La cualidades humanas y el futuro de
las empresas
Si miramos el deprimente panorama que nos circunda, realmente hablar de management en general es casi como predicar en el desierto habida cuenta de la abultada cifra de urgencias sin resolver que se pueden contabilizar en el proceso de recuperación que un día u otro se notará que ha empezado.
Es precisamente pensar en esa recuperación lo que permite hacer un ejercicio de imaginación (?) acerca de esa empresa líder del futuro, y no líder sólo por su volumen de beneficios económicos sino por el tratamiento y adecuación en ella de los intangibles representados por las personas.
Es
una obviedad recordar que los dos objetivos básicos de cualquier empresa son
ganar dinero y permanecer el máximo de tiempo posible en el mercado y, como es
natural, debe de haber una cierta alternancia en la primacía de uno u otro objetivo en
cada momento para adaptarse a los avatares del mercado y definir, en base a
ellos, la estrategia a seguir.
Sin
embargo, a la vista de numerosas memorias de actividades, parece que haya
habido una epidemia generalizada de amnesia y se haya impuesto la fiebre del
cortoplacismo, de forma que las empresas
fían su permanencia a los resultados inmediatos, lo que comporta, a su
vez, unas políticas generales que olvidan la mayor: ¿cómo me veo dentro de X años? ¿A quién veo conmigo dentro de X años?
Lamentablemente, al no hacerse esas preguntas, las personas que son parte
fundamental de toda estrategia, son medidas, valoradas y eventualmente, premiadas, únicamente sobre
su contribución a los resultados inmediatos, prescindiendo de factores básicos
desde el punto de vista humano como concordia, compañerismo, solidaridad, etc.,
imprescindibles en una visión de estrategia de futuro.
Está
demostrado que esta política suele ser nefasta para las organizaciones porque
olvidan que los empleados son personas y que, a la postre, una empresa es el
resultado de las sinergias individuales de sus empleados, en la que, si éstos
no saben, no pueden …. o no quieren mirar más allá de SU día a día,
difícilmente se podrá implantar (imponer, sí, pero ese es otro escenario) una
estrategia de auténtico futuro.
La profesionalidad, la dignidad y la
rentabilidad
Durante la presentación del Informe 'Cambios en el mundo del trabajo', el director general
de la Organización Internacional del Trabajo, Juan Somavia, afirmaba que “el actual modelo económico aborda el empleo y los Recursos Humanos como
mero factor de producción y simple mercancía, olvidándose de su significado
individual, familiar, comunitario y nacional", y eso significaba que la
dignidad laboral se devalúa de forma visible en todos los ámbitos.
Ciertamente, son
afirmaciones que no pueden generalizarse y, como quiera que están expresadas dentro de un clima de crisis generalizada, han de leerse con cautela, pero no
es menos cierto que, si se combinan con otros datos oficiales como los de la
tan cacareada conciliación, la situación, cuando menos, mueve a la reflexión.
En el mismo informe de la OIT citado se indica que sólo el 7% de las empresas españolas cuenta con planes integrales para la
conciliación de la vida laboral y familiar. Del informe se desprende que España
"suspende" en materia de conciliación, ocupando los últimos puestos
del ránking europeo y, lo que es más grave, se acredita que esta posición es
consecuencia directa del poco peso que tiene, para las empresas, la
consideración de que una persona es algo más que un instrumento de producción.
La
temática no es nueva; el saber poner el contrapeso adecuado entre la
realización del trabajador como persona y el cumplimiento de las obligaciones
inherentes a su responsabilidad profesional ha merecido incluso los honores de
ser motivo de una encíclica papal, la “Laborem Exercens” en la que se llega a afirmar que una
parte por lo que el hombre se perfecciona con el trabajo es que el trabajar
implica el ejercicio de algunas virtudes humanas, las cuales ayudan a la
realización plena del hombre.
Dicho de otra forma, el trabajo deja de tener sentido como elemento de realización, y, por lo tanto, motivador, si no se tienen en cuenta esas virtudes humanas que cita la encíclica. Se llega, pues, al nudo gordiano de estas reflexiones: ¿cuáles son las virtudes que pueden incluir en la realización de la persona en el trabajo? Y, lo que, seguramente es más importante en las organizaciones, ¿cuáles son las cualidades humanas que necesito en mi personal para asegurar que su realización va pareja con su compromiso conmigo?
Los valores de la empresa
y la calidad humana de los empleados
Basta
echar un vistazo a las páginas (pocas aún) de demandas de profesionales que aparecen en los medios para poder reunir un manojo de ideas que conforman el esqueleto de lo
que las organizaciones buscan en sus empleados; la mayoría son requisitos de
carácter técnico: edad, titulación académica, experiencia profesional,
conocimiento del sector, idiomas, etc. A veces, rascando la superficie de
requisitos aparecen factores tales como capacidad de organización, capacidad
para el trabajo en equipo, habilidades comunicativas, y otros que se perciben
como integrados en el paquete de exigencias, algo así como la adecuación
corporativa de los requisitos técnicos.
Paralelamente,
numerosas organizaciones velan por que los empleados conozcan y atiendan los
valores DE LA EMPRESA, que, frecuentemente, y como parte de una eficaz
estrategia comercial, divulgan en sus memorias, publicaciones corporativas o
páginas de Internet.
Muy
bien, pero ¿qué hay de los valores DE LA PERSONA? No basta, obviamente, que la
persona sea un excelente profesional en su campo si su percepción es que eso de
la capacidad para el trabajo en equipo, pongamos por caso, es una asignatura
que no le concierne porque él se basta y sobra sólo para hacer su trabajo.
Cada
empresa, en su estrategia de futuro, debe, cuando menos, saber, qué busca en
sus colaboradores, cómo debe alentar que lo que parecen exigencias
contractuales sean reflejo de su actitud real como empresa. Y no puede
olvidarse que este hecho es particularmente relevante en empresas de servicios,
en las que, contrariamente a las de fabricación, debe saber “venderse” el
producto sobre percepciones y no sobre utilidades, pese a la evidencia de que
éstas son consecuencia eficaz de las primeras.
Algunos ejemplos para
pensar:
- El responsable de un equipo de trabajo que actúa
como el aparcacoches del restaurante basado en la idea del “este es mi
territorio y aquí mando yo”, e intentando transmitir que, además, el dueño del
coche sólo lo tiene a él de interlocutor y no al dueño del parking.
- El responsable de un equipo que, por celos
profesionales, inseguridad o falsa firmeza, impide el crecimiento profesional
de aquellos a quienes tutela.
- El profesional convencido de que gestionar
proyectos de aparente poco calado es un desdoro para su prestigio, marcando distancias
con el resto de sus iguales y, lo que es peor, con los clientes[1].
- El responsable de un equipo que alardea de su
presunto ascendiente sobre sus superiores haciendo creer que su contribución
es, no ya imprescindible para la consecución de los proyectos, sino definitoria
en la agenda de los superiores.
- No faltan nunca, por desgracia, en estos ejemplos
tomados a vuelapluma, la figura del intrigante, de quien crea cizaña, de quien
pretende manipular (a su favor, naturalmente) la interpretación de la actitud
de unos y otros.
Lamentablemente,
cualquier profesional de cualquier empresa y sector, a la vista de estos meros
supuestos, es capaz de poner nombre y apellido a más de uno de ellos, por lo
que se impone que exista una verdadera concienciación respecto de lo que se
busca en las personas.
Pero
no sólo hay razones intangibles para que esto sea así. Las empresas han de
tomar conciencia colectiva del coste que representa no cuidar estos aspectos;
la fiscalía, en documentados estudios sobre la génesis y consecuencias del
mobbing en el trabajo[2]
llama la atención sobre la alta rotación que este fenómeno provoca, dando por
sentado que, una de las razones del mobbing no es siempre la vulneración de los
derechos, sino el acoso a que se ven sometidas sus víctimas por parte de
elementos de la empresa que, contrariamente a lo que pueda parecer, no
representan la voluntad de ésta. Y es
lógico que sea así. En una época en la que, por encima de todo, se dice valorar
la retención del talento, ¿cómo apostar por una empresa en la que la iniciativa
fuera una pura entelequia, en la que se mantuviera a quien coartase el
crecimiento profesional de su equipo, en la que se infravalorara constantemente
la valía de otros profesionales en un ejercicio de ceguera más allá del corto
plazo?
Algunas recetas útiles
La permanencia de las
empresas de servicios se sustenta en tres pilares: la calidad percibida del
propio servicio, el know how que permita la innovación continua y los recursos
humanos.
No es propósito de estas
líneas analizar los primeros sino únicamente alentar la reflexión sobre el
último, y conviene recordar que siempre se ha dicho que una receta eficaz para
evaluar y potenciar la actitud es la de considerar al cliente interno como si
lo fuera externo, aplicando los términos de la negociación al objetivo común.
Ya en este punto puede observarse que en la estrategia empresarial no valen
profesionales que prescindan del punto de vista ajeno: el mejor jugador del
mundo de ajedrez puede hacer “de memoria” los tres primeros movimientos, puede
incluso anticipar al cuarto, pero, al siguiente, deberá esperar el movimiento
del contrincante y, le guste o no, lo vea equivocado o acertado, deberá ajustar
su estrategia a ese movimiento ajeno.
Los
equipos de trabajo de continuidad eficaces son los que son capaces, precisamente,
de pensar como equipo, es decir, admitiendo opiniones e iniciativas no
coincidentes, pero, por encima de todo, que sean capaces de valorar, resaltar y
agradecer, las aportaciones, por nimias que parezcan, en la consecución de los
proyectos.
Al
hilo de esta idea, es imprescindible que las organizaciones sean capaces de
indagar, definir y divulgar cómo quieren que sean sus equipos humanos, qué
cualidades han de tener y, seguramente, dentro de esa definición de personas
tendrá cabida el afecto (como antídoto frente al desdén o la indiferencia), la
armonía como actitud (en contraposición al conflicto, la intriga y la cizaña) y
la humildad (contrapuesta a la prepotencia, la vanidad, la falta de empatía).
De
cualquier manera, si bien es cierto que es difícil llegar a definir los valores
que se buscan, no lo es menos que los perfiles perniciosos sí que están
identificados de forma genérica en todas las organizaciones: el burócrata
(particularmente el burócrata inteligente, porque lastra la iniciativa y la creatividad), el
prepotente limitado y, a su rebufo, el amargado cuya única salida es,
justamente eso, la salida.
Volviendo
al inicio, no se olvide que el secreto de la permanencia y de la rentabilidad
no está en los precios de compra y de venta, es decir, en el puro margen
económico (que tan solo refleja el día a día) sino en la gestión de los pilares
descritos: la calidad percibida del servicio, la innovación y, los recursos
humanos, y no necesariamente por ese orden. La clave está en saber cómo son los
recursos humanos que se buscan para que sean espejo de la empresa.
[1]
Permitidme, en este punto de no considerarse a niveles diferentes que el resto del mundo, que acuda a experiencias personales y confiese
públicamente que mi mejor profesor de Derecho fue el Presidente del Tribunal
Supremo quien, lejos de actuar con la prepotencia de algunos cátedros cuyo
nombre he olvidado, demostró una profesionalidad y cercanía de la que me siento
orgulloso como receptor, sin dar, en ningún momento, sensación de que sus miras
profesionales eran muy superiores.
[2]
Entre otros, La dignidad y el mobbing en un estado social y democrático de derecho, de
M. J. Blanco y J. López
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