domingo, 19 de septiembre de 2021

Añoralgias (con permiso de Les Luthiers)


En el año 1982, el añorado (hablando de añoranzas… ) grupo argentino Les Luthiers ofreció en 
el Teatro Comedia de Córdoba (Argentina)  su espectáculo “Luthierías” y, dentro de él, una 
zamba a través de la que el autor describe, siguiendo el estilo punzante y con sorpresa final 
de Les Luthiers, con añoranza y cierta nostalgia, las características de su tierra natal. Tras 
recordar todo lo que dejó atrás, le queda bastante claro qué haría si pudiera volver a su pueblo. 
En la presentación por tratarse de una pieza nueva, el irrepetible narrador Marcos Mundstock 
explica que “en el ejercicio de la duda, al bautizar esta canción, como estuvimos vacilando 
entre dos posibles títulos: "Añoranzas" y "Nostalgias", se interpretará con el título de 
"Añoralgias". Esta zamba es el reiterado lamento del que ha debido abandonar su terruño y lo 
evoca con la emoción de la distancia”.  Ni que decir tiene que la obra fue recibida 
entusiásticamente por el público e incorporada a lo que se podría definir como repertorio 
clásico del grupo. Solemos, cuando llegamos a una cierta edad o, quizá sea más apropiado 
decir, simplemente, a una edad, recordar los lugares o sucesos de la infancia y adolescencia 
que tintaron de felicidad nuestra vida. Lugares, a veces, y tal vez incluso sin nosotros saberlo, 
que preñaron nuestro futuro de una idea vertebradora o axial, en torno a la cual nuestro 
desarrollo intelectual pudo crecer como quien tiene un tutor que le guíe. Menos corriente y 
explicable es, sin embargo, traer un texto escrito por entonces a primera línea de fuego de la 
vida en un momento en el que, estar a la vanguardia, implica la necesidad de mirar hacia 
adelante, y no en esa otra dirección. Todos tenemos un paisaje que nos devuelve a la infancia. 
El mío es el Cerrillo de la Cruz. El cerro, que se alza a la salida del pueblo en dirección a El 
Centenillo para recordarnos el pasado de estas tierras preñadas de mineral, fue hace tiempo 
escenario de divertidos (y, con ojos de hoy, peligrosos) juegos bajo un sol abrasador, 
excursiones de tardes sin escuela y sabrosas meriendas cogidas a hurtadillas en días 
especiales. Además, tenía algo de mágico pues tras él se escondía el sol en el atardecer 
ofreciendo los días claros (que eran mayoría) toda una gama de colores sangrantes hasta 
obscurecer el día, en una suerte de retablo en el que las campanas no suenan, sino que 
cantan con un tañido familiar, o donde los cercanos quininos (formalmente, eucaliptos, hoy 
inexistentes) del desaparecido “legío” (ejido) murmuran arrullados por el viento. 
 

Años después, volví a subir por la colina (ahora, casi un paseo), y duele contemplar desde ella 
tanta desidia que choca claramente con el triunfalismo oficial; la suciedad campa a sus 
anchas porque a algunos usuarios no se les ocurre nada mejor que tirar sus desechos en 
plena naturaleza, un feo panorama al que, por desgracia,algunos nos tienen acostumbrados 
(¿se les puede llamar guarros o sólo inconscientes estúpidos?), pero la culpa es siempre de 
las autoridades que, bien mirado, tampoco se libran, porque solo hay que darse una vuelta 
para comprobar cómo otros iconos de la localidad siguen también a la espera de tiempos 
mejores: desde los edificios históricos convertidos poco menos que en palomares a los cotos 
mineros, abandonados para que (en último extremo) ‘cazatesoros’ y chatarreros ilegales 
hagan su particular negocio... De pena.

 

Pero, ¿por qué recurrir una y otra vez a los paisajes de la infancia? Explicaba el filósofo y 
jurista de la Roma antigua Marco Tulio Cicerón la importancia retórica de asociar un lugar a 
una idea para dotarla de más fuerza; el historiador francés Pierre Nora recuperó en cierto 
modo a finales de los años sesenta del siglo pasado este planteamiento en la expresión lieux 
de mémoire – lugares de memoria – para sostener que todos los lugares tienen, además de 
su entorno natural y patrimonial, una cultura y una historia, es decir, una memoria, aunque 
diferente para cada persona, de ahí que, para un mismo recuerdo convivan diversas 
sensibilidades: la meramente nostálgica, la de rechazo, la indiferente, la conformista, la 
apolítica (en su caso)… resultando imposible que la memoria sea única. La nostalgia es la 
añoranza del pasado, particularmente por una época o por un lugar donde pensamos que 
tuvimos buenas experiencias o que nos genera buenos recuerdos. Puede ser un momento 
específico o la “buena época” de la niñez o la  juventud, por ejemplo. Una canción despierta el 
recuerdo de un amor del pasado; el olor de un bizcocho transporta a la infancia porque 
recuerda a los que preparaba la abuela; un grupo de jóvenes sonrientes con mochilas a punto 
de subirse a un tren evoca la despreocupación y la alegría de la juventud… La nostalgia es 
una felicidad triste. Se recuerda el gozo del pasado, pero duele saber que todas esas 
experiencias ya no pueden volver. Por eso es el dolor de la memoria. Lo perdido parece 
inolvidable, único e irrepetible. Se tiene nostalgia por algo que crees que te hizo feliz, que 
crees que te hacía estar completo, que parece perfecto. En siglos pasados se creyó que la 
nostalgia era una enfermedad, pero hoy sabemos que sólo es un estado de ánimo. A través 
de la nostalgia se encuentran a menudo, vías de escape para un presente a menudo complejo 
y habitado por los problemas.

 

Para saber más, la palabra nostalgia proviene del griego nostos (hogar) y algos (dolor) y fue 
creada como vocablo a finales del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para 
describir el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país, que 
sentían una “tristeza originada por el deseo de volver a su casa”. Hay muchos motivos para la 
nostalgia: la que siente el emigrante por su tierra de origen, que ya no reconoce; la que se 
anhela por una infancia que se recuerda maravillosa y libre de problemas; la del vigor y el 
optimismo de la juventud, cuando todo estaba por hacer; la nostalgia del primer novio o la 
primera novia, con quien se descubrió el amor; la de una forma de vivir que ya no volverá; la 
nostalgia por los viejos amigos… Aunque la nostalgia también puede ser colectiva, como la 
que se siente por el pasado esplendoroso de un país (magnífica herramienta política, todo 
sea dicho) o por los lejanos éxitos de un equipo de fútbol. Pero estamos ante un sentimiento 
tramposo, porque no hay más paraísos que los que se inventa nuestra memoria. Dicen los 
expertos que, con la nostalgia, “se recuerda un pasado que siempre aparece mejor de lo que 
fue. Al volver la vista atrás, se olvidan los motivos que llevaron a la ruptura con aquella pareja 
que tanto se echa ahora de menos, no se recuerda que en la infancia no todo es jugar en el 
recreo y se omite que los buenos tiempos también tuvieron sus espinas. La nostalgia se 
compone de brochazos muy simples que nos impiden ver el pasado con exactitud”.

 

Y no es lo mismo dejarse llevar de vez en cuando por la nostalgia que vivir esclavizado por ella. 
El problema es anclarse en el pasado; nadie está libre de sentir nostalgia en alguna ocasión, 
pero es muy diferente recordar con añoranza la juventud una tarde de domingo que ser infeliz 
en la vejez porque se recuerda la juventud como el paraíso que no volverá, es muy diferente 
echar de menos el pasado de vez en cuando que vivir instalado en él, de forma que está 
demostrado que las personas con tendencia a la nostalgia suelen tener problemas para 
adaptarse a su presente. Esta especie de melancolía que impide vivir el presente y encarar el 
futuro es excesiva porque no nos gusta ni el hoy ni el mañana. La nostalgia, así, es muy 
atractiva porque el pasado tiene una pureza y una candidez que ni el presente ni el futuro 
poseen; el pasado no crea ansiedad y el presente y el futuro sí. Siempre es por comparación 
con el hoy: se siente mucha añoranza de un amor en el pasado cuando en el presente se 
carece de él, se siente mucha nostalgia de una época libre de preocupaciones cuando las 
actuales aprietan demasiado., y así todo. La nostalgia excesiva casi siempre aparece cuando 
el presente es desagradable y el futuro es, cuando menos, amenazante, la nostalgia por la 
niñez/juventud y su entorno de personas/lugares quizá sea una de las más frecuentes e 
intensas, porque, además, tiene que ver con muchas cosas que se hacen por primera vez: el 
primer beso, el primer viaje, casarse… y es que las primeras grandes vivencias dejan una 
huella emocional muy profunda.

 

Pero, entonces,realmente, ¿qué echamos de menos de nuestro pasado? Como ha escrito al 
respecto el neurólogo, psiquiatra y profesor del Centro Médico de la Universidad Rush de 
Chicago (Estados Unidos) Alan Hirsch, “la nostalgia, más que relacionada con un recuerdo 
específico, lo está con un estado emocional. No se añora una tarde de la infancia en concreto 
o incluso la infancia en sí, sino la inocencia y la alegría con la que se vivía de niño. Se añoran 
las emociones positivas, aunque idealizadas, asociadas a la niñez”. En este sentido, también 
se ha estudiado la influencia del recuerdo de sabores y olores y por qué en concreto los olores 
tienen el poder de despertarnos recuerdos nostálgicos, y es porque la información olfativa va 
a parar directamente al sistema límbico, el área del cerebro en la que residen las emociones y 
por eso, un olor nos conecta inmediatamente con una emoción del pasado. De lo que no hay 
duda es de que cuanta más energía dedicamos al pasado, menos nos queda para el presente 
y el futuro. Pero ¿la nostalgia puede aportarnos algo positivo? ¿O se trata simplemente de un 
inútil paseo por el ayer? Si hipoteca el presente o el futuro es negativa, aunque si permite 
encontrar un refugio momentáneo a las inclemencias del presente, puede ser útil, un oasis en 
el que reponer fuerzas para regresar a los problemas del presente con algo más de vigor. Los 
recuerdos de un pasado idealizado permiten sentir que nuestra identidad es bella y valiosa, 
que el pasado valió la pena. Y esto es una necesidad psicológica fundamental; decía Aliosha, 
un personaje de la novela Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski, que lo mejor que 
podemos proporcionarle a un niño son recuerdos sagrados de su infancia, pero lo 
auténticamente importante es dosificar la añoranza de algo, que no sea excesiva, porque nos 
haría sufrir demasiado.

 

No olvidemos, por salud mental, que concentrarse demasiado en recuperar lo que un día se 
tuvo (y que se sabe que no volverá, es imposible que vuelva) se puede caer en una maligna e 
inalcnzable utopía y se deja de vivir el presente. La nostalgia mal entendida puede 
encadenarnos al pasado y hacer que nos olvidemos y desconectemos de nuestro día a día. 
De hecho, no es raro (pero sí triste, en el fondo) encontrar personas que consideran que lo 
mejor de su vida ya pasó (¿condicionando así su presente y su futuro?) y hacen lo posible 
inútilmente por recuperarlo. Puede ser la niñez o la juventud, una relación de pareja, alguna 
posesión material, etc; sin importar el objeto de su añoranza, todos coinciden en la infelicidad 
actual que ese recuerdo les trae. La clave es aprender a vivir el presente usando la nostalgia 
para avanzar hacia el futuro.

 

 

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