Hemos oído muchas veces, y asumido, eso de que el ser humano es, por naturaleza, un
animal social (vale, de acuerdo, unos más animales que otros) y que, en consecuencia,
necesita a los demás para alcanzar el bienestar y realizarse. Por eso llama la atención, y
máxime en situaciones como las de la actual pandemia, rodeada del miedo a lo desconocido
por ese, ya casi familiar en las referencias, coronavirus. la gente que busca la soledad. Bien
sea porque busca vivir sola para autoconocerse o porque existen ciertas circunstancias de
vida que llevan a ello.
Por su alto componente emocional se concluye que la opción voluntaria de la soledad no
parece ser algo amigable, por lo que se ha creado todo un imaginario alrededor de ella que
nos impide apreciarla como lo que es, una herramienta de desarrollo personal con un
inmenso potencial. La realidad es que, como con todo, existen ventajas y desventajas
alrededor del hecho de querer vivir solo. Por ello, analizaremos los aspectos fundamentales
y reflexionaremos en profundidad acerca de si la soledad, cuando es buscada, resulta
realmente placentera y beneficiosa para el ser humano y, a pesar de la estigmatización
social que se ha hecho de la soledad, esta ofrece muchas ventajas: a menudo, existen
muchas obligaciones derivadas de los compromisos que asumimos en la vida. Especialmente
en el ámbito conyugal y familiar. La crianza de los hijos es una de las más demandantes y
agotadoras. Puede que la persona siempre haya vivido sola o sufra la partida de hijos, el
divorcio, viudedad o muerte de parientes, quizá haya cosas que nunca se pudieron realizar
por la dedicación a las obligaciones familiares, y ello incluye vivir en el tipo de espacio
deseado. La soledad, buscada o no, es una oportunidad de oro para realizar todo lo que
hemos dejado pendiente.
La realidad es que, la vida en soledad buscada brinda la responsabilidad absoluta a la
persona de las decisiones que se tomen en toda circunstancia. También en su ejecución,
con la consecuente satisfacción que eso puede brindar, por lo que vivir en soledad brinda
una experiencia de crecimiento personal que, por supuesto, resulta muy enriquecedora y que
potencia relaciones sociales más saludables y provechosas. La soledad buscada, además,
implica que la persona puede tomarse unas vacaciones con respecto a la convivencia con
otras personas. Y es que esas obligaciones sociales a veces no dejan tiempo para las
cuestiones personales. Siempre hemos mantenido que se ha sido dueño del tiempo. Pero
cuando pasamos un tiempo en soledad, la nueva disponibilidad de tiempo permitirá hacer
cosas que antes no fue posible, e incluso más.
Por otra parte, No hay mejor manera de conocerse a sí mismo que pasar un tiempo a solas
consigo, a solas con el propio yo, no hay excusas para esa inagotable tarea de conocerse y
encontrarse. Es la ocasión para fortalecer el carácter y la identidad o para hacer correcciones
y mejoras e, independientemente de cuál sea la fe propia, cuando se está en una búsqueda
espiritual, la soledad suele ser muy buena aliada. Al vivir en soledad, la persona se puede
enfocar con exclusividad y tranquilidad en ello y, paradójicamente, cuando se vive en soledad,
se valoran y aprovechan más las relaciones sociales. Los momentos compartidos con amigos
y familiares tendrán más calidad que frecuencia.
La relajación que se siente al estar sin compañía ni presiones proviene de la paz que otorga
el silencio. En esta etapa efectivamente se recupera el valor del silencio. Sin embargo hay
personas que llenan ese silencio con los sonidos de su gusto, que le dan sensación de
bienestar. Sin duda vivir en convivencia otorga placer. Pero vivir en soledad ofrece la
posibilidad de dedicarse con más pasión a las actividades que nos placen.
No hace falta sino repasar algunas huellas de la soledad en la literatura para advertir el
sesgo cultural, no emocional voluntario de tal sentimiento. Por ejemplo, en los Cien años de
soledad, del Nobel colombiano Gabriel García Márquez, todos sus personajes parecen que
están predestinados a padecer de la soledad, como una característica innata de la familia
Buendía. El pueblo mismo, el mítico Macondo, vive aislado de la modernidad, siempre a la
espera de la llegada de los gitanos para traer los nuevos inventos; y el olvido, frecuente en
los acontecimientos. En Solitud, de la catalana Caterina Albert (que tuvo que publicar su obra
con el nombre masculino de Víctor Català), la obra trata el literario vital e interior de Mila, la
protagonista, hasta que se llega a conocer a ella misma en una historia de autoconstrucción
y descubrimiento de la propia personalidad, al final de la novela, que le supondrá asumir la
propia soledad para poder iniciar otra vida o poderla cambiar profundamente. Pero es Miguel
de Unamuno, en su ensayo Soledad, de 1905, quien aporta algunas claves racionales para
entender el fenómeno: “Mi amor a la muchedumbre es lo que me lleva a huir de ella. Al huirla,
la voy buscando. No me llames misántropo. Los misántropos buscan la sociedad y el trato de
las gentes; las necesitan para nutrir su odio o su desdén hacia ellas. El amor puede vivir de
recuerdos y de esperanzas; el odio necesita realidades presentes.
Déjame, pues, que huya de la sociedad y me refugie en el sosiego del campo, buscando en
medio de él y dentro de mi alma la compañía de las gentes. Los hombres sólo se sienten de
veras hermanos cuando se oyen unos a otros en el silencio de las cosas a través de la
soledad. El ¡ay! apagado de tu pobre prójimo que te llega a través del muro que os separa, te
penetra mucho más adentro de tu corazón que te penetrarían sus quejas todas si te las
contara estando tú viéndole. (...)
Sólo la soledad nos derrite esa espesa capa de pudor que nos aísla a los unos de los otros;
sólo en la soledad nos encontramos; y al encontrarnos, encontramos en nosotros a todos
nuestros hermanos en soledad. Créeme que la soledad nos une tanto cuanto la sociedad nos
separa. Y si no sabemos querernos, es porque no sabemos estar solos.
Sólo en la soledad, rota por ella la espesa costra del pudor que nos separa a los unos de los
otros y de Dios a todos, no tenemos secretos para Dios; sólo en la soledad alzamos nuestro
corazón al Corazón del Universo; sólo en la soledad brota de nuestra alma el himno redentor
de la confesión suprema. No hay más diálogo verdadero que el diálogo que entablas contigo
mismo, y este diálogo sólo puedes entablarlo estando a solas. En la soledad, y sólo en la
soledad, puedes conocerte a ti mismo como prójimo; y mientras no te conozcas a ti mismo
como a prójimo, no podrás llegar a ver en tus prójimos otros yos. Si quieres aprender a amar
a los otros, recógete en ti mismo”
En este contexto, alguien me dijo una vez la frase del cineasta Orson Welles “Nacemos solos,
vivimos solos, morimos solos. Sólo a través de nuestro amor y amistad podemos crear la
ilusión por un momento de que no estamos solos.” y, con los años he comprendido que esta
frase no trata de soledad y aislamiento, sino de responsabilidad con los tuyos. “Nacemos
solos y morimos solos” no es más que una afirmación austera sobre nuestros compromisos
en la vida. Una reflexión sobre los problemas que nos acontecen y nuestra parte en ello.
“Nacemos solos y morimos solos” no es más que un “tu te lo guisas, tu te lo comes” un “tu
marrón es tuyo”… una afirmación tácita de que cuando vienen los verdaderos problemas en
la vida, tu eres el que los sufres y tu eres quien tiene que resolverlos. Puedes recibir amparo
o compañía pero ésta nunca te resolverá el problema, tan solo te ayudará en algunos
escalones, eso sí, a la hora de subir la escalera eso será cosa tuya. “Nacemos solos y
morimos solos” es un discurso sobre las decisiones que tomamos en la vida, sus
consecuencias y responsabilidades. Porque no hay mayor prudencia en la vida que la de no
responsabilizar a otros de tus propias faltas. Y es que no hay consecuencia más nefasta que
la de atormentar a otros sobre tus propias consecuencias.
Sin embargo, existen muchos prejuicios acerca del tema de vivir en soledad aunque, en
realidad, las supuestas desventajas no son inherentes a la soledad en sí, y mucho menos si
esta es voluntaria. La soledad no elegida, o la originada por circunstancias difíciles de la vida,
en la que puede producirse miedo o aislamiento, es la que generalmente acarrea malestar y
es en esos casos cuando hay que buscar medidas para combatir el abatimiento y la tristeza,
pensando siempre que lo ideal es aprender a ser feliz en soledad, antes de pretender ser
felices en la convivencia con otra persona. Pero ha bastado que todo el mundo se haya visto
afectado por un desconocido cataclismo sanitario/socio/económico inesperado de alcance
mundial y de consecuencias (que están por ver) en el mejor de los casos, pavorosas e
inimaginables, para que las elaboradas teorías acerca de la soledad buscada hayan saltado
por los aires hechas añicos y se haya descubierto con tristeza e impotencia que somos muy
vulnerables y que, en el fondo, los lazos entre humanos existen y reconfortan en momentos
duros.
Más allá de la carga retórica de la frase de Welles, lo cierto es que el drama actual nos ha
mostrado a marchas forzadas nuestra extrema vulnerabilidad y dependencia de nuestro
entorno, en tanto que animales sociales. Y así el aislamiento/confinamiento originado por el
pánico a la propagación del desconocido virus Covid-19 ha dado lugar a situaciones
humanamente sangrantes en las que, por ejemplo, se obligaba a morir sóla (con la única
compañía, si acaso, del esforzado y nunca bien ponderado, personal sanitario) a la persona
afectada por la enfermedad, a prescindir de ceremonias (incluso religiosas) de despedida, a
no utilizar muestras de afecto/ánimo entre los que quedan, etc. Y el número de afectados y
víctimas no para de crecer pero no no equivoquemos, no del Covid-19, sino de sus
antecedentes. Aunque éste haya servido de espoleta. A pesar de que su avance es imparable,
nadie parece hablar de ello, como si nombrarla estuviese prohibido, como si reconocer
sufrirla estuviese condenado socialmente. Hablamos de la soledad impuesta, lejos de la
glosada como buscada por Unamuno, la gran epidemia silenciosa del siglo XXI que
calladamente se extiende y afecta ya a una gran parte de la población occidental.
En palabras del magistrado Joaquim Bosch Grau,“Cada vez me pasa más, encontrarme con
cadáveres de ancianos que llevan muchos días muertos, en avanzado estado de
descomposición. No sé si está fallando la intervención social o los lazos familiares. Pero
indica el tipo de sociedad hacia el que nos dirigimos”. Cada vez son más las personas,
especialmente mayores, que fallecen silenciosamente y solos. Con la voluntad de banalizar el
hecho, en España crece el número de empresas dedicadas a las llamadas “limpiezas
traumáticas”, limpiar los domicilios de estas personas fallecidas en soledad. En muchas
ocasiones estas empresas son avisadas por los vecinos y comunidades de propietarios por el
olor que se desprende de uno de los pisos. Los casos se disparan en verano debido al efecto
que sobre los cuerpos produce el calor; cada vez hay más personas que mueren solas, en
muchos casos, abandonadas por sus familiares y olvidadas por el resto de la sociedad.
Parece una paradoja, en el siglo de las redes sociales, que mucha, muchísima gente se
siente sola. Cuando todo parece estar al alcance de un clic, nunca antes ha habido más
gente que declara sentirse sola.
La soledad tiene además un tremendo impacto en la salud pública que debe atender las
consecuencias de esta epidemia (depresión, adicciones y deterioro de la salud en general).
Se estima que la soledad podría tener un impacto económico global calculado de 3 billones
(con "b") de dólares y afecta a todo el mundo: en el Reino Unido la cantidad de personas que
viven solas no tiene precedentes en la historia. Desde 1960 se triplicó esa estadística. En
España la situación no es mejor. Casi cinco millones de españoles viven solos, y a medida
que envejece la población, a velocidad de vértigo, serán muchos más. Una gran parte de ellos
son ancianos que, en ocasiones, pasan meses sin que nadie se pregunte por su paradero. En
EEUU, nos encontramos con un panorama muy similar; el número de ciudadanos americanos
que no tendrán familia cercana se doblará en tan solo 25 años. Así pues estamos ante una
epidemia global (pandemia) de todos los países occidentales. Consecuencias de la epidemia:
muertes ignoradas, suicidios y mucha soledad.
Otra consecuencia de esta creciente epidemia, es el elevado número de suicidios en los
países occidentales. Resulta llamativo que la tasa de suicidio de la población es mucho más
alta que en los países subdesarrollados, donde teóricamente la gente, que vive con mucho
menos, debería ser más infeliz. Otra paradoja más, un mundo hiperconectado donde este
sentimiento está en máximos. En el año 2014 se hizo un estudio en Francia sobre las
llamadas al teléfono de emergencias de hombres que tenían ideas de suicidio intentando
averiguar cuál era la causa de esas ideas. Sorprendentemente no era la depresión sino el
sentimiento de soledad y aislamiento en un 23% de los casos. En el caso de las mujeres el
resultado era muy similar. En nuestros medios hay muchas campañas contra otras lacras de
la sociedad como los accidentes de tráfico o las drogas pero no las hay, ni se habla nunca
de la lacra del suicidio. Casi 4.000 personas se quitan la vida cada año en España. El
suicidio duplica las muertes por accidentes de tráfico y es la principal causa de muerte entre
los españoles de entre 15 y 29 años de edad. Tenemos que examinarnos seriamente el
grado de responsabilidad que tenemos todos en estar creando una sociedad tan individualista
y utilitarista que arrincona a nuestros mayores y menosprecia muchas veces al inadaptado o
incapacitado.
¿Por qué hay tanta soledad en nuestra avanzada sociedad de bienestar? Es indudable que
la familia ha sido hasta nuestros días el gran antídoto contra la soledad. La fortísima caída
de natalidad de los países occidentales así como la desintegración de la estructura familiar
está teniendo un alto coste e impacto social. Es indudable también que la irrupción del
hombre tecnológico ha hecho mucho por incrementar esta epidemia. Las consolas han
vencido a los libros y los móviles han perdido incluso la cercanía de la voz. Las miradas se
han sustituido por likes y las cartas de amor han dado paso al tinder instantáneo. Hombres y
mujeres estamos más lejos que nunca pareciendo que hay muchos que nos quieren convertir
en enemigos. Las horas de redes sociales y consolas no paran de aumentar y las de paseos
y cañas con confidencias disminuir.
Pero por encima de este efecto tecnológico, el responsable sería el egocentrismo de una
sociedad y sus individuos para la que los diferentes estorban. Estamos acostumbrados a
mirar derechos y no deberes, a exigir en lugar de dar, a pensar en definitiva en nosotros
mismos en lugar de en los demás. No tenemos ojos para el vecino que sufre o se siente solo.
Pensamos mucho más en cómo nos van a percibir los demás que en lo que puedo hacer
para que los demás se perciban mejor a sí mismos. Priman las relaciones de interés o
esporádicas frente a las de compromiso y permanentes, huimos del sacrificio, educamos a
nuestros hijos, pocos y escogidos, en la máxima comodidad, en el premio fácil de lo
inmediato y la cultura del esfuerzo apenas tiene ya cabida… Se prima el sentimiento y las
emociones sobre la voluntad y el deber ser, en definitiva hemos hecho un mundo que se
mira el ombligo y apenas mira más allá de él, donde la cultura del esfuerzo ha sido sustituida
por la cultura de la recompensa inmediata enseñada ya desde la más tierna infancia.
Vivimos en la “ilusión de percepción asimétrica”, una consecuencia más de mirarnos el
ombligo. En una sociedad así los conflictos solo pueden aumentar, desde los más nimios,
por ejemplo la agresividad vial, hasta los más complejos, tensiones interraciales,
interterritoriales… Un idioma acaba siendo motivo de odio y exclusión y una raza de
rechazo. Los conflictos sociales, políticos e interpersonales en una sociedad tan egocéntrica
irán en aumento, el sentimiento de soledad y aislamiento de los individuos también.