No hace mucho tiempo, estas semanas pasadas, tuvimos ocasión de asistir a un fenómeno
meteorológico, a decir verdad, cíclico, como es la instalación durante días de lo que nos
parece una espesa y pesada niebla oscura, hasta que se nos dice que los índices de
contaminación en el aire se han disparado y que lo que forma esa niebla no es humedad o
humos sin más, o cambia el tiempo y llueve, y lo que cae del cielo es… barro, entre juramentos
en arameo de quien acababa de sacar el coche del túnel de lavado o acababa de limpiar las
primorosas cristaleras exteriores de la galería. El episodio, que se repite periódicamente (en
los últimos 45 años se han registrado 187 observaciones de este polvo) en función de la fuerza
y dirección de los vientos, es conocido como polvo del desierto del Sahara en suspensión y,
poca broma, según cálculos creíbles, la lluvia puede hacer precipitar más de 200.000 Tm.
(doscientas mil toneladas) en un sólo día.
En contraposición a este ambiente meteorológico/visual opresivo, me vino a la memoria la
invitación de unos amigos, hace años, a pasar unos días en un alojamiento rural, en plena
montaña, lejos de todos sitios, lo que puso de manifiesto la verdad de Perogrullo de que la
persona contemporánea, acostumbrada al resplandor de la luz de la ciudad, a la llamada
contaminación lumínica, ha dejado de ver el cielo nocturno; las luces de la urbe no dejan
contemplar el magnífico espectáculo de una noche despejada a simple vista. En aquellas
noches despejadas, en aquella casa rural, boquiabiertos, pudimos ver, convenientemente
protegidos del relente nocturno, la luna, los planetas, la Vía Láctea, alguna que otra estrella
fugaz (al parecer, pese a su nombre cautivador, son simples meteoritos que entran en
combustión por frotamiento en el momento de su penetración en la atmósfera terrestre, más
densa) y otros objetos celestes (galaxias, cúmulos globulares y nebulosas) visibles a simple
vista únicamente bajo la apariencia de manchas lechosas difuminadas y recortadas en la
negrura imperante.
Es inevitable, en ese escenario y conscientemente empequeñecidos por esa inmensidad que
ni siquiera abarcamos, hacerse la pregunta del millón: ¿estamos sólos en el universo? Porque
el universo es inmensamente grande; sólo la Vía Láctea, nuestra galaxia, tiene, tirando bajo,
más de 100 000 millones de estrellas, y en el universo observable, es decir, en la diminuta
fracción de universo que podemos ver, hay más de un billón (con “b”) de galaxias mucho
mayores que la Vía Láctea. La pregunta es, en el fondo, si la inteligencia es un resultado
probable de la selección natural o un improbable golpe de suerte recordando que, por definición,
los acontecimientos probables se producen con frecuencia, mientras que los sucesos
improbables tienen lugar pocas veces o una sola vez, pero esta pregunta inocente tiene
acérrimos defensores para la respuesta afirmativa y contumaces defensores de la negativa. Y
es que, aunque el universo es inmenso (y viejo), y dispone de tiempo y espacio suficiente para
que la inteligencia evolucione, no hay pruebas científicamente fehacientes de que tal cosa
ocurra. ¿Cabría pensar, sencillamente, que a lo mejor es poco probable que la inteligencia
evolucione? Por desgracia, no podemos estudiar la vida extraterrestre para responder a esta
pregunta. Pero sí podemos estudiar los casi 4 500 millones de años de historia que tiene la
Tierra y observar cuándo se repite –o no– la propia evolución. Y la historia de nuestra evolución
muestra que muchas adaptaciones de carácter crucial –no solo la inteligencia, sino también los
animales y las células complejas, la fotosíntesis y la propia vida– fueron sucesos únicos y
excepcionales y, por tanto, muy improbable que se repitan. Nuestra evolución tal vez haya sido
como ganar la lotería… solo que con una probabilidad mucho menor.
Respecto a los defensores de que no estamos sólos, en 1961, el radioastrónomo
norteamericano Frank Drake trató de encuadrar la paradoja de Fermi, de la que hablaremos
más tarde, en un marco analítico y desarrolló la famosa ecuación que lleva su nombre para
estimar el número de civilizaciones inteligentes que podrían existir en nuestra Vía Láctea, con
independencia del hecho de que no podamos verlas.
En su ecuación
N sería el número de civilizaciones con capacidad de comunicación dentro de nuestra galaxia,
un número que Drake calculó teniendo en cuenta factores como el ritmo actual de formación
de estrellas "adecuadas" (R), la fracción de estrellas que tienen planetas (fp), el número de
planetas dentro de la "zona habitable" de esas estrellas (ne), el número de mundos en los que
ha surgido la vida (fl), se ha desarrollado hasta la inteligencia (fi) y ha sido capaz de fabricar
tecnología de comunicaciones (fc). L, por su parte, es el tiempo medio, en años, durante el
que una civilización inteligente puede sobrevivir1. Asignando una serie de valores a cada
parámetro, Drake llegó a la conclusión de que solo en nuestra galaxia, la Vía Láctea, debería
haber un mínimo de diez civilizaciones detectables por el hombre cada año. Más tarde, y a la
luz de los nuevos conocimientos astronómicos, los valores asignados por Drake a cada factor
se fueron ajustando, y un buen número de soluciones a su ecuación contemplan resultados
mucho más modestos (con los “ajustes”, básicamente, del especialista en temas
pseudocientíficos, también norteamericano, Michael Shermer, desarrollados en su libro Why
People Believe Weird Thing – Por Qué la Gente Cree en Cosas Extrañas -), con cifras de
0,0000000142162 (e incluso menos) posibles civilizaciones detectables al año.
Según la paradoja de Fermi, formulada en 1950 por el físico italo-nortemericano Enrico Fermi,
y que alentó las investigaciones matemáticas de Drake, solo en nuestra galaxia hay tantas
estrellas que, teniendo en cuenta la edad del Universo, incluso la más pequeña probabilidad de
que surja vida inteligente significaría que la Vía Láctea debería estar repleta de tales
civilizaciones, y que por lo menos algunas de ellas deberían haber sido ya detectadas por la
Humanidad. Pero a pesar de todos los esfuerzos, no ha sido así. De ahí la paradoja. Dicho de
otra forma, aunque los mundos habitables son escasos, el número por sí solo —existen tantos
planetas como estrellas, puede que más— invita a pensar que hay mucha vida ahí fuera. Si es
así, ¿dónde se ha metido? Como decía, en icónica frase de la ciencia ficción, la controvertida
película de 1997 Contact, dirigida por Robert Zemeckis y protagonizada por Jodie Foster y
Matthew McConaughey, “Si solo estamos nosotros en el universo, cuanto espacio
desaprovechado”.
La siguiente deducción de la cohorte de seguidores del “no estamos sólos” fue que, admitiendo
que nuestra tecnología más avanzada resultaba muy atrasada ante la dimensión del universo,
cabía pensar entonces que, desde fuera de nuestro espacio, otros seres no humanos, que sí
que disponían de la tecnología adecuada (tecnología que ha de incluir la forma de desplazarse,
toda vez que la estrella – no el planeta similar, ojo – más próxima a la Tierra, la enana roja
Próxima Centauri, está sólo a cuatro años luz de distancia – o sea, que viajando a una
velocidad de trescientos mil kilómetros cada segundo sólo se tardarían cuatro años en llegar -),
nos visitaban o habían visitado en el pasado. Nació así toda una rama, que algunos llaman
sub-cultura, en la que abundan los extraterrestes o alienígenas (que nos visitan en ovnis,
algunos “perfectamente documentados”, se comunican con nosotros fuera de los sentidos
conocidos – vista, oído, etc. - con métodos extrasensoriales, usan la abducción de los seres
humanos que les interesan,…) para intentar explicar todo aquello que ofrece dudas
razonables o se desconoce, sea la desaparecida cultura maya o la construcción de las
pirámides de Egipto. Valga como ejemplo las llamadas “líneas de Nazca” (“Nasca” en algunas
fuentes), ubicadas en el centro-sur de Perú, en pleno desierto, entre las poblaciones de
Nazca y Palpa, a unos 400 kilómetros de la capital, Lima, que fueron desconocidas durante
siglos, hasta que el inicio de la aviación descubrió en 1927 las enigmáticas formas ya que solo
son visibles desde las alturas (lo que en el suelo parece un laberinto de caminos trazados
sobre la tierra, a vista de pájaro compone gigantescas figuras que representan formas
geométricas, de animales, plantas y humanos,) y que están compuestas por más de 140
formas que van desde algunas ya conocidas, como monos y serpientes, hasta otras que han
sorprendido a los científicos, como un ser humanoide con bastón cuyo significado comenzará
ahora a estudiarse. Para algunos son una especie de mensaje desde la Tierra hasta el
cosmos, trazos -como caligrafías desconocidas- creadas desde el pasado para la eternidad.
La verdad es que en 1547 el historiador y cronista español Pedro Cieza de León explicó que
había visto "señales en algunas partes del desierto de Nazca" pero estas afirmaciones no
fueron investigadas en la época y fueron olvidadas.
El aura de misterio que rodea a esta obra de la cultura preincaica se debe a tres características
fundamentales:
- su monumentalidad;
- el hecho de que los diseños pueden apreciarse en su plenitud solo desde grandes alturas;
- su ubicación en medio de uno de los desiertos más áridos del mundo.
y, pese a que tal misterio está hoy resuelto por los arqueólogos, desde que éstos empezaron a
estudiar las figuras del desierto, en los años treinta del siglo XX, casi inmediatamente después
de su descubrimiento, se han sucedido decenas de teorías sobre su creación, desde la de que
solo se trata de caminos rituales hasta la de que las figuras están relacionadas con las visitas
de extraterrestres a la Tierra.
Curiosamente, la ciencia se alinea con los que sostienen que estamos solos; recientemente,
unos investigadores de la Universidad de Oxford han publicado un demoledor artículo en el
que reinterpretan con rigor matemático dos de los pilares, citados más arriba, de la
astrobiología: la Paradoja de Fermi y la Ecuación de Drake. Y sus conclusiones son que, por
mucho que las busquemos, jamás encontraremos otras civilizaciones inteligentes. ¿Por qué?
Porque, sencillamente, no existen. La mayor parte de los astrofísicos y cosmólogos de la
actualidad están convencidos, es cierto, de que "ahí arriba", en alguna parte, deben existir
formas de vida inteligente, conclusión lógica de pensar en la enormidad del Universo (repetimos,
miles de millones de galaxias, con cientos de miles de millones de estrellas cada una y billones
de planetas orbitando alrededor de esas estrellas) y, lo abultado de estas cifras, consideran
esos científicos, convertiría en una auténtica "perversión estadística" la mera idea de que la
inteligencia hubiera surgido solo una vez en un sistema de tales proporciones. ¿Pero qué
pasaría si la posibilidad más inverosímil resultara ser la correcta y resultara que, a pesar de
todo, estamos completamente solos? Según los investigadores de Oxford, los cálculos hechos
hasta ahora sobre la probabilidad de que exista vida inteligente fuera de la Tierra se basan en
incertidumbres y suposiciones, lo que lleva a que sus resultados tengan márgenes de error de
"múltiples órdenes de magnitud" y, por lo tanto, inaceptables.; por eso han tratado de reducir
al máximo ese enorme grado de incertidumbre, ciñéndose a los mecanismos químicos y
genéticos plausibles. Y el resultado, afirman, es que "hay una probabilidad sustancial de que
estemos completamente solos".
Para los investigadores, la idea resulta tan simple como atractiva. En efecto, aventuran la
posibilidad de que la mayor parte de los mundos capaces de albergar vida (como la
conocemos) no se parecen a la Tierra, con sus continentes, su atmósfera y sus mares en
superficie, y que en vez de eso, podrían ser planetas congelados, con vastos océanos
subterráneos atrapados bajo gruesas capas de hielo. Hasta hace muy poco ni siquiera
sabíamos que esa clase de mundos existía pero ahora hemos podido comprobar que resultan
muy comunes, y que ni siquiera es necesario salir de nuestro propio Sistema Solar para
encontrar varios de ellos. Si esos planetas helados albergaran vida inteligente, muy
probablemente no podrían establecer contacto con nadie, ni ser escuchados fuera de su
entorno acuático, ya que las capas de hielo de la superficie bloquearían sus señales de radio,
que no podrían propagarse por el espacio y ser captadas desde otros mundos. Esas
hipotéticas civilizaciones, además, podrían desconocer por completo que hay algo de interés
por encima de sus “techos” helados, e incluso si encontraran alguna razón para taladrar las
gruesas capas de hielo sobre sus cabezas, es posible que no supieran qué son todas esas
luces que brillan en el cielo, si es que disponen de ojos para contemplarlas… Pero también se
puede defender, volviendo al principio, que la lluvia de barro originada por el polvo en
suspensión en el aire, es debida a un castigo divino o vete tú a saber.
Un jocoso (o no) divertimento musical para acabar; a comienzos de la era espacial, máxima
expresión de la modernidad al inicio de la Guerra Fría, la canción que escuchamos cantada
por sus creadores, “Marcianita”, de 1959, nos habla de predicciones científicas que vaticinan
la llegada del hombre a Marte en 1970. Cuando la canción enuncia los deseos para el futuro
es cuando comienzan los líos: no importan las condiciones físicas del personaje, que son más
bien atributos humanos (blanca, negra, espigada, pequeña, gordita, delgada), por lo que
asumimos que se trata de una marciana de rasgos antropomorfos. Lo que subyace (y no ha
cambiado) entonces y ahora es el apego al molde tradicional de la mujer: fidelidad, recato,
abstinencia, autocontrol…. aunque venga de Marte. Han pasado más de sesenta años no sólo
para la técnica. O sí. Para pensar.
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1Otros investigadores y aficionados a la Ciencia han intentado elaborar fórmulas parecidas para asuntos muy diferentes. Una de las más conocidas es la del economista británico Peter Backus, que calculó con una ecuación similar sus probabilidades de conseguir novia en su país, el Reino Unido. En lugar de estrellas y planetas, sus factores son la edad de las candidatas, que fueran atractivas, que le encontraran atractivo a su vez y que estuvieran solteras. El resultado era poco alentador, casi daba la impresión de que era más fácil encontrarse con un extraterrestre que con una mujer británica que reuniera todas esas condiciones.