Se cuenta que, en cierta
ocasión, alguien preguntó a Albert Einstein qué es lo que hacía
cuando tenía una idea nueva, si la apuntaba en un papel o en un
cuaderno especial. Y, al parecer, el sabio contestó con
contundencia: “Cuando tengo una idea nueva, no se me olvida”.
Nada más cierto: cuando algo nos emociona, es casi imposible
olvidarlo. Lo que nos emociona no se olvida, y no importa que sean
alegrías o disgustos lo que ha causado esa emoción.
Hablando en términos
paracientíficos, el cerebro retiene esas situaciones porque la
emoción que las acompaña activa las regiones implicadas en la
formación de las memorias, como el hipocampo y la corteza cerebral.
Además, la liberación de hormonas como la adrenalina contribuye a
reforzar la memoria de las situaciones emocionales. Y como lo que nos
emociona en uno u otro sentidos son, al final, las cosas realmente
importantes, las emociones sirven para que solo lo importante se
registre en la memoria. Recordamos lo verdaderamente importante, lo
que es capaz de emocionarnos, porque activa en nosotros las regiones
cerebrales y las hormonas que ayudarán a guardar ese recuerdo.
Un sabio mecanismo al que
podemos ayudar si escuchamos a la neurociencia1.
Las ochenta mil millones de neuronas del cerebro y las múltiples
conexiones que se establecen entre ellas le confieren una capacidad
de memoria mucho mayor de la que ejercemos, ya que, si la
ejerciéramos, podríamos tener problemas para pensar y razonar con
normalidad, sin interferencias. Incluso cuando somos jóvenes y
estamos sanos, uno ha de ser consciente de que es mucho más lo que
olvidamos que lo que recordamos, aunque no podamos apreciarlo. Es así
porque el cerebro posee mecanismos que actúan como un freno para
impedir que la memoria se cargue de información irrelevante. Estos
mecanismos se basan en proteínas –enzimas fosfatasas– que
dificultan la formación o el fortalecimiento de las conexiones
neuronales que constituyen el soporte físico de la memoria. Pero,
incluso con este freno, son muchas las cosas que recordamos.
Visto así, como un mero
asunto de química neuronal, parece que la evocación del pasado
pierde su encanto; nada más lejos de la realidad, toda vez que la
vida es evolución y cambio constantes, somos el resultado de la suma
de nuestras vivencias y experiencias, integrando en cada momento el
pasado mirando al futuro, eso sí, siempre desde la plena atención
al presente. Esa integración (que no anclaje, ojo) del pasado nos
puede hacer pensar en cuánto duran los recuerdos, especialmente los
referidos a situaciones emocionalmente traumáticas, para
anticiparnos a su influjo.
Pues, atendiendo a las
razones químico-neuronales citadas anteriormente, un recuerdo,
positivo o negativo que nuestro cerebro ha calificado como
importante, sigue vigente mientras funcionen adecuadamente las
conexiones neuronales, es decir, en un marco de ausencia de lesión o
enfermedad cerebral, siempre. Lo que ocurre es que, como se sabe, la
memoria consciente tiende a priorizar los recuerdos agradables, de
manera que inconscientemente somete a los recuerdos dolorosos a un
proceso que pudiéramos llamar de "limado de aristas" hasta
conseguir que su evocación (que quizá sucede muchas veces y con
frecuencia) deje de ser lacerante emocionalmente y realmente seamos
capaces de convertirlo en instrumento de ayuda para diseñar el
futuro. Eso no significa que el recuerdo pierda intensidad por el
tiempo pasado, ni mucho menos, sino que hemos conseguido hacerlo
manejable al revertir en positiva (o neutra) la carga negativa de su
origen, aunque basta una chispa, incluso aparentemente ajena e
inocua, para volver a provocar un incendio emocional, pese a que haya
transcurrido muchísimo tiempo.
Veamos un ejemplo, buscando
paralelismos únicamente temporales y/o evolutivos y la huella que ocasionan con hechos ajenos entre sí.
1965, y ya ha pasado más de
medio siglo, fue un año con una carga emocional importante desde el
punto de vista subjetivo, con hechos generadores de recuerdos hasta
hace poco tiempo compartidos. Pero, ¿qué otras pasaron ese año?
Pues, por ejemplo, en el mundo de la música, que en Hannover
(Alemania) se fundó una banda de hard rock y heavy metal con el
nombre de Nameless ("Sin nombre", en castellano), nombre
que luego cambiaron a The Scorpions y, finalmente, a fines de 1969
abandonaron el artículo "The" y decidieron denominarse
simplemente Scorpions. Y hasta hoy.
A lo largo de sus más de
cincuenta años de carrera, han publicado decenas de álbumes de
estudios, sencillos, álbumes en directo, recopilaciones y DVD en
vivo. Además han recibido varios premios y condecoraciones, que los
convierte en la banda de rock más exitosa de Alemania, resultando
chocante que, siendo una banda de rock duro, sean conocidos sobre
todo por sus baladas.
Seguramente por cercanía
con la antigua Unión Soviética, fueron rápidamente muy famosos
allí, y en agosto de 1989, el Moscow Music Peace Festival (Fesival
musical de Moscú por la paz) convocó a más de 250 000 soviéticos
en el Lenin Stadium, donde Scorpions compartió escenario junto a
Ozzy Osbourne, Motley Crüe y Cinderella, entre otros. Pocas semanas
después de esta actuación, los Scorpions compusieron y publicaron
en su LP Crazy World el tema «Wind of Change», que se
convertiría en un icono de las revoluciones políticas-sociales que
vivía el mundo por aquel entonces, considerada la canción como el
«himno de la perestroika y el glásnost» (movimiento político iniciado por
el último gobernante de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, para
reformar la economía y el sistema político del país) por su letra sobre la paz
y la reunificación del mundo tras el fin de la Guerra Fría,
llegando a ser uno de los sencillos más exitosos de todos los
tiempos. Años más tarde, Meine, el compositor de la pieza y
vocalista del grupo, mencionó al respecto: «Durante nuestra
estancia en Moscú se sentía una energía nueva en los jóvenes
soviéticos; ellos querían ser parte del resto del mundo, esto me
motivó e inspiró para componer la canción en septiembre de 1989».
Haciendo analogías, la canción de Scorpions actualizó y revitalizó
el recuerdo compartido de 1965, generador también de múltiples y
variados, en su temática y extensión, cambios.
Algo anterior en el tiempo
fue el bombazo de «Still Loving You» (Aún te amo), que es una
canción escrita por Rudolf Schenker (guitarrista) junto a Klaus
Meine (vocalista) para su álbum de estudio Love at First Sting,
publicado en 1984. Buscando los tres pies del gato, por el momento
político que se vivía, su letra ha sido considerada como una
metáfora a la división de Alemania Oriental y la Occidental
(improbable porque la pieza es unos cinco años anterior a la
reunificación alemana), aunque el verdadero significado es sobre la
historia de un amor desesperado. Se cuenta que la canción,
considerada hoy como una de las mejores baladas de todos los
tiempos, «creó un verdadero baby boom en Francia». Y, al parecer, sí, aunque
pueda parecer chungo, porque este dato fue medido científicamente y
publicado por el gobierno. Siguiendo con las analogías el "Aún
te amo" es algo intemporal en los recuerdos, y cobra nuevos
bríos con, quizá, pequeños detalles inadvertidos, ocurran éstos
cercanos en el tiempo o alejados en él de nuestra base de 1965.
Con el tiempo, la fama de
Scorpions se fue extendiendo, y fueron muy conocidos y reclamados
para actuar en Latinoamérica, lo que condujo a que se publicaran
versiones de algunas de sus canciones en castellano o portugués, y a
que incorporaran en sus actuaciones en directo canciones como "Ave
Maria no Morro" (cantada en castellano), compuesta en 1942 por
el cantante y actor brasileño Herivelto Martins. La canción narra
que los habitantes de una favela (asentamiento de chabolas, precario
o informal que crece en torno o dentro mismo de las ciudades grandes,
especialmente en Brasil) de Río de Janeiro que llama "Morro"
rezan un Ave María colectivo, antes de retirarse cada noche a
descansar a sus barracas, pidiendo tener una vida mejor. Es una
canción interpretada por numerosos artistas de todas las latitudes,
entre los que encontramos a Manolo Escobar, Andrea Boccelli, Luciano
Pavarotti, Helmut Lotti, Nana Mouskouri, Gloria Lasso...
La analogía es fácil en
este caso, considerando el entorno urbano y social de 1965 y el citado "viento
de cambio" activado entonces.
Por último en el tiempo,
«Send Me an Angel» (Envíame un ángel) es una canción sobre la
que no nos extenderemos, escrita, como otras muchas de la banda, por
Klaus Meine (vocalista) en la letra y por Rudolf Schenker
(guitarrista) en la música, y cuya lírica trata sobre cómo una
persona, ya ausente, guía a otra recién fallecida para que llegue
al más allá. Curiosamente, dicen que por su carga emocional, a
pesar que fue una de las canciones más exitosas del grupo, no se
tocó en vivo durante años. Recordémosla hoy, 28 de abril, y
veremos si siguen vivos los recuerdos, que fueron hasta hace muy poco compartidos, del lejano 1965, o el del más
cercano 2005,... o el de este mismo año 2018.
Y es que, en definitiva, un recuerdo es vivo y gratificante aunque realmente resulte dolorosa la evocación cuando es compartido, cuando existe el enriquecimiento personal que supone el poder debatir/rectificar/confirmar los pequeños detalles que, en su conjunto, le dan forma a ese recuerdo mediante el contraste entre cómo conserva uno el registro de una vivencia y cómo vivieron otros este mismo hecho; empieza a entrar en la zona brumosa e insegura cuando ya no hay nadie con quien compartirlo y pulir esos detalles y se convierte en una foto-fija, y desaparece (aunque, en ocasiones, pueda quedar registro sonoro, visual o escrito de él) como tal recuerdo en el momento en que deja de estar en la memoria de nadie.
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1Para
quien quiera profundizar en los aspectos técnicos: los
neurocientíficos siempre han pensado que los recuerdos debían
durar tanto como las conexiones entre neuronas (llamadas sinapsis).
Pero hasta ahora ningún investigador había asumido el reto de
comprobarlo. Mark Schnitzer, profesor asociado de biología en la
Universidad de Standford, ha capitaneado a un equipo de
investigadores con el fin de averiguar cuánto había de cierto en
esta teoría. Y, según se ha publicado, no ha sido nada fácil.
Estudiar el hipocampo, que es el lugar donde nuestro cerebro
almacena los recuerdos episódicos, es como sumergirse en el centro
de la tierra, ya que es una región tan profunda y con unas capas de
neuronas densamente empaquetadas, que resulta muy complejo
supervisar la longevidad de las sinapsis. Aprovechando las
herramientas de microscopía que su propio laboratorio ha
desarrollado, Schnitzer fue capaz de llegar hasta las conexiones
neuronales de varios animales cobayas y monitorizarlas. Según
explica el investigador principal, el trabajo confirma cómo el
cerebro almacena los recuerdos. Utilizando las mismas técnicas, los
científicos pueden investigar ahora otros aspectos interesantes:
cómo se forman los recuerdos y saber cuándo se pierden las
conexiones entre las neuronas. Algo que ayudaría a avanzar, por
cierto, en la lucha contra enfermedades como el alzheimer.