fue consejero delegado en el Banco Popular y, posteriormente, presidente de la Asociación Española de Banca (AEB) entre 1977 y 1990. En el ámbito educativo y formativo, fue Doctor honoris causa por la Universidad Francisco Marroquín, de Guatemala, profesor de Finanzas del IESE, de la Universidad de Navarra, desde su fundación en 1958. Fue también director del campus del IESE en Madrid desde 1997, cargo en el que cesó en junio de 2000, para ser nombrado presidente de honor del mismo.

2No puede ser casual en este sentido que la actualización del Código Penal español incluya la responsabilidad penal de la empresa, y no ya sólo del directivo 

3Cabe aplicar aquí la conocida sentencia de Abraham Lincoln (otros la atribuyen a John F. Kennedy o a Winston Churchill), de que “se puede engañar a algunos todo el tiempo; se puede engañar a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”

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