miércoles, 8 de febrero de 2023

Conciertos en la pantalla.



Hace algún tiempo, en un viaje en el AVE, para distraernos los viajeros, nos pasaron la película «Le Concert», distribuida aquí como El concierto o El gran concierto, que no “destriparemos” aquí, que nadie se alarme, con una trama insólita, absurda y de ninguna forma creíble se mire como se mire, pero que te embauca, y lo hace con el concierto para violín de Tchaikovsky OP. 35, que se convierte en protagonista, la “bestia negra” de los solistas, imposible de completar a la perfección incluso para los grandes talentos. Radu Mihaileanu, el director de la película, siempre ha sido muy bueno pero, sobre todo, ha sabido captar la belleza en una sola escena (la última de esta película, por ejemplo), tan sublime que completa y eleva de nivel una película de por sí muy estimable aunque un tanto ingenua. En tiempos de crisis se agradece un cine alegre y amistoso de buenas intenciones, como el que se pone en marcha en El concierto. Este tipo de películas caen bien y suelen gustar porque, pese a las dificultades y conflictos con los que el guion trata de engañarnos todo sale según lo esperado y acabaremos de verlas con una amplia sonrisa. Pese a este diseño blando de clarísimo pronóstico, la cinta puede vanagloriarse de su disposición eficaz y de su saber hacer, transcritos en una bella factura visual y, sobre todo, sonora. Y, a pesar de que ‘El concierto’ sigue sin desviación esta fórmula tan manida, conserva la capacidad para emocionar, ya que el conjunto que compone es superior a lo que suponen sus elementos por separado. No hay nada en ‘El concierto’ que no pueda imaginarse de antemano, y en cuanto a componentes, están todos: existen los personajes cómicos, pero emotivos; se incluye una subtrama sentimental que esconde un secreto largamente guardado; convive con ella otra historia con tintes políticos, hay rencillas, se dan venganzas, se producen redenciones… En cuanto a progresión, se responde al esquema más clásico: tras el planteamiento se muestra una larga preparación al estilo carrera de obstáculos, que está salpicada con humor, ya sea costumbrista o algo más inspirado. Y finalmente, llega el clímax. Todo esto podría ser tan malo como bueno, ya que precisamente al no carecer de nada, ‘El concierto’ produce, sin duda, el efecto que busca. Es, en especial, un montaje en paralelo sostenido durante muchos minutos, en los que la explicación se acompaña del Concierto, lo que mejor funciona de todo el film y lo que aporta Mihaileanu como originalidad. El director, judío rumano, que ya demostrara una gran preocupación por la problemática concerniente a su etnia en la comedia El tren de la vida y en el drama Vete y vive, prolonga su obsesión en esta comedia de tema musical con una sólida base política: el intento por volver a reunir una vetusta orquesta para dar un concierto, no es más que la punta del iceberg de una película mucho más profunda de lo que parece. Los amantes de la música, sobre todo los fervorosos de Tchaikovsky y su Concierto de violín y orquesta en Re mayor Op. 35, disfrutarán de una redentora secuencia conclusiva que se debe exclusivamente a él. Mientras uno se deja deleitar por cada acorde vuelve a rondar por la cabeza esa idea original que ya terminó de exponer sus ahora confusos argumentos: sí, los judíos fueron masacrados en tiempos pero, la reivindicación de sus derechos en el presente -muy cansina cuando quiere-, tal y como está el patio, no se entiende muy de recibo porque, más que a autocrítica, huele a autodefensa esa parábola de los músicos como símbolo de un pueblo moribundo, que un buen día se levanta y utiliza el embauque como herramienta para obtener un poder que considera suficiente para legitimar sus desproporcionadas acciones. Cuesta creer que fuera la precisa identificación que Mihaileanu buscaba con su trabajo y; a riesgo de ser llamado paranoico o malpensado, por más que se intenta no se le encuentra otro sentido. ‘El concierto’, en definitiva, es una de estas películas que te hacen pasar un rato muy agradable y que, como extra, te hacen salir del cine (o, en mi caso, del AVE) con el ánimo subido y la sonrisa en los labios, a pesar de la lagrimita que has restañado unos minutos antes. Nada que objetar, pues no todo lo que llega a las salas tiene la obligación de revolucionar el Séptimo Arte. Poco recomendable, eso sí, para quienes busquen emociones fuertes o estructuras novedosas. Pero escuchemos a Tchaikovsky.



 

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