domingo, 4 de marzo de 2018

El duelo duele. Y mucho.


"Para morir basta un ruidillo,
el de otro corazón al callarse..."
(Vicente Aleixandre – "La destrucción o el amor")

¡Cuánta razón tenía nuestro hoy poco valorado Nobel Aleixandre! Sin darnos cuenta, todos vamos muriendo poco a poco mientras nos esforzamos en hacer ver que vivimos. Y en este proceso, cuyo final conocemos de antemano, no sólo juegan las condiciones físicas y su inevitable deterioro sino, y de forma más lacerante, sobre todo, la progresiva desaparición (por eso que llamamos ley de vida) de los puntos de referencia, particularmente los emocionales, indiferentes a las distancias físicas, de los que, ingenuamente, pensábamos que dispondríamos siempre, y cuya ausencia (repentina o no) se traduce, seamos o no conscientes de ello, en un peldaño que nos vemos obligados a bajar porque es un asidero de nuestra vida que desaparece.

Hace muchos años, una persona conocida, de esos que se identifican como amigo de un amigo, tuvo un gravísimo accidente de coche que le produjo semanas de hospitalización hasta conseguir recuperar una cierta normalidad para poder afrontar los esfuerzos que exige la vida cotidiana. Contaba después el accidentado que, cuando se despertó en la UCI del hospital, un día después del accidente, su primera impresión era que había asistido en esas horas a la proyección de una película en cámara rápida en la que se había repasado toda su vida, remarcando episodios que él consideraba poco importantes o incluso olvidados.
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Pero ese pase de película que citaba esa persona no es privativo de esas ocasiones o similares, y se extiende a casi cualquier situación traumática. Cuando a uno le comunican la noticia de que todo indica que una persona de esas que es referencia de vida ha iniciado el proceso de su marcha de con nosotros, después de los primeros sentimientos de confusión, de ira (¿por qué tiene que pasar ésto?) o de frustración (impotencia por no poder hacer NADA para evitarlo)… una de las emociones que termina por instalarse en cualquiera de nosotros es… la tristeza. Tristeza hacia nosotros mismos, no hacia la persona que inicia su marcha por la evidencia de que en adelante no nos acompañará; tristeza, por tanto, por la llegada de una cierta forma de soledad,del final de un algo compartido.

En ocasiones resulta muy duro tener que aceptar, cuando ésto sucede, que el deterioro físico puede impedir, no ya el acompañamiento en esos momentos delicados del traspaso, sino la simple repetición del abrazo fraterno que otrora, periódicamente, permitía una recarga de energía vital. Es, pues, en esas ocasiones, cuando cobra toda su importancia asistir, quizá dolorosamente, a esa película hecha de recuerdos, vivencias, experiencias difíciles, silencios compartidos,.. e insconcientemente diseñamos un guión para la película en el que cobran protagonismo de quien nos deja pequeños retazos de una vida que ahora calificamos como ejemplar, y pasan ante nuestros ojos las imágenes de una lejana niñez llena de privaciones pero feliz, una adolescencia y juventud marcadas por las renuncias, una vida, en definitiva, que se identifica con el sacrificio por terceros, nunca por beneficio propio, sólo atenuado este sacrificio por el amor volcado en sus hijos (personas maravillosas, por otra parte, a los que supo inculcar su filosofía de vida), y todo ello sin un mal gesto, ni incluso en los momentos más difíciles, transmitiendo a todos una serenidad envidiable. Son retazos, en suma, de los que realmente somos co-partícipes y de los que se guardan recuerdo vivo porque la obligada lejanía física nunca significó alejamiento sino, al contrario, acrecentamiento constante del cariño y respeto, y afortunado redescubrimiento en cada reencuentro: bastaba estar ahí

En estos casos, la tendencia natural es la de considerar que sólo es uno quien siente la intensidad de determinadas emociones y sentimientos, incluso que nadie es capaz de entenderlo, cuando la verdad es que estos sentimientos tienen bastante de universalidad si bien la forma de exteriorizarlos tiene mucho que ver con cómo es cada uno. Para muestra, un botón, en una canción archiconocida compuesta e interpretada por Alberto Cortez en la que, eso sí, hay que hacer abstracción de que el autor se refiere a que la pérdida está encarnada por la pareja amorosa y fijarnos solamente en los sentimientos universales que provoca la ausencia.


Pero ahora, de repente, esa persona no está ahí. Y ha saltado hecho trizas el nexo auténticamente valioso y sólido con un tiempo, unos lugares, unas gentes, unas vivencias,... que fueron parte de un aprendizaje de vida y que ahora, perdido el poder de evocación conjunta como instrumento de crecimiento personal, quedan, como mucho, como una sucesión de postales aisladas, como una pesada carga para uno solo, con sólo el valor de dato estadístico. ¿Qué hacer? Porque la vida sigue, con sus penas y alegrías... Es conocido el dicho popular de que "si has nacido, ya sabes que, antes o después, te toca morir", o sea que la muerte es una faceta natural de la propia vida consustancial con ella y como tal deberíamos tomarla, sin aspavientos y cuidando de priorizar, en el momento del traspaso, el valor que nos aportó la persona que nos deja por encima del dolor que nos causa su marcha. Nadie dice que sea fácil, es más, uno de los aspectos más difíciles de asumir no es, curiosamente, el de la propia muerte en un futuro desconocido, sino el hecho de que, en el tiempo que nos quede de vida, ya no volveremos a tener la compañía/referencia de la persona que marcha. Terreno abonado, en la desesperación, por cierto, para TODAS las religiones, que, vía resurrección, vida eterna, reencarnación, etc., prometen que la ausencia será puntual, y dentro de un tiempo indeterminado se recuperará la feliz y añorada convivencia en el Más Allá.

Dejando a un lado las respetables creencias y sus promesas de vida futura, lo cierto y punzante es que en el presente se ha originado un doloroso vacío que no sabemos bien cómo tratar: ¿focalizando las acciones en la persona que se ha ido? ¿actuar únicamente de cara a quien queda? ¿con una actuación diferente en el círculo común con el finado y en el círculo más amplio con terceros? La pregunta, en todo caso, es si nuestros actos han de ser, efectivamente, selectivos y, para ayudarnos a tomar la decisión correcta (si se puede denominar así en estas circunstancias), podemos acudir a la idea recurrente de imaginar que no se ha producido la pérdida y que esa persona sigue con nosotros observándonos, por lo que no es descabellado proponerse realizar el esfuerzo de actuar en todo momento y ante cualquiera, aunque sólo sea como muestra de respeto a su memoria, de tal forma que se sintiera contenta y orgulllosa de nosotros o, al menos, que no le diéramos a sabiendas motivos para censurarnos.
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En unos momentos en los que surgen como hongos los llamados libros de autoayuda, no podían faltar entre ellos cantidad de manuales (?) de cómo afrontar una pérdida o algo parecido, que igual se aplican a un divorcio, a la muerte de una mascota, a la pérdida de un empleo o, por extensión, a casi cualquier circunstancia presuntamente traumática. Sin restarles validez para quien los considere válidos, nos permitiremos reflexionar sobre el tema de la actuación ante la pérdida de un ser querido, no desde la teoría sino desde la óptica de un afectado, con los sentimientos a flor de piel, procurando aplicar la objetividad apuntada en el párrafo anterior, es decir, imaginando que aún nos acompaña, partiendo de la base necesaria de que para manejar esta intensa y a veces desbordante emoción, hay que reconocerla y comprenderla. Y pensar que nuestra actuación tiene fuerte influencia en el entorno: luchemos por que esta influencia sea siempre positiva.

Para entenderos, intentaremos refleionar sobre el periodo inmediatamente posterior a sufrir una pérdida, que se llama época de duelo (seguramente porque duele) emocional, que es un proceso de adaptación que nos permite restablecer el indispensable equilibrio personal que ha quedado alterado por la pérdida. Las consecuencias emocionales están directamente relacionadas con la persona que hemos perdido y también con el modo en el que se ha producido la pérdida, con el tiempo de relación, la intensidad y las circunstancias de esa relación, lo imprevisto de la pérdida… Pero siempre supone un gran dolor, tristeza, desestructuración y desorganización. A pesar del sufrimiento que causa, el duelo emocional es un proceso necesario y ayuda a adaptarse a la pérdida, prepara para vivir sin la presencia física de esa persona, y es fundamental, para conducir correctamente el vínculo afectivo con ella de forma que sea compatible con la realidad presente y posterior. Su duración es muy variable, pero dicen los psicólogos expertos en el tema que los dos primeros años suelen ser los más duros, aunque cada persona tiene su propio ritmo y necesita un tiempo distinto para la adaptación a su nueva situación. Sobre todo no hay que desalentarse y anclarse en el pasado, confiando siempre en que se saldrá adelante.
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No hay que olvidar que, a decir de los expertos, al trago psicológico con su marasmo de sensaciones y emociones, hay que añadir determinados síntomas físicos que conviene conocer para contrarrestar, tales como sensación de estómago vacío, falta de energía, agotamiento, llanto, alteraciones del sueño (tanto insomnio como sueño excesivo), inapetencia, pérdida de peso, opresión en el pecho o palpitaciones y, al parecer, un largo etcétera según cada persona.

Si hemos de hacer caso a la duración de esos dos años de la fase más crítica del duelo estimada por los psicólogos, lo que sería una locura insoportable es pensar que la intensidad de las emociones fuera la misma, lineal, en todo el proceso, por lo que cabe pensar que en él se van sucediendo, llamémosle, etapas, posiblemente solapadas, que conducen al final el estadio de serenidad deseado, seguramente cuando la evocación de los recuerdos de la persona que se ha marchado ya no es un obstáculo emocional sino un apoyo íntimo. En este sentido, vamos a intentar agrupar esa evolución según los sentimientos que van aflorando: en la primera etapa, que suele ser breve (días o incluso horas) domina el desconcierto, el aturdimiento, y funciona como un mecanismo de defensa. Implica un shock de irrealidad y, posiblemente, aparece la sensación de no sentir, de no pensar junto al estrés físico, y las expresiones más frecuentes son del tipo “Esto no puede ser”, “Esto no puede estar pasando”, “Seguro que es un error”. Se niega lo ocurrido como una forma de darnos más tiempo para ir procesando la pérdida aún cuando se haya sido testigo directo del fatídico lance, esperado y temido o, contrariamente, soportando u dolor casi físico si no ha habido oportunidad de acompañamiento y calor en la despedida. Debemos tener en cuenta (válido para todo el proceso, nuestro entender) que si nos "cerramos" emocionalmente en esta etapa y no progresamos mentalmente, nos va a costar mucho aceptar y entender nuestras emociones, así como expresarlas.

Cuando ya somos conscientes del vacío que ha dejado la pérdida nos invade una tristeza profunda y anhelo-búsqueda porque el futuro que nos imaginábamos/imaginamos ya no es posible, buscamos el confort que solíamos tener con la persona que nos ha dejado, e intentamos llenar ese vacío de su ausencia. Aquí seguimos identificándonos con ella, buscando recordatorios constantes y formas de estar más cerca de ella y de su recuerdo. Una vez que nos hemos enfrentado seriamente a la realidad aparecen emociones intensas, como pena, dolor, miedo, ira, culpa y resentimiento. Es natural sentirse frustrado e irascible, con una ira que puede dirigirse hacia uno mismo, hacia los demás (mucho cuidado con involucrar a terceros del entorno o de fuera de él), incluso hacia el ser querido por habernos abandonado. Racionalmente sabemos que no podemos culparla pero emocionalmente estamos enfadados.. al mismo tiempo que nos sentimos culpables por estar enfadados. Es cuando nacen los condicionales: “¿Qué habría pasado si…?” “Debería haberlo hecho mejor cuando…”, “No le cuidé lo suficiente”. Como apuntamos en el paso anterior, también aquí, si nos estancamos, vamos a pasar la vida intentado llenar ese vacío de la pérdida y teniendo en nuestra mente de forma constante a ese ser querido.

El paso siguiente es cuando se toma conciencia de la pérdida (a nuestro juicio es diferente la consciencia del vacío que produce la pérdida de la de la propia pérdida) y aceptamos que todo ha cambiado y no volverá a ser como era o como nosotros imaginábamos, de lo que la pérdida implica en nuestra vida y eso conduce a la desorganización/desesperación con la aparición de síntomas depresivos como la apatía y desinterés, tristeza sostenida, sensación de soledad, fragilidad física y falta de objetivos. Se siente como si la vida nunca va a mejorar o no va a volver a tener sentido sin la presencia del fallecido, con el riesgo de alejar a los demás de nosotros si no controlamos estas actitudes; si no superamos esta etapa continuaremos consumidos en la tristeza, la depresión, y nuestra actitud ante la vida va a ser negativa y sin esperanza.
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Sin abandonar, sin embargo, el dolor y sin caer en el olvido consciente del ser querido, sino manteniendo (y controlando) siempre un recuerdo emocionado, llega el momento en que la fe en la vida comienza a recuperarse, se acepta plenamente la realidad de la pérdida, pero reaparece la esperanza y la adaptación a la nueva realidad, nuevos objetivos, nuevas relaciones. Poco a poco te empiezas a reconstruir y te das cuenta de que la vida puede (y debe, como a ella le gustaría) ser positiva después de la pérdida. Se reestablece la confianza lentamente; en esta etapa, el duelo no se ha ido del todo, pero la pérdida retrocede a una parte más reservada de la mente, donde continua influyéndonos pero no está en la primera línea.

Por supuesto, no somos expertos y no pretendemos convertir estas reflexiones en etapas lineales ni universales a observar. Cada persona lleva su propio proceso de duelo, que puede ser diferente al de los demás y es posible que no pasemos por todas las etapas descritas, que retrocedamos en alguna porque puede admitirse que parecen  fases comunes, pero en ningún caso son “obligadas”. De hecho, el duelo real se parece más a una montaña rusa de emociones que a una lista de etapas ordenadas.

El gran poeta granadino Antonio Carvajal, Premio de la Crítica de la Junta de Andalucía y Premio Nacional de Poesía en 2012, escribió un hermoso soneto, nada triste ni sombrío, inédito, a la muerte de la madre de un amigo común, el mismo que me lo dio a conocer emocionado. Estoy seguro de que nadie pondrá ningún inconveniente en que lo reproduzca aquí en esta ocasión. Dice así:

Del fondo gris del horizonte brota
penúltimo un carmín algo subido
como de un pensamiento malherido
surge una pena viva, mas remota.


No falta nada: el barco, la gaviota,
el paseo recién encandecido,
el rumor de las olas, el crecido
candor de ese lucero – leve nota


en el acorde pleno de la tarde -.
No falta nada. En la memoria arde
el amor bien cumplido y su certeza.


Y el agua, siempre nueva aunque mirada
siempre, le dice al alma enamorada
que mire y busque siempre su belleza.



Lacrimosa dies illa
Qua resurget ex favilla
Judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus:
Pie Jesu Domine,
Dona eis requiem. Amen.

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