miércoles, 30 de junio de 2021

Abrázame…


Si hay algo, además de su afectación sanitaria cuando por desgracia ha tocado, que ha dejado 
una huella indeleble de la época más dura de esta pandemia por el coronavirus Covid-19 , ha 
sido la imposibilidad duradera en el tiempo de mantener un mínimo contacto físico con las 
personas que se quieren; en plata, la prohibición radical de los abrazos y de cualquier muestra 
efusiva que represente contacto. La pandemia nos ha cambiado tanto el marco de vida, el marco 
relacional, nuestras actividades, nuestras aficiones, que no podemos diferenciar cuál de todos 
estos cambios es el que nos está provocando esas emociones, ya no podemos separar una 
cosa de otra; el malestar no es solo por la distancia social, tan de actualidad ahora, es que 
toda nuestra vida es diferente a la de antes, y si la habíamos escogido a conciencia, si nos 
gustaba la vida que llevábamos, ahora la hemos perdido, la vivimos de forma muy limitada.  A 
pesar de todo, esta pandemia, hace 25 años, habría sido mucho peor; ahora tenemos muchas 
interconexiones a través de la tecnología; las redes sociales, Zoom, Teams y otras muchas 
herramientas informáticas nos permiten un nivel de relación insospechado; ¡suerte tenemos de 
estos instrumentos!.Y ahora que todo apunta que ha comenzado el principio del fin de la etapa 
más oscura de esta pesadilla (lo cual no debe interpretarse, ni mucho menos, como que ya se 
pueda bajar inconsciente y alegremente la guardia), parece oportuno hacer unas reflexiones 
sobre eso de los abrazos. A millones de personas les están pasando factura los meses sin 
contacto físico, sin besos ni abrazos. Y no siempre porque estén solos. Muchos se ven 
periódicamente con familiares y amigos, pero ¡eso de no tocarles! Echan de menos besar y 
abrazar a sus padres, a sus nietos, a sus hermanos...Al abrazar a esas personas te sientes 
bien, compruebas que las sigues queriendo, que te siguen queriendo... y para ello hay millones 
de neuronas trabajando, y se segregan hormonas que potencian esos lazos y ese placer. Las 
caricias, los apretones de mano, los “choca esos cinco”. ¿Por qué esa sensación de carencia, 
ese hambre de piel? Eso del hambre de piel no es una forma de hablar, una frase hecha, sino 
un fenómeno neurofisiológico que explica por qué la falta de contacto acrecienta el malestar 
psicológico que ya venía ocasionando la pandemia y está afectando a la salud mental de 
tantas personas.

 
Evolutivamente, dado que somos animales sociales, cuando ese componente social no existe 
o se reduce drásticamente (y el ritual de saludo es muy importante en el grupo social), el 
organismo se resiente; es mucho lo que se consigue con un abrazo, como han demostrado 
diversas investigaciones que vinculan el tener apoyo social a una mejor salud y mayor 
longevidad. Desde el ámbito de las neurociencias, hay componentes biológicos en ese echar 
de menos los besos y los abrazos ya que el tacto juega un papel muy importante en nuestras 
vidas; entre otras cosas, genera encefalinas y endorfinas, unas sustancias que producen 
placer. Abrazos hay entre hombre y mujer; entre padre e hijo; entre amigos. Pueden significar 
amor, pasión, contención, simplemente cariño, o compasión. Lo cierto es que el abrazo es 
necesario, nos hace bien. Y las preguntas surgen, inevitables: ¿es una simple trasmisión de 
emociones, en la que el contacto físico se impone, o es un complejo proceso químico que nos 
despierta diferentes sensaciones?  ¿Qué rol ocupa la otra persona? ¿Cómo percibimos, 
nosotros, su significado? En palabras del doctor Walter Ghedin, médico psiquiatra, 
psicoterauta y sexólogo clínico argentino, “El abrazo es una conducta fraternal, de ternura o de 
amor, que activa la función del apego, además de inhibir la ansiedad social que produce la 
existencia de otro. El contacto de los cuerpos incrementa sentimientos agradables de cariño, 
pasión, alegría, altruismo o incita el deseo sexual”.

 

Que los abrazos son fundamentales para la persona es algo indiscutible. Y lo son en todas las 
etapas de nuestra vida. En nuestra evolución y en nuestro desarrollo aprendimos que a partir 
del contacto sentimos que somos queridos; los bebés no comprenden si como papás les 
queremos o no, pero sí comprenden que, a través de la piel, reciben de nuestra piel unos 
cuidados, un cariño, una ternura, que solo llega a su cerebro a través de ese contacto piel con 
piel, y eso no lo olvidan ya jamás. Estudios científicos realizados con bebés y niños pequeños 
demuestran que la ausencia de contacto físico no solo genera la muerte de neuronas en sus 
cerebros sino que, también, impide la producción de una cantidad suficiente de hormona del 
crecimiento dando lugar a un problema que se conoce como “enanismo psicosocial”. Como si 
esto fuera poco, otras investigaciones recientes revelan que los cerebros de los bebés que no 
son acariciados son un 20% más pequeños que los de los que son cuidados con gestos 
afectuosos. Pero a medida que los años pasan seguimos necesitándolos. Y, tal vez, aún más. 
Se ha comprobado que durante el abrazo se liberan hormonas reductoras del estrés y 
potenciadoras de bienestar y placer. La oxitocina (conocida como “la hormona del amor”) tiene 
el beneficio de disminuir los niveles de cortisol (la hormona del estrés), por lo tanto, baja la 
ansiedad, relaja, atenúa las preocupaciones, disponiendo los cuerpos para el encuentro”, 
detalla el citado doctor Ghedin.

 
Y ya puestos, ¿qué pasa con el erotismo y los abrazos? La aludida oxitocina interviene en todo 
tipo de apego o unión física. Es una hormona que ayuda a tomar la iniciativa y dispone el 
cuerpo y las emociones a la experiencia erótica, Se ha comprobado, además, que ayuda a 
“olvidar” las conductas de aversión, favoreciendo al encuentro sexual en personas fóbicas o 
temerosas. Además, el abrazo libera también endorfinas, potentes analgésicos y potenciadores 
de los centros del placer que se incrementan con las caricias, el juego erótico, la risa, la 
eyaculación y el orgasmo y producen sensación de bienestar. 

 

El contacto físico con otras personas es una necesidad biológica, de modo que si uno no lo 
tiene debería buscarlo, aunque sea a través las pantallas o con sustitutos de otras especies, 
como una mascota. De hecho, estudios recientes han constatado los beneficios y efectos 
terapéuticos que ha tenido compartir con mascotas el confinamiento: quienes vivieron su 
reclusión con animales en casa mostraban una mejor salud mental y menor sensación de 
soledad, algo que los investigadores atribuyen al vínculo con el animal. Lo más preocupante en 
esta pademia (salud aparte) es el aislamiento social, y hay que buscar fórmulas alternativas 
para mantener la cercanía. Es importante generar oportunidades de contacto, aunque sea a 
través de la pantalla de un ordenador, y explicar y explicar y volver a explicar la situación, para 
que la distancia no se interprete como abandono y se transmita cercanía. En definitiva, los 
abrazos son necesarios, esenciales en el encuentro con los otros, más allá de los procesos 
químicos y hormonales que desencadenan, los abrazos son transmisores de amor y afecto. 
Abraza, pues, y déjate abrazar.   
 
 

 

domingo, 27 de junio de 2021

De la ataxia a la ataraxia.


Estoy viviendo los años más felices de mi vida”. ¡Y decirlo contando chistes!. Escuchar eso es 
bonito y es útil para animarse, ¿no? Pero cuando te das cuenta de que quien lo dice es una 
persona afectada de una de esas enfermedades incapacitantes neurodegenerativas que no 
tiene cura ni mejoría (ataxia, por ejemplo), y de la que sólo cabe esperar que los síntomas y 
los efectos vayan a peor cada día, algo no cuadra en nuestros esquemas. ¿Cómo es posible 
ese optimismo? ¿Hay algo que se escapa? ¿Tendrá algo que ver eso de las prioridades 
personales en la actitud? ¿O será que su concepto de felicidad es otro? Pues, pensémoslo.

 
Empecemos por el principio: la felicidad es una emoción que se produce en un ser consciente 
cuando llega a un momento de conformación, bienestar o ha conseguido ciertos objetivos que 
le han realizado como individuo, aunque cada persona, está claro, puede tener su propio 
significado sobre qué significa la felicidad para ella. Algunos psicólogos han llegado a definir la 
felicidad como una medida voluntaria de bienestar subjetivo (autopercibido) que influye en las 
actitudes y el comportamiento de los individuos. Las personas que tienen un alto grado de 
felicidad muestran generalmente un enfoque del medio positivo, al mismo tiempo que se 
sienten motivadas a conquistar nuevas metas. Al contrario que las personas que no sienten 
ningún grado de felicidad que muestran un enfoque del medio negativo, sintiéndose frustradas  
y engañadas con el desarrollo de sus vidas. En la filosofía oriental, la felicidad se concibe 
como una cualidad producto de un estado de armonía interna que se manifiesta como un 
sentimiento de bienestar que perdura en el tiempo y no como un estado de ánimo de origen 
pasajero, como generalmente se la define en occidente. Muchas veces confundida con la 
alegría de carácter emocional y efímero, la felicidad perdura en el tiempo y se identifica como 
una cualidad, y tal y como se es alto, fuerte o inteligente una persona es feliz. Mientras que la 
alegría se concibe como un estado de satisfacción, la felicidad se considera un estado de 
armonía interna. 

 

Ese estado de placer que nos embriaga en situaciones concretas es la felicidad. Si pudiésemos, 
los seres humanos intentaríamos estar felices todo el tiempo, pero esto no es más que una 
idealización sin fundamento ni base en la realidad. La felicidad no es un estado emocional 
concreto, es una forma de vida; hay personas que se han topado con numerosos baches a lo 
largo de su vida y son felices. Otras, por el contrario, han sido siempre unos privilegiados, lo 
han tenido casi todo y aun así, declaran no ser felices. Claramente, no es la situación, el 
contexto o lo que te toca vivir lo que determina el que te sientas más o menos feliz. La felicidad 
no nace de ningún logro; ser feliz pasa por tener un sistema de valores muy bien amueblado, 
enfocarnos en el momento presente, amarnos de forma incondicional y saber apreciar lo que 
poseemos. Así, si nos esforzamos por cambiar nuestra filosofía de vida (que, en buena parte, 
reconozcámoslo, es bastante quejica y acomodaticia), y adoptamos esta mirada alegre de la 
vida, nos percataremos de cómo podemos encontrar la felicidad exactamente donde queramos.
 

Por todo ello, el concepto psicológico y emocional de plenitud y felicidad nace desde dentro de 
la persona. Nos equivocamos si pensamos que teniendo eso que pensamos necesitar o 
volviendo a ser como un día fuimos, entonces seremos felices. Si no eres feliz con lo que 
tienes o con lo que eres hoy, difícilmente lo serás cuando consigas (si fuera posible) lo que 
piensas. Aquello que deseas es un extra que aportaría un pico de alegría que durará unas 
horas, unos días, quizá semanas… después volverás a tu estado normal.
 
El primer paso que se necesita dar para sentir más felicidad es precisamente no buscarla; 
cuando nos exigimos a nosotros mismos que “debemos ser felices” y no conseguimos serlo, 
nos frustramos (en el mejor de los casos) y la frustración no es precisamente sinónimo de 
felicidad. No podremos ser nunca felices si nos exigimos y nos presionamos. La felicidad es un 
estado de fluidez mental, de aceptación, de vivir el momento..Además, obsesionarnos con ser 
felices nos llena de ansiedad y desesperación y acaba convirtiéndose en una lucha. La felicidad 
no hay que buscarla porque no existe en ningún lugar que implique búsqueda, es decir, no 
está ahí afuera como muchas veces nos hacen creer; de alguna forma, la sociedad en la que 
nos ha tocado vivir, nos ha desvirtuado la brújula que nos lleva a la felicidad, pero, en lugar de 
apuntar hacia afuera, como nos quieren hacer creer, la felicidad está dentro. La “felicidad 
externa” solo son momentos placenteros fugaces.¿Es eso lo que buscamos?

 
Para ser feliz, hay que dejar a un lado las necesidades absolutas. Bien mirado, necesitamos 
pocas cosas para estar sanamente bien: un poco de comida -no demasiada o el placer 
pasará a ser aversión o apego-, un poco de agua para hidratarnos, un techo para 
resguardarnos, actividad física para no enfermar, tener alguna meta que nos anime a 
levantarnos cada mañana -pero sin enfocarnos en el resultado-, dormir, respirar y poco más.
Si todo lo que pensamos que necesitamos se sale de esta lista apresurada provoca el que 
seamos más infelices, lo que no quiere decir que también encontremos placer en ello, pero 
sabiendo que son solo deseos, no necesidades. Para ser más feliz es preciso enfocarnos sólo 
en el presente. Nada existe ni nada es real sino lo que estamos experimentando justo ahora 
con nuestros cinco sentidos.

 

Pero, la enfermedad sigue ahí tozuda, con la presencia de la lucha constante por el equilibrio, 
temblores y descoordinación muscular, dificultad para realizar movimientos, para articular las 
palabras, con tropiezos o movimientos involuntarios en los ojos, disfagia,... , ¿qué hacer? Los 
pronósticos médicos no son los más alegres, pero hay que adaptarse y no deprimirse, se 
puede convivir con una enfermedad neurodegenerativa y ser feliz, no se acaba el mundo. Con 
el devenir de los días, en mayor o menor medida, nos vamos acostumbrado al sufrimiento. 
Sabemos, o al menos lo intentamos, convivir aceptablemente con la degeneración, con la 
frustración, con el dolor, e inocentemente creemos que estamos curados de espantos y que 
ya no hay nada que nos pueda afectar. No obstante parece que la vida siempre va un paso 
por delante con la terrible finalidad de desengañarnos y, de forma cruel, hacernos comprender 
que nunca podemos estar seguros de que ya conocemos lo peor y que ya nada peor nos 
puede pasar. Cambiar la escala de valores si es emocionalmente conveniente, es una buena 
forma de comenzar a alcanzar la paz, pero que nadie que se decida a probarlo piense que es 
fácil, que no lo es; requiere mucho esfuerzo personal y callado (alguien tiene que decirlo) y es 
luchar contra las frustraciones y los cambios de humor permanentes, por esos autocontroles 
exigidos que cuesta conseguir, contra los malentendidos,… y todo ello sin dejar traslucir 
ningún sentimiento ni gesto que pudiera malinterpretarse y perjudicar el imprescindible buen 
clima necesario del entorno. Pero es un proceso reconfortante. La enfermedad, este tipo de 
enfermedad, siempre ganará, ya se sabe, luego esforcémonos en actuar al margen de ella, 
priorizando aquello en lo que sí podemos influir y así cobran importancia las experiencias 
vividas con los amigos, los momentos con tu familia (esa eterna desconocida cuyo auténtico 
valor está recién descubierto), el café de media tarde arrullado por el mar o el sonido de la 
respiración de tu perro echado a tu lado cuando estabas leyendo un buen libro a la sombra de 
un pino… pero sin añorarlo todo ello, huyendo de marcar un dañino (por lo irreversible) y 
desasosegante “antes sí” y “ahora no”.

 
Habrá que recordar en este punto lo que parece un juego de palabras, y es que la ataraxia 
puede ayudar en la ataxia, su enfoque y efectos. La ataraxia (etimológicamente del griego 
«ausencia de turbación») es la disposición del ánimo gracias a la que una persona, mediante 
la disminución de la intensidad de pasiones y deseos que puedan alterar el equilibrio mental y 
corporal, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza dicho equilibrio y finalmente la felicidad, 
que es el fin. La ataraxia es, por tanto, tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación 
con el alma, la razón y los sentimientos. Aunque, no obstante, esto que suena tan bien, no 
deja de ser, por desgracia, algo utópico. No hay que olvidar, según nos recuerdan los del 
gremio de psicólogos de la “psique”, que la frustración en su cantidad justa (como todo) nos 
ayuda a mejorar cuando algo no nos gusta o no estamos satisfechos con ello. La falta de 
voluntad para enfadarnos o simplemente desilusionarnos, nos impide evolucionar como 
personas. A pesar de que la ataraxia podríamos relacionarla con una sensación permanente 
de tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación con el alma, la razón y los 
sentimientos, vemos que hay que pagar un alto precio por ello, ya que las personas no son 
conscientes de las consecuencias que pueden acarrear sus actos.

 

Que tu prioridad, en lugar de la queja constante por lo que “te ha tocado”, que no tiene 
solución, sea el amor: hacia ti mismo, hacia la vida y hacia los demás, especialmente hacia tu 
entorno cercano (“… en la salud y en la enfermedad… “). Si eres capaz de amar lo sencillo, lo 
humano y los pequeños detalles que parece que no cuentan, entonces conseguirás ser feliz 
pese a las adversidades. ¿Te animas a ponerlo en práctica?
 

 

domingo, 20 de junio de 2021

Quien esté limpio de culpa…


Lo que el viento se llevó
(Gone with the wind) es una película estadounidense de 1939, 
adaptación de la novela homónima de Margaret Mitchell, producida por David O. Selznick y 
dirigida por Victor Fleming, que aglutina los géneros épico, histórico y romántico. Está 
considerada como una de las mejores películas de todos los tiempos; aparece entre las diez 
primeras de la lista del American Film Institute de las 100 mejores películas estadounidenses 
desde su creación en 1998; en 1989 la película fue considerada «cultural, histórica y 
estéticamente significativa» por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada 
para su preservación en el National Film Registry.  La película fue inmensamente popular, y si 
se ajustan sus ingresos de acuerdo a la inflación, sigue siendo la película de mayor éxito en 
taquilla de la historia. Situada en el sur de Estados Unidos con el telón de fondo de la Guerra 
de Secesión y la reconstrucción, la película narra la historia de Scarlett O'Hara (Vivien Leigh), 
hija de los propietarios de una plantación de Georgia, desde su romántica persecución de 
Ashley Wilkes (Leslie Howard), prometido con su prima, Melanie Hamilton (Olivia de Havilland), 
hasta su matrimonio con Rhett Butler (Clark Gable). Recientemente ha sido retirada por la 
plataforma HBO que posee sus derechos de exhibición en un gesto como contribución al 
movimiento antirracista Black Lives Matter, HBO ha anunciado que la película regresará "con 
una exposición de su contexto histórico y una denuncia de esas representaciones, pero lo hará 
como fue creada originalmente, porque hacerlo de otro modo sería lo mismo que asegurar que 
esos prejuicios nunca existieron", una explicación que también ha causado ampollas, puesto 
que muchos consideran que el cine debería exponerse sin manual de instrucciones, aunque 
puede que el problema sea, precisamente, que quien vea la película necesite ese manual de 
instrucciones, pero aquí no entraremos. 

 
En otro orden de cosas, París, la capital de Francia, la Ville Lumière (Ciudad de la Luz), así 
llamada por su destacado papel en ese movimiento cultural e intelectual conocido como la 
Ilustración (llamada así por su declarada finalidad de disipar las tinieblas de la ignorancia de la 
humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón), es famosa por sus bulevares 
flanqueados de monumentos, museos repletos de tesoros, bistrós clásicos y casas de alta 
costura, a lo que se une una ola de galerías multimedia, tiendas de diseño y start-ups 
tecnológicas, que reafirman su posición como ciudad visionaria e internacional. En definitiva, 
que atrae, enamora y no decepciona. ¿Y qué tienen en común la película “Lo que el viento se 
llevó” y la ciudad de París? Pues eso, que enamoran y no decepcionan para una gran mayoría 
de personas, con lo que la disensión sobre ellas es, prácticamente, imposible o, lo que es lo 
mismo, se divulga una idea preconcebida de ellas que facilita los prejuicios, en uno u otro 
sentido, a favor o en contra. Pues hablemos de prejuicios.

 

Técnicamente, un prejuicio es una predisposición axiomática para aceptar o rechazar a algo o 
alguien por sus características, bien sean reales o imaginarias. Desde la psicología, es una 
condición humana que inclina a responder de cierta manera frente a un estímulo de acuerdo a 
un precepto o canon anterior. Usualmente, cuando se habla de personas, el prejuicio tiene una 
connotación negativa hacia un grupo, lo que implica sentimientos o creencias de 
desvalorización hacia el mismo, expresando un desacuerdo explícito, que muchas veces 
conlleva al desprecio hacia condiciones o características del grupo. De acuerdo a las teorías 
modernas, el prejuicio es una actitud aprendida, en base a las experiencias que la persona ha 
tenido a lo largo de su vida y especialmente, durante su infancia. Los niños pequeños aprenden 
en primer lugar, lo que la familia o la sociedad piensan del mundo, antes de conocer dichos 
eventos por sí mismos. Por ello, un prejuicio puede tener consecuencias negativas, pues se 
parte de un juicio de valor negativo ante un grupo, basado en información insuficiente o 
incompleta.

 
Al final, un prejuicio es una forma distorsionada de interpretar la realidad, puesto a que tiene 
una base real, pero a su vez, contiene información errónea, exagerada o generalizaciones 
accidentales ocasionadas por una experiencia previa o ajena. Por esta razón es resistente al 
cambio y hay mucha dificultad para eliminarlo, ya que las personas lo creen con veracidad, 
incluso cuando se le muestren pruebas contrarias en la realidad. Nuestro ya conocido William 
James decía que “un gran número de personas piensan que están pensando cuando no hacen 
más que reordenar sus prejuicios”. El prejuicio puede surgir (¿por qué no?) a raíz de una 
conveniencia. En los casos más graves, prejuzgar tiene como finalidad la sumisión de un grupo 
concreto. Comúnmente se originan a partir de actitudes negativas hacia un grupo del que se 
tiene poco conocimiento real; también puede ser el resultado de una generalización en base a 
una experiencia negativa pasada. Es decir, la persona que posee una visión estereotipada 
sobre, por ejemplo, los rumanos, puede defenderla por el hecho de haber sido atracada en el 
pasado por otra persona de esta nacionalidad. Los factores culturales adquieren un gran peso 
en la generación de prejuicios. Es habitual que en la familia o en una cultura concreta se 
promuevan comentarios y creencias equivocadas sobre ciertas personas, las cuales pueden 
ser vistas como ‘correctas’ o que se podrían englobar dentro de la expresión del ‘piensa mal y 
acertarás’. Además, casi por inercia, se fomenta el criticar a los demás antes que tomar una 
visión empática y tratar de ponerse en el lugar del otro.

 

No hay que confundir, sin embargo, el prejuicio (individual) con su primo hermano, el 
estereotipo (colectivo), imagen mental muy simplificada, con pocos detalles, acerca de un 
grupo de gente que comparte ciertas cualidades características y que puede ser tanto positivo 
como negativo, aunque normalmente es negativo. Suele ser un conjunto de creencias 
compartidas y magnificadas socialmente sobre las características de una persona que suelen 
exagerar un determinado rasgo que se cree o se quiere hacer creer que tiene un determinado 
grupo. Los estereotipos son ideas semejantes a los prejuicios; estereotipar consiste en 
simplificar, en asociar un conjunto simple de ideas sencillas, generalmente adquiridas de otro. 
Asumir como propios prejuicios y estereotipos es síntoma de ignorancia y gandulería, pues 
supone dejarse llevar “por lo primero que se escucha” y considerarlo verdadero sin 
contrastarlo o buscar más información. Los prejuicios, basados en estereotipos, no son más 
que generalizaciones sobre algo de lo que no se tiene demasiado conocimiento; de esta 
manera, se simplifica el mundo, aunque se haga de una forma que pueda estar muy 
equivocada y generar daño a los demás.

 
Los prejuicios y los estereotipos pueden influir de manera negativa en las relaciones entre 
grupos sociales y dificultar su convivencia, son la base de actitudes discriminatorias y pueden 
tener graves consecuencias en la convivencia hasta convertirse en un absurdo móvil para 
emplear la violencia y la agresión hacia otros seres humanos. El estereotipo y el prejuicio, 
como una predisposición personal, se traducen en comportamientos negativos hacia una 
persona o grupo de personas que (reales y observables), son llamados discriminación, que 
supone maltratar o limitar posibilidades a personas por tener características especiales que 
definen su pertenencia a un grupo. La discriminación refuerza el prejuicio y éste a su vez 
suele crear y sustentar la discriminación.

 
Las actitudes negativas hacia otros grupos sociales, tienen múltiples consecuencias en la vida 
de las personas, tanto de las víctimas como de los victimarios siendo una de ellas la 
discriminación anteriormente mencionada. Para las personas discriminadas, actitudes de este 
tipo generan exclusión y aumentan las brechas sociales de los grupos humanos. Las personas 
discriminadas por ejemplo suelen tener menos acceso a servicios sociales, oportunidades 
educativas o de promoción profesional. Esta ha sido la situación, por ejemplo, de muchas 
mujeres, y continúa siendo un problema en culturas tradicionales. Desde el punto de vista 
moral son una injusticia hacia las personas y grupos víctimas del prejuicio pues se basan, 
como hemos visto, en conocimientos insuficientes. En cuanto a los sujetos que tienen los 
prejuicios, influyen en la manera de percibir la realidad, en la forma de aprender, en el tipo de
información que se retiene, etc.; todo ello tiene como consecuencia una limitación en las 
relaciones sociales, crean una cerrazón hacia determinados conocimientos de las 
características del grupo discriminados, generan actitudes de rechazo hacia las personas que 
integran los grupos discriminados; los prejuicios pueden incluso llegar a generar violencia 
hacia a las personas pertenecientes a un grupo, y a su vez encuentros violentos entre grupos.

 

Las personas con menos prejuicios tienen más facilidad para relacionarse con personas 
distintas y tener vínculos “más sanos” con otros/as, ya que esto permite tener buenas 
relaciones independientemente de las características de los demás, favoreciendo un disfrute 
mayor de las diferencias en términos de creencias y valores, incluso en relación a temas 
difíciles como la religión o la política. Además de la discriminación de otros grupos y personas, 
los estereotipos y los prejuicios pueden tener otras consecuencias más o menos graves en 
nuestra vida cotidiana: 
 	- La evitación; evitar al grupo o a la persona, no hablarle, no querer verlo/a. 
 	- El abuso verbal o insulto: hablar negativamente del grupo y al grupo o la persona 
que identificamos con el grupo. 
 	- El empleo de la violencia. 
 	- El acoso: anular la personalidad de una persona mediante el insulto y la violencia 
de grupo. 
 	- El asesinato o el genocidio: la destrucción física de una persona o grupo humano. 
 
 « ¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
Albert Einstein (1879 – 1955)

 
Sin embargo, no hay nada como el conocimiento de la realidad para combatir los prejuicios; 
en el ejemplo que poníamos al inicio, de las ideas preconcebidas sobre París, basta con bajar 
paseando de la colina del Sacre Coeur a través de la Plaza Tertre y Montmartre (después, 
seguramente, de haber visitado la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, Notre Dame, el Louvre,… ) 
para echar de menos la música de Aznavour y su vida bohemia a medida que nos vamos 
acercando sin prisas al centro y darnos cuenta de lo que nos limitaban los prejuicios para no 
verla/vivirla. En este caso, inocentes. 
 
 

 

domingo, 13 de junio de 2021

Los hábitos hacen el monje.


Dice el conocido refrán que “El hábito no hace el monje”, entendiendo aquí por hábito la 
apariencia física, el traje, usualmente talar, que visten los miembros de una orden religiosa, 
pero si hábito lo entendemos como dicen las ciencias del comportamiento (la psicología), esto 
es, cualquier conducta repetida regularmente, la cosa cambia, y los hábitos, seguramente, SÍ 
hacen el monje. Hace pocas fechas reflexionábamos sobre las rutinas y su importancia al hilo 
de esta pandemia, y hoy damos un paso más y lo hacemos (con la misma “excusa”, la de la 
pandemia) sobre lo que llamamos hábitos de vida y su relevancia para nuestra cotidianidad y 
para nuestro futuro saludable.

 
Desde el punto de vista psicológico, podemos afirmar que el ser humano es capaz de 
acostumbrarse a una acción, al punto de necesitarla para estar bien consigo mismo. Cuando 
una persona cambia, por ejemplo, algún objeto al cual está habituado, sentirá automáticamente 
incomodidad con lo nuevo, ya que esta cosa que reemplazó, se adaptaba a sus necesidades 
y gustos; a todos nos ha pasado que si cambiamos el colchón de nuestras camas, la rigidez 
del nuevo nos hace extrañar el viejo cuya forma se amolda al cuerpo. Cuando el ser humano 
se siente cómodo, no tendrá reparo en seguir disfrutando de esa comodidad, los hábitos 
afectivos por ejemplo, si una persona se siente cómoda con otra, nacerán sentimientos al 
punto que compartirá con estos el tiempo que se disponga, será un hábito vivir con esa 
persona, lo mismo pasa con los hábitos morales, la conducta del ser humano se basa en 
principios fundamentados en la sociedad, hacer el bien o hacer el mal, se puede sin problema 
alguno llegar a ser habitual entre ellos.

 

Nos referimos, pues, a un hábito cuando hablamos de un acto que tomamos por costumbre, 
una acción que alguien realiza tantas veces que «Se vuelve un habito para ella«, Los hábitos, 
por lo general, son movimientos sencillos de las personas para complementar su vida de 
momentos y funciones, muchas veces un hábito puede ser una distracción para quien lo 
realiza, son costumbres, propias del ser humanas que se adaptan al entorno que los rodea. 
Los hábitos pueden ser los corresponsales de una manía, la cual llega a convertirse en 
obsesión en ciertos casos.

 
Las rutinas tienen una mala fama que es en parte merecida: aburren y ahogan, además de ser 
responsables de que nos dé la impresión de que el tiempo pasa cada vez más deprisa. Al fin 
y al cabo, si no hacemos nada memorable, ¿por qué íbamos a distinguir el jueves del 
miércoles? ¿O nunca ha pasado eso de perder la cuenta de qué día de la semana es? El 
hábito, a diferencia de las rutinas, es cualquier comportamiento aprendido (no es innato, no 
nacemos con ningún hábito) y asumido mediante la repetición consciente, que se realiza al 
final de forma habitual y automática sin apenas pensar en ello. Es un elemento básico del 
aprendizaje humano. Según los científicos los hábitos, sean positivos o nocivos, se crean 
porque el cerebro siempre busca la forma de ahorrar esfuerzo, intenta modificar cualquier 
rutina en un hábito para ahorrar tiempo y energía. Esto tiene el beneficio de que un cerebro 
eficiente no necesita tanto espacio, y, además, al automatizar ciertas conductas elegidas, su 
realización se hace rápida y certera, y al no tener que concentrarse en ellas, podemos 
destinar más tiempo y energía en otras cosas como experimentar e inventar. Si el organismo 
tuviera que responder a toda la cantidad de estímulos que se da en cualquier situación la 
conducta sería caótica, por lo que la habituación tiene un valor evolutivo al contribuir a la 
adaptabilidad del organismo, que responde a los estímulos que para él son más relevantes.

 

Wiliam James, filósofo considerado padre de la psicología moderna, en 1890 publicó un 
artículo llamado “El hábito” dentro de su obra “Principios de la psicología” en el que se basó 
en dos ideas principales: 
 - 1. La formación de hábitos como pilar fundamental sobre el que se edifica el desarrollo 
físico y mental de las personas, y  
 - 2. El concepto del ego dinámico, que abandona la idea de un ego estático para aceptar la 
corriente de la conciencia. 
En el encabezamiento del capítulo escribe: «Siémbrese una acción y se recogerá un hábito; 
siémbrese un hábito y se recogerá un carácter; siémbrese un carácter y se recogerá un 
destino». También decía que «Toda nuestra vida no es sino una masa de hábitos (prácticos, 
emocionales e intelectuales) sistemáticamente organizados para bien o para mal, que nos 
lleva irresistiblemente hacia nuestro destino, sea este lo que fuere». Para James adquirir un 
hábito consiste en transformar nuestros automatismos innatos por otros que se adapten mejor 
a nuestra realidad, haciendo que nuestro sistema nervioso pase a ser nuestro socio en vez de 
nuestro adversario. Y para conseguirlo debemos repetir el mayor número posible de 
actividades útiles y provechosas que seamos capaces, y hacerlo lo antes posible para prevenir 
se infiltren otras prácticas nocivas que puedan perjudicarnos (como la procrastinación, la 
postergación indefinida del esfuerzo que requiere cambiar). 

 
James explica con ello la plasticidad del sistema nervioso y el cerebro a través de su teoría de 
los 21 días argumentando que cada cambio que aplicamos a nuestra vida produce a su vez 
cambios en el sistema nervioso, lo que afecta al cerebro creando nuevos circuitos neuronales. 
Los circuitos modifican y determinan la forma en la que funciona nuestro cerebro, nuestros 
hábitos; para que podamos crear un nuevo circuito para el nuevo hábito que queramos 
adoptar, debemos trabajar la parte subconsciente de nuestro cerebro, que es donde se 
almacenan nuestros recuerdos, dónde se crea el aprendizaje y, por lo tanto, nuestros hábitos. 
Según Willians James, este proceso dura 21 días, (aunque puede variar un poco en función 
de la persona) porque el cerebro no asimila los cambios de golpe, lo hace de forma gradual, 
es por esto por lo que debemos repetir el mismo gesto durante 21 días para que el cerebro la 
pase a nuestra parte consciente, la convierta en aprendizaje y finalmente la almacene como 
un hábito. Por lo que no hay que desanimarse, hay que tener paciencia. El final del proceso, 
seguramente, merece la pena. 
 
Esta teoría fue demostrada por científicos más tarde aunque matizada en cuanto a su 
duración. No cabe duda de que la repetición influye mucho y es una herramienta básica en 
psicología. En ayuda a la teoría de James, en la década de 1950 también se creía que se 
precisaban de 21 días para crear un hábito porque un célebre cirujano plástico, Maxwell 
Maltz1, advirtió de que les llevaba ese tiempo a los pacientes operados acostumbrarse a su 
nueva apariencia y que en los amputados el síndrome del miembro fantasma2 desaparecía a 
los 21 días. Más recientemente la mayoría de los expertos coinciden en que un hábito se crea 
en 28 días, pero parece que suelen ser escasos para que las neuronas asimilen la mayoría de 
las nuevas costumbres, como se verificó con una investigación sobre el proceso de formación 
de un hábito que en 2009 hizo Phillippa Lally3 y su equipo en el University College de Londres. 
 Si trabajamos nuestros hábitos, los corregimos y adquirimos nuevos, podremos reducir el 
número de movimientos que hacemos al realizar las cosas, las haremos de forma más precisa, 
no tendremos tanta fatiga y reduciremos la atención que debemos poner al hacerlo, porque al 
hacerlo de forma automática no necesitaremos pensarlo. Empezar una nueva rutina, incluir un 
nuevo hábito en nuestra vida es cuestión de tiempo. Solo tenemos que repetir el gesto que 
queramos hacer durante 21 días (o los 66 de la doctora Lally) consecutivos y veremos cómo lo 
haremos sin pensar, sin esfuerzo y sin cansarnos. Por esto, necesitamos ser constantes y no 
abandonar nuestro objetivo en mitad del camino, la recompensa merece la pena. Perder peso, 
estar en forma, dejar de fumar, aprender inglés, hacer deporte, son los hábitos más habituales. 
Pero se pueden aplicar éstos y muchos más en nuestro día a día. Obteniendo así, tanto 
bienestar en tu día a día, como salud laboral.

 

Aprendemos mediante la asociación y memorizamos mediante la repetición. Cuando hacemos 
algo desconocido o asimilamos un conocimiento nuevo nuestras neuronas se agrupan 
químicamente para comunicarse, creando nuevas conexiones entre ellas. Y si repetimos esa 
experiencia nueva a menudo, esas conexiones neuronales se hacen cada vez más fuertes, 
hasta que las neuronas individuales terminan por liberar una sustancia química (unas 
moléculas llamadas neurotrofinas) para fijar esas conexiones, y el hábito estará adquirido. Los 
hábitos como atarse los zapatos, conducir o escribir a máquina son redes neuronales que se 
han hecho automáticas por la repetición física. Las neuronas se reorganizan continuamente 
según nuestros pensamientos y aprendizajes. Entonces podemos reestructurar nuestro 
cerebro simplemente cambiando nuestra forma de pensar o aprendiendo nuevas habilidades. 
Si decidimos elegir un nuevo hábito y estimulamos repetidamente las nuevas conexiones 
neuronales, estaremos creando una mentalidad distinta en nosotros, estaremos instaurando 
una nueva forma de pensar y de experimentar la realidad.

 
Cambiar de hábitos es un trabajo arduo, especialmente si hablamos de los hábitos del 
pensamiento. Los pensamientos que frecuentamos a diario sobre cualquier cuestión se 
convierten en nuestra forma natural de reflexionar, porque demanda bastante menos esfuerzo 
para el cerebro pensar siempre igual sobre la misma cuestión ya aprendida. Al principio 
debemos mentalizarnos del esfuerzo necesario que supone tener que concentrarnos en 
reestructurar nuestros pensamientos automáticos negativos, pero sabiendo que si lo hacemos 
a menudo y de forma constante (sin permitirnos ninguna excepción) nuestras neuronas 
empiezan a relacionarse entre ellas, creando conexiones más dinámicas y entrecruzadas en 
nuestro cerebro para preparar a nuestra mente a que asimile lo que hemos trabajado 
intelectualmente. Así se transmite ese nuevo estado mental a nuestra conciencia. Cuando 
tenemos la firme decisión de que ha llegado el momento de cambiar nuestra forma de pensar, 
por ejemplo de que es necesario dejar de pensar recurrentemente en la vergüenza o en el 
resentimiento que podamos tener hacia otras personas o hacia el mundo, requiere la misma 
fuerza de voluntad que la decisión de dejar de fumar o de empezar a hacer una vida sana 
mediante ejercicio físico y una alimentación saludable.

 
Con o sin confinamiento. Con o sin pandemia. O por ella.

 
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1Maxwell Maltz fue un cirujano plástico estadounidense autor de Psico-Cibernética (1960), sistema de ideas que, según él, podría mejorar la propia imagen para conseguir una vida más exitosa y satisfactoria. El libro fue un éxito de ventas durante mucho tiempo, lo que influyó en muchos autores de autoayuda posteriores, por lo que le considera el precursor de los ahora populares libros de autoayuda .

2El síndrome del miembro fantasma es la percepción de sensaciones de que un miembro amputado todavía está conectado al cuerpo y está funcionando con el resto de este; se solía creer que esto se debía a que el cerebro seguía recibiendo mensajes de los nervios que originalmente llevaban los impulsos desde el miembro perdido. Sin embargo, la explicación más posible hoy en día consiste en que el cerebro sigue teniendo un área dedicada al miembro amputado por lo que el paciente sigue sintiéndolo: ante la ausencia de estímulos de entrada que corrijan el estado del miembro, el área genera por su cuenta las sensaciones que considera coherentes.

3Phillippa Lally es una investigadora de psicología de la salud en el University College de Londres. En un artículo publicado en el European Journal of Social Psychology, se dio a conocer el resultado del estudio de cuando Lally y su equipo decidieron averiguar cuánto tiempo realmente se necesita para formar un hábito. El estudio examinó los hábitos de 96 personas durante un período de 12 semanas. Cada persona eligió un nuevo hábito durante 12 semanas y cada día informó de si o no lo hicieron el comportamiento y la forma automática el comportamiento sentía. En promedio, se tarda más de 2 meses antes de que un nuevo comportamiento se convierte en automático - 66 días para ser exactos. Y el tiempo que tarda un nuevo hábito para formarse puede variar ampliamente dependiendo del comportamiento, la persona y de las circunstancias. Los investigadores también encontraron que "fallar una oportunidad de realizar el comportamiento no afecta materialmente el proceso de formación de hábitos." En otras palabras, no importa si te equivocas de vez en cuando. La construcción de mejores hábitos no es un proceso de todo o nada.