lunes, 30 de enero de 2023

"Yo vengo de un silencio". (y II)


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¿Hay que repetir que fue una contienda incivil y que la obligación de silencio no era sólo las órdenes de las autoridades? Mientras se concedía a los vencedores vivos o muertos, derechos exclusivos sobre los sentimientos patrióticos, la autojustificación, la sensación de comunidad y sentido del sacrificio, amén del reconocimiento público, de la preferencia en el empleo, de la pensión como caballeros mutilados o ex-cautivos, la lápida de los “caídos” en las iglesias, etc., el “luto republicano” tenía que ser reducido al ámbito de lo muy privado, porque expresarlo públicamente era considerado como un crimen que sólo podía ser redimido por la aceptación del pecado y del castigo. Los republicanos que no estaban en el exilio, en la cárcel o en una fosa común, tenían que “olvidar” su pasado inmediato, aislarse, renunciar a todo sentimiento de pertenencia social y callar siempre. Callar incluso dentro de su propio hogar, porque los hijos iban al colegio o al Auxilio Social y podían contarlo todo. En familia no se podía hablar de la guerra civil. Los que no estaban casados debían hacerlo, bautizar a los hijos, verles cantar el “Cara al Sol” y hasta vestirse de falangistas. Iban incluso a misa y asistían a celebraciones religiosas y patrióticas para no despertar la sospecha de la muchedumbre de delatores, estimulados por el propio régimen, con el que querían congraciarse. No se podían fiar de nadie, pues hasta en los bares y cafés había infiltrados de la policía, que podían denunciarlos incluso por no colaborar en las numerosas cuestaciones que se hacían, o por no saber disimular su alegría por las victorias de los aliados (!) . Cualquiera podía ser detenido por la vía gubernativa y pasarse meses en la cárcel sin cargo alguno. Había que tener mucho cuidado con lo que se hablaba, con lo que se escribía en las cartas familiares, con lo que se decía por teléfono, porque todo estaba absolutamente controlado. El franquismo, al igual que otras dictaduras, buscó la colaboración ciudadana para extender la represión a todos los rincones. La delación y la denuncia fueron instrumentos fomentados en la posguerra, siendo elevadas a la condición de deber patriótico o cívico. La delación, por lo demás, servía para atemorizar a los indiferentes, a los que no se dedicaban a denunciar a un compañero de trabajo, un vecino, conocido, etc.. En la Nueva España no se podía ser neutral; se estaba con Franco o contra él, no valían las conductas personales que intentaran sustraerse al clima general. Los avales fueron un medio que refleja la peculiar relación entre un poder casi omnímodo y la sociedad que regía; muchos ciudadanos (y, particularmente, ciudadanas) intentaron conseguir avales de personas de probada adhesión al nuevo régimen para conservar su puesto de trabajo, ver rebajada una pena de prisión, evitar ser ejecutados o no ser sancionados o depurados. La colaboración de la ciudadanía en las tareas represivas tenía otras motivaciones que definen claramente a una sociedad sobre la que se estaba ejerciendo una intensísima violencia física e ideológica; unos delataban porque, de ese modo, se podían beneficiar en las depuraciones y despidos para ocupar las vacantes generadas, otros porque daban cauce a sus ansias de venganza y revancha ante lo que habían podido sufrir en la guerra y, por fin, estarían los que buscaban hacer méritos para promocionarse o hacer olvidar sus antecedentes políticos. El aluvión de denuncias terminó por hacer intervenir a las autoridades que habían fomentado este fenómeno y, en una etapa posterior, en más de un lugar hubo que dar órdenes advirtiendo que las denuncias falsas serían duramente castigadas. Otra de las características de la represión tiene que ver con que no sólo se buscaba el castigo de los considerados culpables por las nuevas autoridades, sino la de inmovilizar a los posibles simpatizantes de los vencidos, con lo que se ejerció una estricta censura sobre la existencia de núcleos de resistencia, llegando a presentar, por ejemplo, a los maquis y guerrilleros como delincuentes y no como luchadores antifranquistas, idea que, por cierto, perdura hasta hoy, como otro ejemplo de la eficacia de la propaganda política franquista en el tiempo. Un aspecto muy peculiar de la represión tuvo que ver con la Iglesia Católica, ya que el nacional-catolicismo impregnó el aparato teórico de la persecución de forma que los crímenes de todo tipo cometidos en el bando republicano en la guerra debían ser purgados y la Iglesia y el franquismo consideraban crímenes no sólo la violencia física contra las personas o las cosas, sino la defensa de ideas laicas, democráticas, republicanas, socialistas, anarquistas, sindicales o nacionalistas no españolistas así como haber participado en política a favor de los valores que representó la República o en la lucha sindical. Estos hechos debían ser castigados por atentar contra los valores de la supuesta verdadera España y de la religión católica; por otro lado, la Iglesia fomentó una mentalidad de resignación ante la represión: había que aceptar lo que ocurría porque algo habría hecho un detenido para merecer lo que le estaba pasando. Al terminar la contienda, la represión se convirtió en una verdadera continuación de la guerra y no es fácil encontrar paralelismos, por su intensidad cuantitativa y cualitativa, con otras represiones ejercidas contra ciudadanos del mismo país, si exceptuamos el Gulag soviético y la represión ejercida contra los judíos alemanes por parte de Hitler.


La represión franquista durante la guerra civil y la posguerra española fue mucho mayor de lo que los militares rebeldes podrían “justificar” en tanto que necesaria para la consecución de la victoria. Así, en las provincias en las que el Movimiento triunfó desde el primer momento y sin apenas resistencia (Burgos, Valladolid, Navarra, La Coruña, Pontevedra, Cádiz, Huelva, Sevilla, etc.,), la violencia que se ejerció sobre las autoridades republicanas, sobre los militantes de izquierdas, sindicalistas, masones, simpatizantes del Frente Popular o sospechosos de serlo, fue implacablemente sistematizada: detenciones masivas, torturas, vejaciones, trabajo forzoso, encarcelamientos en campos de concentración o en las numerosas cárceles habilitadas, “paseos“, sacas, ejecuciones por condena de los consejos de guerra sumarísimos por delitos de rebelión (“el derecho al revés”), depuraciones profesionales, incautaciones de bienes, etc. Era lo que figuraba en las instrucciones reservadas del General Mola, organizador de la conspiración para el golpe de estado: “La acción ha de ser en extremo violenta […] Hay que extender el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos a todo el que no piense como nosotros”. El silencio, pues, se lo auto-impusieron muchas familias porque todas tenían algún pariente que había “desaparecido”, que había sido ejecutado, que estaba en la cárcel o en el exilio, que había combatido por la República,… y no era conveniente hablar de ello, podía fracturar la “armonía familiar” y no era acorde con los nuevos tiempos. Tampoco nadie se sentía obligado a comprender a los “equivocados”, porque un manto de pudor, de pensamiento ortodoxo, de temor de Dios y de rancia religiosidad encubría todo.


Y, sin embargo, la guerra permaneció durante muchísimo tiempo en el imaginario colectivo de la gente, como una oscura nebulosa nada fácil de descifrar. Naturalmente, a ello contribuía decisivamente la estricta censura, que no toleraba la menor disidencia de la verdad oficial. Como decía Juan Benet1, en su novela Volverás a Región, iniciada a comienzos de los años 50 y no publicada hasta 1.967, la gente de un remoto país (¿España?) había “optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estragos y abandono”. Como en la novela, los niños que crecieron en la dura posguerra, especialmente los de familias republicanas, no se sometían a la estrategia del olvido de los adultos que combatieron en la guerra, porque en su memoria reciente quedaron grabadas experiencias que, por su aparente y desagradable absurdidad, no podían ni querían olvidar. “Mi madre nos decía: no digáis nunca que han matado a tu padre. Pasaron años y nadie iba a nuestra casa porque estábamos fichados […]. Mi hermanito de tres años no podía salir a la calle porque los niños le decían: te vamos a matar como a tu padre”.¿Cómo se puede olvidar eso? Era el comienzo de una ruptura generacional en una familia ya fracturada: los niños querían saber, pero nadie satisfacía su curiosidad, porque de la guerra no se podía hablar y la verdad oficial no convencía a casi nadie. La resignación se mezclaba con una ligera crítica social compartida con muchos otros trabajadores, reforzando la disociación con el pasado y con la cultura del “pueblo” cuando se marchaba a la “ciudad”: “Desde luego, aquí estamos llenos de miseria, pero nada se puede comparar con lo que hemos pasado en el pueblo, enfermedades, hambre, frío y cada año un hijo”. Por lo menos, ahora los inmigrantes podían trabajar, aunque con salarios bajos y viviendo en chabolas, y los hijos tenían mejor porvenir. Durante los años 50 y 60, los inmigrantes rurales dejaban atrás el pasado y miraban hacia el futuro y la memoria se fue perdiendo casi del todo, aunque persistiesen los malos recuerdos. Lentamente, se fue generalizando un estilo de vida asociado a una incipiente sociedad de consumo y a una cultura de masas: crecía la apatía política y la tendencia a la evasión (el fútbol, el cine, la canción folklórica, etc.), aumentaba la amnesia colectiva con respecto a lo pasado, y se fue asumiendo el acuerdo tácito de que la guerra (in)civil había sido una trágica locura, de la que todos los españoles habían sido culpables, porque los españoles eran casi congénitamente ingobernables, demasiado apasionados y poco preparados para la democracia. Pero seguía siendo difícil olvidar que el régimen político, tal como seguía funcionando, había nacido con los “castigos” de la guerra y de la posguerra y a costa de las libertades públicas. Una cierta sensación de pecado original, de frustración y de culpa persistió de algún modo mientras se mantuvo el poder franquista. Pero la aceptación de una corresponsabilidad abstracta de todos por lo que había sucedido, suponía justificar la “purificación” y la “purga” efectuada por la dictadura2. Esta justificación quedó anticuada en el discurso oficial del régimen, y al cabo de tanto tiempo coincide con la posición actual de los grupos más conservadores, tan neofranquistas en muchos aspectos.


Ya que se ha mencionado una obra de Juan Benet, parece oportuno acabar estas reflexiones con otra obra, esta vez de una mujer, Dulce Chacón3 que, en La voz dormida, novela histórica que, a través de la combinación de ficción y verdad, narra las consecuencias de la represión política y social en la España de la posguerra. La mayoría de los acontecimientos y personajes se basan en hechos reales y, ya que interesa el concepto del silencio colectivo durante la dictadura, el objetivo de la novela es revelar las historias de guerra de las que antes no se había podido hablar libremente. El nombre de la obra hace alusión a esas personas que sufrieron en la guerra y la posguerra, pero no fueron escuchadas en su tiempo. La dedicatoria reza: “A los que se vieron obligados a guardar silencio”. Por el ambiente de desconfianza que rige en el país nadie sabe de quien deben fiarse y por lo tanto es más seguro mantenerse callado. “Cuánto embuste en nombre de la Causa, cuánta denuncia, hasta falsa. Cuánto desbarajuste,”, critica el narrador. Y este ambiente dominará durante todo el franquismo. El narrador contrasta el silencio abiertamente con el temor: “Volverá el silencio, la parálisis, el miedo”. Los traumas de la guerra son también una razón por la cual guardan silencio las víctimas porque contar la historia es recordar la muerte de los suyos. “Es verlos morir otra vez. La voz dormida al lado de la boca. La voz que no quiso contar que todos habían muerto”. Durante la dictadura solo se llegó a conocer una versión de la guerra. Las actitudes indiferentes actuales hacia la guerra civil solo demuestran que el pacto de silencio durante la llamada transición “modélica” fue eficaz; mientras que no se quiera hablar del tema solo se muestra que aún no se ha llegado a una auténtica reconciliación. “La reconciliación real todavía no ha llegado, porque aún no se ha producido esa conversación,” opina la autora Dulce Chacón en una entrevista. La voz dormida es un medio de tener en consideración los que no han sido escuchados: “Ya conocemos la historia de los vencedores. Ahora toca los vencidos”.

 



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1Juan Benet Goitia, escritor, considerado por algunos como el más influyente de la segunda mitad del siglo XX en España. Ejerció su profesión de ingeniero de caminos y en literatura practicó diversos géneros: drama, ensayo, cuento y novela, destacando sobre todo en esta última. A finales de 1967 publica Volverás a Región, en la que crea un territorio mítico, Región, en el que se desarrollarán buena parte de sus narraciones. La novela se ha convertido en una novela de culto, una auténtica «revelación» e incluso una «especie de esperanza» para Javier Marías y para muchos otros escritores de su generación. Algunos de estos autores consideran que se trata de un texto «fundacional».

2Hay que decir que el silencio era válido en los dos sentidos, si bien en el sentido “oficial”, el silencio se traducía por impunidad al amparo de la Ley de Amnistía de 1977; entre muchos, ahí está el caso de Pedro Urraca Rendueles, hombre del régimen de Franco ante la Gestapo, en la Francia ocupada. Liberada Francia de los nazis, Urraca desaparece. El año 1947, la justicia francesa lo juzgó y condenó a muerte in absentia por la autoría de crímenes contra la humanidad. Pero Urraca vivió el resto de años de su vida, tranquilamente, en libertad, en la España de Franco, amparado por su entonces brillante expediente de servicios a la patria. A la “patria española” de Franco, naturalmente. Y también porque era la pieza que podía desenmascarar la participación de personajes muy relevantes del régimen franquista en sus "negocios" franceses. Trabajó en la Dirección General de Seguridad con un cargo relevante hasta el año 1982 (más allá de la jubilación y de la “envidiable” Transición). Durante décadas, España rechazó sistemáticamente las peticiones de extradición de la justicia francesa y Urraca murió en 1989 sin rendir cuentas a nadie, mientras en Madrid gobernaba el PSOE con Felipe González.

3Dulce Chacón Gutiérrez, escritora y poetisa de la que el tema central de su obra es la represión franquista, y de manera especial la situación de las mujeres. Comprometida socialmente, entre otras perteneció a la Asociación de Mujeres contra la Violencia de Género, y a la Asociación de Mujeres Contra la Guerra, y a la Plataforma de Cultura contra la Guerra, ambas con relación a la Invasión de Irak en 2003.

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