domingo, 20 de agosto de 2023

El huevo de la serpiente.

 


En una de las películas más infravaloradas del gran director de cine sueco Ingmar Bergman, El huevo de la serpiente, originalmente Das Schlangenei/ Ormens ägg, de 1977, con David Carradine, Liv Ullman, Gert Frobe y Heinz Bennet en los principales papeles, se emplea una poderosa imagen para explicar cómo en 1923, hace ahora justamente cien años, (en la película, la noche del tres de noviembre, para ser exactos) ya se podía vislumbrar la toma del poder por los nazis en una Alemania que estaba en el caos a causa de la guerra perdida (la primera guerra mundial), las luchas políticas y la inflación, y donde Adolf Hitler está preparando el golpe de Estado: a través de la cáscara traslúcida de un huevo de serpiente se distingue durante la etapa de gestación a la serpiente plenamente formada en su interior. En la película, el protagonista, Abel Roseberg, se queda en Berlín a su pesar tras el suicidio de su hermano Max y asiste a la desolación, a la miseria económica y moral, a la contradicción entre las fiestas despreocupadas para unos pocos de los aún locos años veinte y la pobreza causada en la mayoría por la inflación y las consecuencias del desastre bélico. Pero todo eso no va con él; aunque es judío, no se siente involucrado, ni siquiera cuando es testigo de la brutal paliza que pega una cuadrilla nazi al dueño de un cabaret. Incluso, en una escena muy significativa, él mismo arroja un adoquín contra un comercio regentado por judíos, como acusando a las víctimas de lo que les sucede y podría alcanzarlo a él. Pero quizá lo más interesante no es lo que predice, sino aquello en lo que se equivoca: según él, Hitler, ese hombrecillo vulgar, no será la cabeza del cataclismo que asolará Alemania primero y después Europa y el mundo. Y también se equivoca el policía, inspector Bauer, que investiga la serie de crímenes provocados por el doctor Vergerus, un psicópata que se dedica a experimentar con seres humanos hasta causarles la muerte o la locura (y que muestra unas fotos a Abel de un grupo de gente caminando por la calle: los padres, y le dice, no tienen fuerzas ni energía; por humillados y maltratados que se sientan, no se rebelarán. Pero mira a los hijos, esos chicos que en diez o quince años serán la generación joven: ellos –no lo dice así, pero es lo que se infiere- vengarán a sus padres y se vengarán de la miseria soportada. Ellos son quienes tomarán el poder y arrasarán con todo. Es entonces cuando usa la metáfora del huevo de la serpiente: “Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente. A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado", profetiza Vergérus.. En la última conversación con Abel, ese inspector que intenta mantener un orden cada vez más amenazado, le informa de que el intento de golpe de estado de Hitler ha fracasado; la República, dice, es demasiado sólida. El reptil,sí, fracasa esta vez, pero la semilla ya estaba sembrada y resurgirá 10 años después. El final de la historia real es más que conocido.


Nosotros también tenemos ahora, quizá, nuestro particular huevo de la serpiente viéndola incubar sin reaccionar. Muchos de los males que anunciaban en Berlín el ascenso de un totalitarismo brutal se están revelando en nuestra sociedad, hemos visto marchas de neofascistas entonando el himno del partido fascista Falange; señoras empingorotadas en el Valle de los Caídos honrando la memoria del dictador, y haciendo el saludo fascista envueltas en la bandera preconstitucional. Pero esta especie de nostalgia de un estado violento no se limita a lo simbólico; hay decenas de agresiones cometidas por grupúsculos ultras de estética neonazi y también se han encontrado alijos de armas en manos de estos grupos. Aunque hay grandes diferencias entre la España actual y la Alemania de los años veinte y treinta del siglo XX, así como también entre la violencia asesina nazi y la, por ahora, mucho más moderada de nuestros extremistas de derecha, no dejan de preocupar los numerosos paralelismos existentes, no sólo en los objetivos, también en los métodos. Si en la Alemania nazi la radio fue usada para intoxicar, inventando noticias falsas –antes de que existiese el concepto de fake new- sobre los crímenes de los judíos, que luego justificarían su persecución y en última instancia el intento de exterminio, en España, una formación que se llama a sí misma partido político (?), bien asesorada, utiliza con la misma habilidad las redes sociales actuales para crear un estado de antagonismo particularmente hacia los inmigrantes, sobre los que inventan estadísticas de crímenes y violaciones, y para desacreditar a cualquier enemigo político y exacerbar el victimismo y el miedo de sus posibles votantes (el discurso de estas formaciones en Alemania, Suecia, Francia, etc, es calcado del español). No parece casual que otra formación pseudorreligiosa utilice la excusa del feminismo (¡vade retro!) para exhibir la efigie del genocida austríaco. Añadamos otros parecidos, como el discurso “hacia adentro” propio de todas las dictaduras, la creación de un enemigo común como aglutinante, el presunto recorte de los derechos existentes oculto tras un discurso moral; pensemos también en ese rasgo tan nazi como es el miedo a la contaminación cultural proveniente del otro, que ya no es el judío, sino el africano, el musulmán, el latinoamericano, que legitima a los miembros más exaltados para agredir a inmigrantes, también a gais, porque la masculinidad sin tacha es otro de los rasgos del discurso dictatorial. La limpieza racial, cultural y social –no olvidemos los ataques a mendigos- siempre han acompañado a todas las variantes de fascismo. Como lo han hecho el acoso a los periodistas (valoremos el nombre de periodistas para los que de verdad lo son) y las amenazas físicas e insultos a los, y sobre todo a las, que se atrevan a criticarlos. Es verdad que la violencia de los movimientos de extrema derecha actuales en España no es comparable a la de los fascismos que asolaron Europa hace décadas, pero la admiración por ellos está ahí, también por el militarismo que desplegaban; y ese discurso que mezcla miedo, odio (consecuencia frecuente del miedo) y la promesa de orden, estabilidad y fuerza suena demasiado conocido. Y también hemos visto, y se repite ahora, que lo que en un momento pareció extremo, poco a poco se va normalizando, asumiéndose como una respuesta dura, sí, pero necesaria; la intoxicación mediante noticias falsas ayuda a crear una sensación de emergencia y la percepción de que precisamente aquellos que más mienten, son los únicos que se atreven a decir la verdad y pueden sacarnos de la crisis, ellos, no los políticos tradicionales, que solo nos engañan. El desprecio a la política es otra de las constantes de los fascismos, lo que no impide que partidos supuestamente moderados se acerquen a los extremistas para utilizarlos, en un juego de aprendiz de brujo que siempre acaba mal. En lo que respecta a España, es un hecho más que documentado que el fascismo aquí no acabó con la muerte del dictador; entonces el poder siguió en manos de los fascistas que, en vez de reimplantar la república derrumbada a cañonazos, aceptaron la monarquía borbónica cumpliendo así el último decreto del golpista Franco. Aquello que llamaron Transición, cuyas pretendidas bondades ellos mismos han repetido como un mantra, en realidad fue una estafa democrática. Muchos años después, incluso el sacar la momia del dictador fascista del monumental templo construido ad hoc y donde se le adora sigue siendo una misión heroica.


Es cierto que no podemos comparar la miseria en la Alemania de entreguerras con nuestra situación actual, aunque sea de crisis económica permanente; la amenaza no es la misma, pero el deterioro de las condiciones de vida en la clase media –que tiende a dejarse seducir por los fascismos en tiempos de crisis profundas- es evidente, también la falta de perspectivas de muchos jóvenes, la sensación de desamparo por parte de una clase política complaciente con la corrupción, cuando no cómplice de ella. Y es posible que muchos no nos sintamos amenazados todavía y sigamos bailando en los salones mientras revientan los primeros escaparates, acosan a los primeros periodistas, atacan las primeras librerías. Y puede que no veamos en los actuales líderes nostálgicos del franquismo (abuelitos apacibles que en su día fueron entusiastas voluntarios en los pelotones de fusilamiento) a gente capaz de poner patas arriba el orden social. Pero, mirando hacia afuera, políticos mediocres han llevado a sus partidos ultras a posiciones de gobierno en varios países vecinos. Y recordemos al comisario y al científico de El huevo de la serpiente: uno sobrevaloraba la fortaleza de la República, el otro minusvaloraba la del líder nazi. El huevo está ahí: si miramos bien, vemos la serpiente moverse en su interior, posiblemente aún difuminada, poco clara, pero ya venenosa. En nuestras manos está que no rompa el cascarón, no sólo mediante medidas policiales y de información veraz, también atacando el origen del mal, muy vinculado, aunque parezca sólo algo político: la falta de confianza, la falta de ilusión, la falta de recursos, esto es, un sistema que acepta la precariedad como algo normal.

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