domingo, 17 de abril de 2022

La Semana Santa rediviva.


Mi recuerdo por la Semana Santa se remonta a mi más temprana edad, con los pantalones cortos, los misteriosos penitentes encapuchados y, algunos, arrastrando cadenas, las cornetas y tambores de la banda de música, las saetas cantadas inesperadamente desde un balcón, la Guardia Civil, con los mosquetones al hombro apuntando al suelo escoltando los pasos procesionales y la imposición formal, oficial y ambiental en esos días de la no alegría y el silencio, y es que, pese a que los recuerdos no sean especialmente religiosos, en mi pueblo los históricamente tormentosos días finales de Jesús (representado por la figura del Nazareno) se vivían paso a paso, con un cierto sobrecogimiento colectivo y con las escenas tradicionales bíblicas, empezando por el “Cristo de la borriquilla” que, de manera humilde, entraba festivamente en Jerusalén aunque ya pronto todo se tornaba morado y se veía venir el final trágico de Jesús. Los episodios que nos leían de un Poncio Pilato indeciso y de carácter frágil, con su lavado de manos, se relataban con tal claridad y trascendencia, que el oyente veía Poncios Pilato por todas partes y en la intimidad del análisis, detestaba esa especie humana. Pero, la misma Iglesia ha ido apagando la luz de las tradiciones. Ahora el campanario no da los toques fúnebres de Viernes Santo anunciando las novenas, el itinerario de Jesús, el Domingo de Ramos, según me dicen, no es el de ayer; Judas (trascendiendo la celebración de la Semana Santa) no es sancionado por el pueblo y los testamentos se agotaron. A la gente de fuera no se le puede explicar –porque no lo entendería- que se necesitan estas tardes buscando cofradías pero que no se comulga con la religiosidad capillita de tantos que se repeinan con agua bendita y se llenan los bolsillos de estampitas. No se puede, pero es así. Un antiguo anarquista con carnet del pueblo decía que él no creía en Dios, que creía en el Nazareno. Y con esa filosofía se ha construido esta semana. La que llega cuando se consagra la primavera, cuando los azahares reventones y los jazmines llenan las calles de un olor tan dulzón, que parece incienso.


Una semana santa callejera que no aparece en las advocaciones marianas de los pregones, porque no pertenece a la iglesia, ni a las hermandades, sino a la gente del pueblo, una semana santa sentida y popular que no aparece en las declaraciones de los concejales que se visten de chaqué y compadrean con hermanos mayores encantados de conocerse, la semana santa que han vivido los barrios desde siempre, hecha de detalles como el runrún de un rosario rozando el varal de un palio por la calle. Recuerdos que se aprenden desde chico y se quedan grabados para siempre en la memoria del niño que fuimos. Con la edad se inventan nuevos ritos personales (como esa música de “La saeta”, de Serrat sobre un poema de Antonio Machado, incorporada con naturalidad al repertorio musical de las bandas) y se nos clavan en la cabeza nuevos detalles que se siguen repitiendo mágicamente año tras año. Cada familia, cada persona, sin que importen las clases sociales, tiene sus detalles propios de estos días; los de tu barrio, o los de tu historia personal. Los coleccionan como los niños las bolas de cera. Y los guardan de un año para otro para volver a ser lo que fuimos. Semana Santa son las torrijas que hacía tu abuela y que nos anuncian un pequeño paraíso. Por eso nos echamos a las calles. Esa semana santa está amenazada por quienes la quieren convertir exclusivamente en una realidad eclesiástica, los que creen que la semana santa son cultos de la hermandad; triduos, viacrucis, besamanos y besapiés que duran todo el año. No consienten sea un fenómeno autónomo que sale de las iglesias y que explota en la calle usando a las imágenes religiosas como excusa. Por eso, antes de que nos la roben, urge un discurso, lejos de la altisonancia oficial, que reivindique esa semana santa popular que nos emociona porque es sólo de la gente.


La semana santa popular sobrevive acosada por las autoridades, por los capillitas, por los opinadores meapilas que ocultan su clasismo y supremacía bajo los evangelios y cuatro cursilerías rancias. Esos conversos a un cristianismo puritano que acabarán por decir que no es semana santa la cervecita que toma el costalero en el bar de la peña mientras la cofradía, y los vecinos, vuelven una vez al año al barrio. Por ahora se han apuntado un punto: cada vez se reparten más medallitas en una religiosidad falsa que cala especialmente entre los frikis de la fiesta que empiezan a ser mayoría. Hasta le están cambiando el nombre a las cofradías en un farfulleo incomprensible para los que nos hemos criado diciendo la borriquilla , con los nombres y el lenguaje “culto” nos quieren colar también los triduos y las vallas amarillas para que la gente no se acerque a los penitentes. Y si hablamos de política, la izquierda cultural ha renunciado a reivindicar esta semana santa del pueblo que sobrevive porque materializa los barrios de la ciudad y refuerza el sentido de pertenencia a un colectivo. No ha entendido nunca muy bien la idea de que la cofradía concentra la esencia de cada barrio, que se reconoce alrededor de ella y le ha regalado todo el fenómeno a una iglesia acaparadora que intenta cambiar la identidad de cada barrio por una unificación cateta y sin gracia. Todas las cofradías ahora quieren ser serias como El Santo entierro y tan religiosas como un monaguillo franquista.


Pero la verdad es que una mayoría sigue echándose a las calles estos días con sensación de propiedad; de que la ciudad es nuestra. Por unos días no pertenece a esa casta de poderosos, a los que pintan algo en la ciudad, sino a los barrios. Volvemos a intentar ver la cofradía antes de que se meta en la carrera oficial, o de que se recoja.

Por supuesto que es difícil teorizar sobre esa alegría íntima que te invade cuando se te llena el pelo de los pétalos de clavel que arrojan desde un balcón sobre la virgen, mientras la música no para. Más difícil todavía es explicar la emoción colectiva, contagiosa como la histeria, cuando después de tanta espera llega por fin el paso, con sus andares propios, entre una masa conmovida hasta las lágrimas. Pero no cabe duda de que no lloramos necesariamente por pertenecer a una iglesia, sino a un barrio. Aún así, la semana santa no es un hecho homogéneo e idéntico en toda España, es decir, que no se da de la misma manera en todo el país ni con las mismas características. Hay una enorme variedad, según se trate de la semana santa de un pueblo pequeño, mediano, grande, o de una ciudad capital. Igualmente, las diferencias regionales (Andalucía, Castilla,...) y provinciales presentan características variadas. Tampoco es un fenómeno de igual vitalidad ni a lo largo de la historia ni en la actualidad y en este sentido, se puede decir que hay lugares en que la semana santa está muerta, en otros está esclerotizada, en otros en descomposición, en otros en crecimiento (unas veces espontáneo y natural -en el sentido que existían unas raíces que no se habían secado-, otras postizo -por un fenómeno de mimetismo forzado en el sentido de querer imitar a pueblos o ciudades en que la semana santa es considerada como un valor cultural, por ejemplo el caso de Sevilla-). Por tanto, no se puede hablar de la semana santa en general, sin correr el riesgo de ser inexacto. Habría que hablar de casos particulares o muy parecidos, dudando de que exista una semana santa como contrapunto a otras semanas santas.


Si se han de buscar razones técnicas, aquí van unas cuantas: la revalorización de las tradiciones de cada pueblo, ciudad o grupo social; cuando entró la urbanización e industrialización, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, hubo una especie de desprecio por todo lo rural y tradicional, hubo una fuga del campo (la tradición) a la ciudad (modernidad) pero en la actualidad se empieza a notar un hastío de la ciudad (lo moderno) y una fuga hacia en campo, a la búsqueda de raíces, lo que se hace más patente en las grandes ciudades donde se acumulan muchos emigrantes desarraigados: las salidas de los fines de semana hacia las residencias secundarias, muchas de ellas construidas en los pueblos que habían sido abandonados en el éxodo rural, así como el retorno de los emigrantes a sus lugares de origen en tiempo de vacaciones, o con ocasión de fiestas, son una buena muestra de este éxodo urbano a la búsqueda de las raíces tradicionales, o sea que la revalorización de lo popular, es decir, de todo aquello que exprese o identifique al pueblo, es un hecho de la mentalidad y opinión pública, y mediados los años setenta, se observan aires nuevos, se empieza a mostrar interés, aprecio, fomento e incluso deseos de recuperación de todo lo religioso popular. Los partidos políticos también muestran un aprecio y apoyo por todo lo religioso popular, aunque las convicciones personales o partidistas no sean religiosas. El turismo es también otro factor importante en esta revitalización de la semana santa, aunque no el único. El país sabe que tiene una serie de valores culturales apreciados hoy y ausentes en otras regiones y naciones, valores admirados y codiciados por otros; de aquí que se dedique a comercializarlos. No sólo vive estos valores para sí misma, sino que se dedica a producirlos para venderlos y ganar así dinero y admiración. En esta misma perspectiva del prestigio social, habría que indicar el factor del mimetismo: la semana santa se está desarrollando o resucitando en muchos sitios por la influencia de la imitación de pueblos o ciudades valorados en el conjunto del país y en los que la semana santa funciona como elemento de refuerzo de ese valor (como la feria de Sevilla, su semana santa y la romería del Rocío).


En resumen, el ritual de la semana santa es un capital simbólico que es valorado por la masa y que les atrae y concentra; las personas o grupos que tienen o buscan el poder económico, o de prestigio o de clase, intentan meterse en la semana santa, a través de las cofradías, para hacerse con el monopolio de su gestión y orientar ese capital y esa influencia sobre la masa, para acrecentar ese poder y prestigio propio y utilizarlo al servicio de sus intereses. Se trata de un verdadero secuestro del ritual. Cuando las cofradías dejen de estar secuestradas por los poderosos (dinero y prestigio), para pasar a manos del pueblo, las virtualidades sociales del ritual serán un cauce de participación, creatividad y ejercicio de la vida social y no (como es de hecho, en la mayoría de los casos) un hacerles el juego a estos poderosos, que dan a cambio «pan y espectáculos» a personas, grupos y masas que, por otra parte, se sienten tocadas por el ritual atávico en fibras muy hondas de su ser. Se habla a veces que la semana santa es algo turístico; en efecto, el turismo, que está en manos de estos grupos de poder, sería una forma de manipulación del ritual, sin tener en cuenta al pueblo y su cultura. Só1o acabando con esta manipulación del ritual por los poderosos, devolviendo el ritual al pueblo, la semana santa dejará de ser un fenómeno de justificación y reforzamiento del estado de cosas, reproduciéndolas y conservándolas, y no será una experiencia conservadora, elitista y consumiste, sino participativa y popular, que hace vivir, revivir y transformar la sociedad, es decir, un fenómeno revolucionario, una fiesta liberadora, como está en el recuerdo.

 

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