jueves, 22 de diciembre de 2022

¿Viva el vino?



Inmersos ya en las fiestas anuales de los excesos, entre ellos el alcohol, parece oportuno reflexionar sobre alguna relación entre el alcohol y la música, dando por sentado que no es lo mismo tomarse una copa tranquilamente en una reunión de amigos con música tranquila que una noche de sábado en una discoteca con canciones a todo volumen, como tampoco es igual el tiempo que se tarda en acabártela en una situación que en otra ya que, por principio, y las discotecas lo saben, con cierto nivel de elevación del volumen, se bebe más y se habla menos. Resultaría imposible describir y enumerar todos los temas que tratan sobre el alcohol y sus correlatos en las piezas musicales, particularmente de música popular. Hoy nos fijaremos en el oscuro, pero atrayente, mundo del tango. No es por casualidad que exista ese romance, digamos maridaje, mejor, entre el tango y el alcohol. Con la sola palabra, “curda”, sinónimo de borrachera, da para hacer la historia universal del tango ebrio: “Anoche estaba curda”, “De puro curda”, “El curda”, “Tango en curda”, “Viejo curda”, “Duelo curda”, “Entre curdas”, “Testamento de un curda”, incluido “La última curda”. La primera vez que escuché esa suerte de arrebato existencialista “La vida es una herida absurda”, y de remate: “Y es todo, todo tan fugaz que es una curda, nada más, mi confesión”; fragmento de “La última curda”, ese tango compuesto en 1956 por Cátulo Castillo con música de Aníbal Troilo, me dije que el alcohol un tango triste. Sobre nuestro tango curdo de ocasión, los versos de Cátulo Castillo tienen un sentido distinto y muy profundo, con un planteo de raíz existencialista cuando el personaje bebe reconociendo su fracaso en la vida, descubre la náusea y se lo confiesa, posiblemente, a una mujer cualquiera. La letra es compleja y llena de metáforas, algunas memorables, como cuando dice: “Cerrame el ventanal que quema el sol su lento caracol de sueño, ¿no ves que vengo de un país que está de olvido, siempre gris, tras el alcohol?”.Si alguien escribiera una antología de poemas de despedidas amorosas, no podría prescindir de la calidad poética de Cátulo Castillo, hecha tango o costura de jirones de un corazón despedazado por una desilusión sentimental: «¡Yo sé que me hace daño/ llorarte mi sermón de vino!/ Pero es el viejo amor/ que tiembla, bandoneón, buscando en un licor que aturda, la curda que al final/ termine la función/ corriéndole un telón al corazón”. Como se dijera en algún momento –medio en broma medio en serio–, “La última curda” es un poema que podría haberlo firmado Jean-Paul Sartre. ¿Tango existencialista?, por la última embriaguez antes de la muerte del amor, o de la muerte misma. Después, está la riqueza del lenguaje, la destreza para construir imágenes definitivas, imágenes que se parecen a conceptos, a definiciones que no se pueden expresar de otra manera. Imágenes que sólo un poeta es capaz de construir con las palabras como ‘La ronca maldición maleva’, de una precisión maravillosa.


 

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