Durante mucho tiempo yo había comprado diariamente los periódicos (así, en plural, porque
determinadas informaciones y/u opiniones es imprescindible contrastarlas, pero eso es otro
tema) en el mismo kiosco cuando salía de casa por la mañana, y cuando eso ocurre acaba
creándose una cierta corriente de complicidad con el kiosquero de turno, quien, de alguna
manera, termina convirtiéndose en algo así como tu agente literario, que te informa
puntualmente de las novedades que le van llegando y que él intuye que se ajustan a tus
gustos, según interpreta de los comentarios y las conversaciones diarias, siempre cortas y
apresuradas1.
Posteriormente, los cambios de lugar de trabajo fundamentalmente, provocan también
cambios en estas rutinas, de forma que de un tiempo a esta parte las diferentes actividades
cotidianas hacían que alternara la compra de la prensa, según los días, en un kiosco
tradicional o en un bazar que es papelería-juguetería-tiendaderegalos-prensa-chucherías,...
o sea una auténtica “cosería”. Y la semana pasada, al intentar comprar la prensa en este
bazar, los periódicos habían desaparecido de unos anaqueles ocupados, solamente, por
revistas de papel couché; y, al preguntarle al tendero si es que había habido retraso en el
reparto, confirmó que no, que dejaba de recibir la prensa diaria “porque la tengo que
devolver cada día porque no se vende excepto la del fin de semana por las promociones de
vajillas ollas, foulards y esas cosas”. Toca, pues, hacer un “peregrinaje” por la zona buscando
dónde comprar los diarios y al hacerlo se confirma lo que, realmente, ya se había observado
pero a lo que, como no había afectado hasta ese momento, no se le había prestado atención,
y es el hecho de que están desapareciendo de nuestro paisaje urbano, y de manera
acelerada, los kioscos de prensa, la mayoría ya con las persianas metálicas (“decoradas”
con múltiples graffiti) bajadas. Es cierto, la prensa escrita parece haber perdido la batalla ante la inmediatez de la
información (y de otras cosas como las fake news, que existen y se propagan como hongos
por las Redes) por Internet, sin advertir que, para estar informados, son canales diferentes;
complementarios pero diferentes. Y no lo digo por la diferencia física entre acceder a conocer
las principales noticias del día en unos titulares a través de una pantalla pulsando
nerviosamente un teclado y el ojeo de un diario en papel ante una humeante taza de café,
viendo qué colaboradores opinan hoy y sobre qué para leerlo después, sin desechar,
naturalmente, que más tarde se busque también ampliación/actualización de algún detalle en
la Red. No, la diferencia va más allá y se percibe sutilmente en que se ha conseguido, por
alguna “fuerza obscura”, sin duda, que todos se vean (nos veamos) dominados por una
irracional prisa, que hace, entre otras cosas, que se identifique información con titulares, y
para eso, la verdad, sobra la prensa escrita, que debe ser algo más que un titular impactante.
Las Redes ofrecen numerosos, y a veces vergonzosos, ejemplos de que el titular se parece
como un huevo a una castaña a la noticia que desarrolla, pero como sus lectores/seguidores/
usuarios sólo leen (y creen a pie juntillas) el titular… Esta manipulación no es tan habitual ni
tan descarada, aunque también se dé, en la prensa escrita.
Pero la evidencia de que con esta tendencia no sólo se pierde la saludable costumbre de
profundizar en la noticia, más allá del titular, y contrastarla para poder formarse una opinión
argumentada sobre ella, sino que el matiz de que ya no se leen tampoco los artículos de los
colaboradores, hace pensar en que el problema es mucho más serio y trasciende los límites
de la prensa escrita, e incluso nuestros límites geográficos nacionales y es un fenómeno de
alcance mundial.
Por ahí parece que van los tiros, porque, más allá de la prensa escrita y de España, Michael
Busch, consejero delegado de Thalia, la principal cadena de librerías alemana, declara que
“estamos preocupados porque han desaparecido seis millones de lectores en Alemania en
pocos años. No se trata de una nadería, sino de un terremoto. No podemos seguir como
hasta ahora (…) debemos ser capaces de atraer de nuevo muchas personas al libro y a la
lectura. Pero igualmente estamos inquietos por las consecuencias sociales de la no lectura.
Cuando ahora la gente dice que tiene menos tiempo para los libros, quiere decir que cada
vez se ocupan menos a fondo de los temas, tienen menos tiempo para sí mismos y para
entusiasmarse con buenos relatos. Significa que también imaginan menos historias en su
cabeza. En la compañía nos hemos preguntado por qué es bueno leer. Y hemos concluido
que porque creemos que el mundo mejora con más lectura y contenidos inspiradores”. Volviendo a nuestro país, según el barómetro de hábitos de lectura, el 40,3% de los
ciudadanos españoles no leen nunca un libro y en cinco años el número de personas que
leen a diario ha descendido en más de un millón. Es decir, que lo que explica Busch de su
país, vale para el nuestro. Otro elemento significativo política y socialmente que se aprecia
y documenta en Alemania es que la extrema derecha crece allí donde hay menos librerías,
donde existe un menor acceso a la lectura. El auténtico populismo (no el que políticos
ignorantes de todos conocidos se empeñan en acusar) se alimenta de los menos ilustrados,
de los que apenas reflexionan, de los que están dispuestos a creerse cualquier cosa. “La
superficialidad es tierra abonada para el radicalismo”, advierte Busch. El problema de un
mundo con menos lectores no es lo que se pierden quienes no leen, sino el daño que pueden
causar al resto los náufragos de la cultura.
Durante la década de los años 60 del pasado siglo, el conocido y controvertido cineasta y escritor Woody Allen escribió una serie de relatos, que después recopiló en el libro Getting even (algo así como Desquitarse), llamado en España, en traducción libérrima Cómo acabar de una vez por todas con la cultura.2 Toda una premonición, la del traductor, porque todo indica que la cultura, tal como muchos la entendemos, tiende a su desaparición, aunque no en la forma que se puede deducir de la obra de Allen, sino sustituida, sin que a nadie parezca preocuparle, por lo que dictan, cada vez con menos pudor, las Redes Sociales.
Una de las pruebas de que con esta tendencia actual se manipula impunemente al lector residual que aún subsiste es la paulatina desaparición (como los kioscos) de las librerías y la concentración de la venta de libros en Grandes Almacenes o Grandes Superficies. Y alguien puede pensar ¿qué diferencia hay para el lector entre comprar un libro en una librería tradicional, de barrio, o en la sección de libros de unos grandes almacenes? Pues, si nos ceñimos al acto de comprar, ninguna, es cierto, pero si abrimos el abanico de acciones vinculadas, se abre también el de las diferencias, porque se comprueba que entre los “daños colaterales” de la consolidación de la actual tendencia está la figura del librero, con consecuencias variadas, alguna de ellas nefasta en muchos aspectos. Aún guardo en la memoria con cierta nostalgia un bar-librería al que durante un tiempo íbamos con frecuencia a tomar café; en puridad era un cuchitril, con dos mesas de bar, una barra de escasos tres metros, unas estanterías a rebosar de libros a la venta… y un barman-librero con unos conocimientos y un ojo clínico para enmarcar de cuyas recomendaciones podías fiarte con los ojos cerrados (recuerdo que en una ocasión le compré un libro del que me habían hablado muy bien, y al entregármelo me dijo: “No le gustará”. Y no me gustó, aunque nunca se lo reconocí). Si desaparecen las librerías al uso, desaparecen con ellas los libreros, pero en las grandes cadenas comerciales y, especialmente en los portales digitales de libros, aparecen recomendaciones de lectura. ¿cuál es el problema, entonces? No se puede generalizar, por supuesto, pero estas recomendaciones pueden manipularse para inducir a ciertas lecturas, direccionando de forma encubierta a los presuntos lectores hacia la “cultura” que se pretende desarrollar.
Librerías y tertulias desaparecidas |
Con un ejemplo de un sistema ya ensayado, entre los ya detectados, se verá más fácilmente esta manipulación subrepticia partiendo, en este ejemplo concreto, de que las recomendaciones de los portales se basan en algoritmos en los que tiene un peso importante el volumen de ventas de un título (luego, aparentemente, su aceptación por el gran público). Pues bien, supongamos que hay una organización interesada en difundir un libelo de manera que no se la identifique con él en primera instancia; para ello, uno de sus ideólogos mediáticos “de cabecera” escribe el libelo en forma de libro de título sugerente aunque calculadamente ambiguo para que resulte atrayente para todas las tendencias; la organización compra toda la primera edición (recuperando el gasto al vender internamente los libros a sus asociados, firmados por el autor o por el mandamás supremo, según decidan), con lo que el libelo pasa automáticamente a encabezar el ranking de libros recomendados (se ha agotado en un tiempo récord) pero desabastecidos y se tiene que programar deprisa una reedición, esta sí, distribuida con normalidad con el fin de atender la demanda creada artificialmente. Y no es ficción.
Sin profundizar más, ¿seguro que es excesivo hablar de que la tendencia actual es la de acabar con la cultura (o direccionarte para conocer sólo la que interesa a los manipuladores de turno, que viene a ser lo mismo) con la excusa de los cambios a los que obliga lo queramos o no) la evolución tecnológica?
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1Tal
vez en este contexto no esté de mas evocar las reflexiones sus
citadas por esta relación real publicadas en el boletín de
management GEISNEWS, número 39, de mayo de 2002:
En la estación de tren de la ciudad donde
vivo hay, como en la mayoría de estaciones de tren, un
quiosco de prensa. Bueno, realmente no está en el propio edificio
de la estación, sino en una esquina de la plaza, a la entrada.
Su clientela, claro, la conforman los
pasajeros que, con más o menos prisa y arrastrando en general
generosas dosis de somnolencia matutina, entran o salen de la
estación. Es un ritual que se suele cumplir cada mañana: llegar al
quiosco, controlar con el rabillo del ojo si ya llega el tren y
cruzar tres palabras tópicas de cortesía con José, el quiosquero,
mientras abonan el precio del diario que han comprado.
Después, también están como clientes
los vecinos del barrio. La relación que se establece con ellos es
diferente: salen de casa con el propósito exclusivo de comprar la
prensa o aprovechan el momento de la compra para tomar el primer
café calentito de la mañana en la cafetería de la estación antes
de pasar también por la panadería y hacer el recorrido completo.
Su noción del tiempo que destinan a
comprar el diario es, en este caso, diferente: ya no tienen que
estar pendientes de si se acerca el tren; al contrario, su llegada,
y la gente que sale presurosa, es tema para prolongar la charla que,
durante unos minutos, comparten con José. Y el quiosquero,
consciente de la diferencia entre estos y los madrugadores, se
adapta a cada una de las dos clientelas, disfrutando, además, con
ellas.
Pero esto no siempre ha sido así. El
quiosco ha sido regentado, a lo largo del tiempo, por diferentes
propietarios. Unos han durado más y otros menos.
Por las razones que sean, no habían
conseguido una respuesta satisfactoria de sus clientes y el negocio
había ido apagándose. Sin embargo, el producto que ofrecían en
sus vitrinas era siempre el mismo; las marcas, también las mismas
(ni siquiera había la posibilidad de gestionar marcas blancas o
segundas marcas de productos); el precio de venta, único para todos
los compradores, y la rapidez de servicio, idéntica. Es más, en
alguna ocasión se había intentado diversificar el producto con la
venta de chucherías y caramelos. ¿Qué pasaba?
Quizá la respuesta haya que buscarla en
las particularidades de la relación que hacen que un cliente se
sienta atendido y satisfecho en un nivel que ni le haga pensar en
cambiar de quiosco. En definitiva, en eso que se erige como el Grial
de muchas empresas, particularmente de servicios: la fidelización
de los clientes.
Lo habéis adivinado: ese kiosco ya no
existe.
2Cómo
acabar de una vez por todas con la cultura está compuesto por
diecisiete relatos de los que solamente tres fueron escritos
especialmente para este libro. Incluye una revisión irónica de
muchos de los elementos de la cultura actual, tomando en clave de
humor los elementos principales de la historia reciente e incluyendo
situaciones propias del absurdo que intentan llevar al lector a
replantearse su percepción sobre los personajes y situaciones. En
esta obra se encuentran temas que serán recurrentes en su obra,
como el psicoanálisis y su condición de judío, especialmente
significativas en esta obra en la que incluye artículos sobre Adolf
Hitler en clave de humor siguiendo la línea de Charles Chaplin en
la película El gran dictador.