lunes, 25 de noviembre de 2013

Alguien tenía que decirlo: zonas vigiladas de máxima (in)seguridad



Con tantas cosas como se ven y se oyen, uno ya se cree curado de espantos, pero, la verdad, es que la capacidad de asombro no parece tener límites, y se demuestra a veces con cosas nimias. Para entender lo que quiero decir, permítanme que les cuente una de mis últimas experiencias en un aeropuerto. No importan excesivamente los detalles porque la situación forma parte del día a día en casi cualquier instalación similar.
Verán: el día D llega uno a la terminal acordada con muuuucho tiempo por delante hasta la hora prevista para el embarque del avión. Aún así la eficiente empleada que atiende con un celo encomiable el mostrador consigue que las colas se hagan kilométricas y las miradas de los futuros pasajeros al reloj, cada vez más angustiadas. 

Por fin se llega a la zona de control: el ordenador portátil, fuera de la funda, el teléfono móvil, las monedas, los bolígrafos, el cinturón, el rosario de mi madre, y todo lo que tenga aspecto metálico, por el escáner; los cortaúñas, líquidos, pomadas, jabones, champús y demás (en tamaño muestra no comercial, por supuesto), a la vista. En definitiva, uno pasa indefenso y casi desnudo el arco ante la mirada inquisidora de una legión de vigilantes; pero ¡ah! el dichoso pitido se dispara y  te hacen descalzar porque, al parecer, tus zapatos se han convertido de repente en un arma mortífera. “¿Y el reloj?” “No es metálico, no se preocupe; además, como ha podido ver, no ha sonado” “Es igual, quíteselo y lo pasa por una bandeja” Y uno, convertido en la sumisión personificada,  se quita dócilmente el mortífero reloj y obedece al vigilante. Aún así no es descartable que haya que someterse a un concienzudo cacheo en público si persiste el pitido del escáner o, simplemente, por muestreo estadístico.


Para colmo, el cargador de la batería del portátil, que está en la maleta, ha levantado vaya usted a saber qué alertas en el escáner y tienes que acompañar a un atento uniformado hasta una inhóspita sala aneja y mostrar que lo que ha provocado tamañas suspicacias es eso, un cargador de ordenador y no otra cosa.
Por fin, ya se ha atravesado la feroz trinchera; es hora de volver a vestirse, adecentarse, dejar de hacer publicidad con los potingues que te han hecho sacar a la vista, y descubres que en el proceso, en algún sitio has olvidado el periódico que llevabas para amenizar la espera. Y estás furioso, claro. En fin…

Curiosamente, y contra todo pronostico, porque se ha producido una demora sobre la hora prevista de embarque, aún te da tiempo a descansar antes de embarcar, repantigado y anímicamente derrengado, en un incómodo sofá corrido, y es entonces cuando oyes una voz contundente que dice por los altavoces: “Por su propio interés, rogamos mantengan sus pertenencias controladas en todo momento”, como siempre has oído. Pero esta vez se te ocurre pensar (ya fuera del escáner, por si acaso), y la furia se incrementa, porque, en definitiva, ¿para qué están el ejército de cuerpos de seguridad uniformados, seguridad privada, vigilantes de paisano y cámaras de video cada diez metros? ¿Para que no entres con un champú de más de 100 cm³ a la zona segura o para velar por la seguridad del recinto? 

¿Hay que pensar, entonces, que una vez conseguido entrar en zona de máxima seguridad bajo control lo que realmente se ha hecho es acceder a la “ciudad sin ley” en la que la responsabilidad de evitar problemas te a dejan sólo a tí?

Pues eso: en fin….

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