domingo, 29 de agosto de 2021

Diógenes/personaje y Diógenes/síndrome, en flagrante contradicción.


A quien más, quien menos, el vivir esto del confinamiento con las limitaciones de todo tipo 
sobrevenidas por la pandemia del aún desconocido coronavirus, le ha hecho replantearse 
muchas cosas, examinar prioridades y redefinir qué es, en realidad, imprescindible, qué 
necesario o qué superfluo en nuestras vidas. En el fondo, éste es un tema recurrente y 
profusamente recogido en la cultura popular en forma de cuentos, parábolas, narraciones 
orales y mil y una formas de comunicarlo, entre las cuales no son menores los 
autoproclamados libros de autoayuda; hoy recordaremos con él una figura contradictoria, en 
tanto la personalidad del conocido personaje es, curiosamente, totalmente opuesta a la del no 
menos conocido síndrome que lleva su nombre.

 
Para Diógenes, pues de Diógenes hablamos, no había término medio. Todo aquello que no 
fuera necesario era superfluo, y todo lo superfluo, por consiguiente, un lastre para alcanzar la 
plenitud de la vida. Aquello que no era para él una necesidad vital acababa abandonado o 
erradicado (en el caso de que fuera algo no material, como los sentimientos). Su objetivo era 
bien claro: deshacerse de todo deseo que degenerara en dependencia. Pero la gracia está en 
que esa disciplina feroz consigo mismo no acababa en su propia persona, sino que desarrolló 
la voluntad de señalar esas faltas también en los demás, y eso es lo que lo convirtió en uno de 
los personajes más fascinantes, revolucionarios e irónicos de la antigua Grecia.

 

Diógenes (llamado “de Sinope”) fue un filósofo griego que nació en Sinope, una colonia jonia 
del mar Negro, hacia el 412 a.C. y murió en Corinto en el 323 a.C. No llegó a la posteridad 
ningún escrito suyo y la fuente más completa de la que se dispone acerca de su vida es la 
extensa sección que su homónimo, el historiador griego Diógenes Laercio le dedicó en su  
Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Perteneciente y máximo exponente 
de la conocida como escuela cínica, que reinterpretaba la doctrina socrática considerando que 
la civilización y su forma de vida era un mal y que la felicidad venía dada siguiendo una vida 
simple y acorde con la naturaleza. El hombre llevaba en sí mismo ya los elementos para ser 
feliz y conquistar su autonomía era de hecho el verdadero bien. De ahí el desprecio a las 
riquezas y a cualquier forma de preocupación material. El hombre con menos necesidades era 
el más libre y el más feliz. Rechazó también el politeísmo con todos los cultos religiosos, por 
considerarlos instituciones puramente humanas y superfluas. Diógenes criticaba las 
diferencias de clase, predicaba el ascetismo y la tradición le ha atribuido osadía e 
independencia ante los poderosos, desdén por las normas de conducta social. Es poco 
probable, sin embargo, que su imagen en extremo pintoresca corresponda plenamente a la 
realidad, pues son contradictorios los datos que sobre este particular se poseen. Según 
Diógenes, la virtud es el bien soberano mientras los honores y las riquezas son falsos bienes 
que hay que despreciar. El principio de su filosofía consiste en renunciar por todas partes a lo 
convencional y oponer a ello su naturaleza. El sabio debe tender a liberarse de sus deseos y 
reducir al mínimo sus necesidades. Diógenes veía en el mundo de su época (sería interesante 
saber qué pensaría hoy) un verdadero problema moral, pues la gente, en lugar de forjarse a sí 
misma y valorar su opinión propia respecto al bien y el mal, prefería actuar en función de qué 
era lo que los demás opinaban y cómo esas opiniones de terceros podían afectarles. Vivían, 
por así decirlo, de cara a la galería. Diógenes se pasaría el resto de su vida demostrándoles 
por qué eso era una estupidez.

 

Las anécdotas de (o atribuidas a) Diógenes no tienen igual en el mundo de la filosofía. Se 
dice de él que, despreciando todo signo de riqueza, caminaba descalzo, vistiendo exiguos 
trajes, aun en época invernal, y se alimentaba con comidas extremadamente frugales y 
sencillas. Reposaba de día en los pórticos de los edificios y de noche en un tonel. Diógenes 
suele ser representado sosteniendo en una mano la lámpara encendida con que, según la 
leyenda, buscaba en pleno día por las calles de Atenas un hombre merecedor del apelativo de 
honrado (al parecer, alguien tuvo el detalle de dejarle un candil junto a su tonel por la noche, 
para que pudiera ver en la oscuridad. Pero dicho personaje sabía poco de Diógenes, quien no 
tenía ningún interés en tener un solo trasto más de los necesarios, de manera que empezó a 
usarlo como instrumento de provocación. Le dio por pasearse por las calles de Atenas candil 
en mano gritando que buscaba a un hombre “justo”. En su ansia por incomodar, un día tomó 
la decisión de ponerse a buscar un hombre así en el teatro… intentando entrar cuando todos 
salían. Ante los reproches que despertaba su manera de actuar, respondió: “Así sentirán en 
su propia piel lo que es vivir de la manera que yo lo hago”. Siempre a contracorriente). En otra
 ocasión, habiendo oído que Platón definía al hombre como un animal bípedo sin plumas, 
arrojó entre su auditorio un gallo desplumado, diciendo: "he ahí el hombre de Platón". Se 
cuenta que hallándose un día Diógenes reposando junto a su tonel, le visitó Alejandro Magno, 
atraído por su fama, y le preguntó qué era lo que más desearía en aquel momento, a lo que el 
filósofo contestó que lo que más deseaba era que Alejandro se apartase para que su sombra 
no le impidiera gozar del sol. Mientras que el séquito del emperador prorrumpía en carcajadas 
e insultos contra el filósofo, el joven pero inteligente rey de Macedonia (quien, no lo olvidemos, 
había sido discípulo de Aristóteles) quedó sumamente impresionado por la coherencia del 
errabundo personaje, pues dejaría dicho para la posteridad: “Si no fuera Alejandro, querría ser 
Diógenes”.  Otro día, viendo Diógenes a un niño bebiendo de una fuente con el hueco de la 
mano, dijo "este niño me hace ver que conservo todavía algo superfluo" y rompió el cuenco en 
que él solía beber. No perdía su ironía ni en los peores momentos. En cierto momento de su 
vida, fue hecho prisionero para ser vendido como esclavo y cuando sus captores le 
preguntaron qué era lo que sabía hacer, respondió: “Sé mandar. Mira a ver si alguien quiere 
comprar un amo”. 
 

Y así podríamos seguir con el personaje. Sabemos, no obstante, menos de la doctrina de 
Diógenes que de su vida porque se preocupó menos de formar escuela que de llevar una vida 
recta, de acuerdo con los principios de autonomía y desprecio de los usos de la sociedad; 
consideraba la idea de que la virtud consiste fundamentalmente en la supresión de las 
necesidades; la creencia de que la sociedad es el origen de muchas de estas, que pueden 
evitarse mediante una vida natural y austera; el aprecio por las privaciones, al punto del dolor, 
como medio de rectificación moral; el desprecio de las convenciones de la vida social, y la 
desconfianza de las filosofías refinadas, afirmando que un rústico puede conocer todo lo 
cognoscible. El rechazo de las formas de civilización establecidas se extendía al ideal que 
llevaba a los jóvenes griegos a practicar la gimnasia, la música y la astronomía, entre otras 
disciplinas, para alcanzar la excelencia; Diógenes sostenía que, si se pusiera el mismo empeño 
en practicar las virtudes morales, el resultado sería mejor. Despreciaba también la mayoría de 
los placeres mundanos, afirmando que los hombres obedecen a sus deseos como los esclavos 
a sus amos; del amor sostenía que era "el negocio de los ociosos", y que los amantes se 
complacían en sus propios infortunios. Diógenes decía que los dioses habían dado al hombre 
una vida fácil, pero que éste se encargaba constantemente de complicarla y hacerla mucho 
más difícil; que la sabiduría era para los hombres templanza, para los viejos consuelo, para 
los pobres riqueza y para los ricos ornato. Se sabe también que sostenía que la muerte no era 
un mal, pues no tenemos conciencia de ella. Se le considera inventor de la idea del 
cosmopolitismo, porque afirmaba que era ciudadano del mundo y no de una ciudad en 
particular .

 

Llama la atención, sin embargo, que hoy, cuando se habla del desorden psicológico conocido 
como ”síndrome de Diógenes”, nos referimos a un trastorno que nada tiene que ver con su 
vida. Esta alteración de la conducta se caracteriza, contrariamente, por la acumulación de 
forma compulsiva de todo tipo de materiales, especialmente basura, de manera que los que 
lo padecen suelen terminar viviendo en condiciones infrahumanas e insalubres por 
acumulación de enseres. No deja de tener guasa que le dé su nombre al síndrome Diógenes 
de Sinope, un hombre que, como se ha visto, no es que no acumulara cosas, sino que 
despreciaba casi todo. Diógenes no tenía posesiones y defendía justamente lo contrario de lo 
que define este síndrome: despojarnos de todo aquello que fuera innecesario para poder vivir 
la vida del modo más libre de ataduras posible. Suele darse en las personas mayores de 65 
años y en los años 60 del siglo pasado se realizaron y registraron por primera vez estudios de 
este patrón de conducta aunque el término se acuñó en 1975 haciendo referencia, 
paradójicamente, a Diógenes de Sinope, y esto es así porque Diógenes solo portaba consigo 
lo estrictamente necesario y, por lo tanto, coincide con la conciencia de las personas que 
sufren este síndrome, que creen que todo lo que almacenan o guardan es o será necesario 
en algún momento venidero. El nombre levanta ampollas y, a decir de reputados expertos 
especialistas, “no nos parece acertada la denominación (del síndrome) de “Diógenes”, pues 
confunde una actitud austera y sobria de la existencia que es la que propugnaba el filósofo, 
con un desarreglo mental que en su comportamiento patológico se aproxima más a la imagen 
tradicional del avaro. A hubiera sido más apropiado haberle dado un nombre como 
“Síndrome de Euclión”, el avaro protagonista de la comedia de Plauto, (punto de partida de 
todos los avaros de la literatura occidental, desde el Shylock de Shakespeare, al de Moliére)
como proponen algunos autores. Somos conscientes de lo difícil que resulta cambiar un 
término del lenguaje coloquial, pero aconsejamos no caer en los hábitos periodísticos y 
utilizar más los términos “silogomanía”, “trastornos de ideas delirantes”, “urraquismo”, 
síndrome de la miseria senil”, etc., y desde enfermería el de “trastorno de los procesos del 
pensamiento”
 
Pero, ahí está. 

 

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