En la ya lejana época
escolar, de otra época social también, en las Escuelas Nacionales
para niños número 2 (las
niñas iban a otras escuelas, destinadas a ellas, con
asignaturas diferentes), en las que el voluntarioso maestro D.Manuel
Ruiz hacía cada día lo que podía por desasnarnos, siempre había,
como en todos los grupos humanos, lo que podríamos llamar, por
diferentes motivos, protagonistas y actores de reparto, lo cual no
hay que asimilarlo de forma automática a que tuvieran o no esos
actores dotes de liderazgo, que es otra cosa, pese a que sí, éstas
pueden ser detectables a temprana edad.
Dentro de esos protagonistas
de esa época recuerdo ahora a Alejandro, que vivía en el centro del
pueblo, junto a la imprenta de los Jardinillos, y que era muy popular
porque cada quince días se pasaba por el quiosco de Joaquinito o por
la papelería El niño Jesús para aprovisionarse de los
tebeos que les habían llegado y que después compartía en su
lectura con los compañeros de la escuela, arremolinados a su espalda
durante el recreo leyendo como podían por encima de su hombro. El
colmo del ejercicio de ese protagonismo para algunos era ¡que se los
prestaba para que los leyeran en su casa y se los devolviera después!
No recuerdo que ningún tebeo se le devolviera estropeado o fuera del
plazo acordado. Así pudimos leer, los que no podíamos comprarlos,
las "emocionantes" aventuras de Yuki el temerario,
El aguilucho, Espartaco, etc, además de los
archiconocidos como El capitán Trueno o El guerrero del
antifaz, entre otros.
Para ser ecuánime evocando
los hechos, a Alejandro le corresponde en este relato el protagonismo
de su generosidad al compartir los tebeos sin pedir nada a cambio
(que no es poco, digno de elogio y agradecimiento, por supuesto),
pero el paso previo, el de adquirirlos, evidentemente, no lo podía
dar él por sí mismo. Y lo podía hacer porque su familia se puede
decir que, en aquella sociedad, se podía considerar privilegiada en
muchos aspectos y, económicamente, se podía permitir ciertos
lujos como era el de comprar los anhelados tebeos. Resulta que el
padre de Alejandro, al que recuerdo alto, muy delgado y ágil de
movimientos, trabajaba en un banco (para ser exactos, en el Banco
Español de Crédito, entonces EL banco) como ordenanza,
lo que le confería un prestigio y respeto social considerables,
junto con una envidiable estabilidad económica. ¡Ahí es nada, un
ordenanza del banco! Todo un personaje, sí señor, aunque, eso sí,
nada que ver con el relumbrón del director de la oficina del banco,
integrante, junto con el alcalde, el médico, el cura y el comandante
del puesto de la Guardia Civil, de las fuerzas vivas del
pueblo, presentes en todos los actos oficiales y con un poder casi
taumatúrgico (o sea, realizando prodigios, fenómenos considerados
sobrenaturales o más allá de las capacidades humanas) en sus
relaciones con los paisanos, decidiendo siempre con plena libertad y
a su albedrío incuestionable a quién, dónde y cómo
recibir/escuchar/atender.
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Demos un salto en el tiempo,
y, comparando situaciones, nos podemos preguntar lícitamente por qué
hace unos años todos los trabajadores relacionados con las entidades
financieras eran laboralmente, envidiados y, desde luego,
socialmente, respetados sin fisuras, mientras que hoy, en general,
generan cierta desconfianza y están "mal vistos" hasta el
punto de que incluso los técnicos de las empresas de selección
tuercen el gesto ante un candidato (con independencia de su perfil
académico) que sólo acredita experiencia anterior concentrada en la
banca, Los motivos de este cambio son variopintos, naturalmente, y
sin ánimo de ser exhaustivos, nos detendremos en algunos (sólo
algunos) que, además, nos permitirán reflexionar sobre hacia dónde
parecen ir los tiros en la gestión de eso que llaman Recursos
Humanos, o sea, personas.
En finanzas, particularmente
en las domésticas, la confianza personal es básica en la relación
y es normal que el empleado que gana la de un cliente se convierte en
su confidente/confesor, a veces hasta en temas que nada tienen que
ver con las finanzas (¿nadie ha reparado en el cliente que se queda
como un náufrago en el patio de operaciones de una entidad sin saber
qué hacer cuando le dicen que su gestor, con quien habla
siempre, está de vacaciones?). Esta confianza ¿mutua? era asumida
como la promotora de un continuo juego de toma y daca, en la que el
empleado proponía a los clientes (excepto a los integrados en las
carteras de valores, cuyo perfil solía ser diferente) productos
financieros que, más o menos, les podían interesar y que siempre se
les ofrecía con el señuelo de personalizados y con el
argumento final de venta de "Confía en mí. ¿Te he engañado
yo alguna vez?" para derribar barreras, que en esos
momentos, en general, era verdad.
Y en este escenario de
confianza
basada en la gestión exclusivamente financiera, confluyen unos
factores, aparentemente deslavazados pero que, unidos, producen
resultados, digamos que llamativos.
Uno es la entrada de España en
la Comunidad Económica Europea (CEE), germen de la actual Unión
Europea (UE) en 1985, lo que produjo un cierto desasosiego en el
sistema financiero, temeroso de la prevista competencia de la banca
extranjera, con un mayor abanico de productos, algunos de cierta
complejidad debido a una, en general, mayor cultura financiera más
allá de los Pirineos. Otro es que poco a poco en esos años va
calando la idea de que Hacienda somos todos (menos para la
Fiscalía, que, asombrosamente, en sede judicial, afirmó
recientemente – sin que nadie haya sido cesado, luego debe ser
verdad – que eso solo era un slogan publicitario) porque es sabida
la existencia de bolsas de dinero negro, ajeno al control tributario,
que se pretenden regularizar. El gobierno, con la colaboración de la
banca, pone en el mercado unos productos del Tesoro Público de baja
rentabilidad nacidos realmente con otro objetivo que, con la garantía
de inmunidad a sus titulares, permiten aflorar ese dinero, y otros
productos no vinculados al Tesoro como los AFROS,
destinados a aquellos titulares que se oponían a facilitar
directamente su nombre al Tesoro.
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La banca "descubre"
entonces que en sus empresas de seguros participadas existen
productos parafinancieros cuya titularidad no es necesario comunicar
a Hacienda, salvo que ésta requiera expresamente el listado de
titulares, y sobre esa laguna legal monta todo un sistema (cuyas
consecuencias aún colean treinta años después) de venta en las
oficinas bancarias, con objetivos numéricos de resultados en
su venta, de unos aparentes Seguros de Vida de prima única,
que no eran sino depósitos, en general al plazo de un año, bien
retribuídos, y con el mensaje de que Hacienda seguiría
desconociendo su existencia. Lo cierto es que cuando algunas
entidades entraron a saco en el tema, Hacienda les requirió el
listado de titulares, lo que originó una auténtica conmoción a
todos los niveles; en algunas entidades se procedió a una partida de
ajedrez en que los directores y gestores cambiaron de casilla
de inmediato para evitar problemas, incluso físicos,
con la clientela, que se sentía engañada por su gestor de
confianza de toda la vida. En descargo de los empleados, hay que
decir que la mayoría desconocía los pormenores del producto y
simplemente, suponían que sus mandos les habían asignado objetivos
de venta para algo que no podía ser malo, lo que, por otra parte, no
deja en muy buen lugar su rigor profesional.
¿Es o no es para que,
globalmente, la sensación de respeto social al colectivo se vea
afectada? Lo preocupante del caso es que, tal y como reza una de las
inexorables leyes de Murphy, si algo puede ir peor, irá peor. ¡Y
vaya si puede! Lo curioso es que va a peor y afecta, no sólo a la
percepción del grado de confianza y credibilidad del colectivo, sino
también al grado de valoración de la calidad profesional del
trabajo real a que se les obliga, totalmente alejado de su
preparación y capacidades, con una gran parte de protagonismo de las
propias entidades de que sea así este deterioro, con lo que se
produce la curiosa paradoja de que las mismas organizaciones que
figuran en los rankings como las preferidas para trabajar en ellas
son las que, a su vez, tienen los empleados menos valorados
socialmente.
Por aquello que apuntábamos
de querer equiparar en el ámbito doméstico algo de la operativa,
para el cliente medio, novedosa, de la banca extranjera ("No
hace falta que vayas a la BNP; con nosotros también puedes
hacerlo"), las entidades se embarcaron en una dinámica de
"colocar" productos financieros complejos, que,
frecuentemente, eran desconocidos hasta para el propio empleado
al que obligaban a "colocarlos", a los clientes, con la
única garantía para ellos de la confianza y credibilidad que le
ofrecía el empleado, al que conocían de toda la vida. No
hace falta resaltar la evidencia de que al conocerse (y publicarse)
los primeros desajustes y las primeras reclamaciones, la imagen del
empleado de banca sufrió otro duro revés.
Pero, ¡ay, este Murphy, que
no descansa! Llega la crisis (que hoy, desgraciadamente, nos da la
razón a quienes defendimos desde el primer momento que no era sólo
económica) y con ella el que podríamos llamar el primer engaño
financiero organizado masivo, con hondas repercusiones, no sólo
económicas sino, en definitiva, sistémicas
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Hagamos algo de memoria: la
crisis, conocida como la del 2008 se desató realmente debido al
colapso de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos en el año 2006,
que provocó hacia octubre de 2007 la llamada crisis de las hipotecas
subprime (ya sabéis, aquellas que se concedieron aún sabiendo que el titularno tenía medios para poder atender el pago de las amortizaciones). Las repercusiones de la crisis hipotecaria comenzaron a
manifestarse de manera extremadamente grave desde inicios de 2008,
contagiándose primero al sistema financiero estadounidense, y
después al internacional, teniendo como consecuencia una profunda
crisis de liquidez, y causando, indirectamente, otros fenómenos
económicos, como una crisis alimentaria global, diferentes derrumbes
bursátiles (como la crisis bursátil de enero de 2008 y la crisis
bursátil mundial de octubre de 2008) y, en conjunto, una crisis
económica a escala internacional.
En España, el comienzo de
esta crisis mundial supuso la explosión añadida de otros problemas:
el final de la burbuja inmobiliaria, la crisis bancaria. El primero
provocó el aumento del desempleo, lo que condujo inmediatamente a
una drástica disminución del crédito a familias y pequeños
empresarios por parte de las entidades financieras, lo que unido a
algunas políticas de gasto llevadas a cabo por el gobierno central,
el elevado déficit público de las administraciones autonómicas y
municipales, la corrupción política, el deterioro de la
productividad y la competitividad y la alta dependencia del petróleo
han contribuido al agravamiento de la crisis entre nosotros. En
cuanto al segundo problema, el bancario, hay que partir de la base de
que el sistema bancario español fue considerado por diversos
analistas como uno de los más sólidos entre las economías de
Europa Occidental y de los mejor equipados para soportar una crisis
de liquidez, debido a la política bancaria restrictiva que obligaba
a mantener un porcentaje de reservas alto en las entidades. Sin
embargo, este análisis resultó ser incorrecto por otros factores,
ya que, con antelación a la crisis, esta política se relajó y el
regulador, el Banco de España, actuó con omisión. Además, el
sistema contable de "aprovisionamiento contable" practicado
en España, que como hoy ya se sabe, no supera los estándares
mínimos del International Accounting Standards Board (IASB
-
Junta de Normas Internacionales de Contabilidad, organismo
independiente del sector privado que desarrolla y aprueba las Normas
Internacionales de Información Financiera), permitió dar una
apariencia de solidez mientras el sistema se hacía vulnerable.
Descubierto el pastel, se
puso de manifiesto que, para que la realidad y la información
contable de las entidades financieras fueran parejas, era
imprescindible una fuerte inyección de capital en ellas. En los
bancos no había problema añadido, porque eso se reducía a proponer
a los accionistas su participación en un aumento del Capital Social
de la entidad, pero ¿qué hacer en las cajas de ahorro
y cómo hacerlo? Y, digámoslo claramente, se descubrió que la única
forma de hacerlo sin desaparecer del mercado por insolventes (cosa
que, finalmente, ha tenido que suceder) era captar fondos de los
clientes sin informarles de sus auténticos objetivos ni
características, dando paso al uso de las hoy tristemente famosas
participaciones preferentes
(que, aprovechando el vocablo de la definición, se solían ofrecer
como "preferentes" para los intereses del cliente) bajo
distintos nombres comerciales.
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Lo dramático (para los
clientes en primer lugar, pero también para los empleados de buena
fe) es la forma en que las entidades orquestaron el engaño, engaño
del que, ellas sí, eran plenamente conscientes:
- No informaron/formaron a
sus empleados de las características del producto. Aunque hubo de
todo, naturalmente, la gran mayoría de empleados no sabían
realmente qué ofertaban.
- Exigieron a sus empleados
seleccionar a quién ofrecerlo de entre sus clientes de confianza
que tuvieran los depósitos sin tocar, sin muestras de requerir con
inmediatez los fondos.
- Asignaron objetivos de
obligatorio cumplimiento, sujetos incluso a veladas amenazas de tipo
laboral en caso de no alcanzarlos.
Y pasó lo que pasó, claro,
sobre lo que no nos extenderemos. Esa confianza que tardó años en
forjarse se pierde en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo extrañarse
entonces de que el prestigio social del empleado bancario esté en
caída libre?
Para más inri, las
entidades, olvidando la obviedad de que el empleado que se incorpora
hoy a la organización es el crisol del directivo del futuro, parece
que alientan ese desprestigio social (y el hundimiento moral) del
empleado requiriendo profesionales que acrediten tener, cuando menos,
una licenciatura (y si, además, un par de masters específicos,
mejor) para acceder a puestos cuya única labor es vender productos y
servicios, no necesariamente financieros, que no conoce, a clientes
que tampoco conoce, en un tiempo marcado y en una cantidad que es
obligado alcanzar so pena de consecuencias no declaradas pero
imaginables. Lo trágico para el futuro del sistema es que este
esquema se extiende y es lógico pensar que el empleado defraudado
aguante carros y carretas, sobrellevando el estrés, ante el temor de
que al chirriar en ese engranaje le comporte perder el puesto de
trabajo (para el que ya hay cola de licenciados con masters a ocupar)
y con él la, generalmente, exigua retribución asociada. Pensar en
otra posibilidad, como es la de que las entidades asuman que
contratan carne de cañón renovable, profesionales
preparados de sobras, sin importar los costes personales, a la vez
que, a un mismo nivel, contratan a otros profesionales, calcados de
los primeros en su perfil, que, ellos sí, recibirán la formación
interna y el acompañamiento adecuados, da escalofríos.
Y sin embargo, es lícito
pensar que algo de eso debe de haber, a no ser que los departamentos
internos de gestión de recursos humanos (RRHH) disfruten exhibiendo
unas prácticas, digamos que peculiares. Es impensable pensar que un
responsable de RRHH al que se le demanda el reclutamiento y selección
de una persona para cubrir el puesto de otra que lo ha dejado, ignore
y no analice los principios básicos de los motivos de quien marcha,
con el serio propósito de evitarlos con quien se incorpore.
Se dice que siempre se van
los mejores trabajadores de su empresa, lo que puede significar que
se queden los peores, y esto, si es así, evidentemente, es el
principio del fin de una empresa, por grande que sea, como aseguran
los expertos aunque siempre hay, por supuesto, un índice razonable
de abandono que varía en función de la empresa y/o su sector pero
lo cierto es que, por encima de ciertos índices, deben sonar las
alarmas y plantearse si está ocurriendo algo que no se conozca y que
pueda llevar a la empresa a la pérdida del imprescindible capital
humano de calidad. La salida de un profesional de una empresa no
ocurre de la noche a la mañana. El empleado comienza por dudar de la
forma en la que la empresa toma sus decisiones, continua con una fase
más o menos lenta de desconexión, y concluye con el abandono de la
misma. Sin embargo, si bien este proceso puede durar meses, son
muchos los directivos incapaces de reconocerlo.
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Ante esta situación, es
suficientemente conocido el decálogo de las principales razones por
las que un empleado abandona su empresa, elaborado por reconocidos
expertos multisectoriales en la gestión de RRHH y que ahora
recordamos.
1. Expectativas
incumplidas. Puede ocurrir que el empleado sea poco realista en
sus expectativas. Sin embargo, es responsabilidad de la compañía
presentar al empleado un panorama claro y objetivo de cuál será su
futuro en la empresa y qué espera cada parte de la otra.
2. Desajuste entre el
profesional y el puesto. En el mercado laboral español es
frecuente contratar profesionales con capacidades por encima de las
necesidades del puesto. Este hecho genera que alrededor del 80 % de
los empleados piensen que no utilizan sus capacidades a diario, lo
que se traduce en frustración o aburrimiento. En el fondo de esta
política de contratación subyace la idea de que es el profesional
quien debe adecuarse al puesto, y no al contrario, cuando la
verdadera batalla de las empresas está en contratar a los mejores e
impulsarles a desarrollar sus capacidades al máximo, no otras.
3. Falta de seguimiento,
formación y apoyo. El buen empleado necesita saber
hacia dónde va la empresa, qué se espera de él, cómo se valora su
trabajo, siempre sobre factores acordes con su perfil, que ya se
conocían cuando se contrató, etc. Es tarea del directivo reunirse
con cada integrante del equipo para expresarle qué espera la
compañía de ellos en un determinado plazo de tiempo en términos de
resultados específicos, realistas y medibles, proporcionarle la
formación adecuada a ese desempeño, valorar su desarrollo y fijar
nuevas metas a alcanzar.
4. El favoritismo y la
falta de meritocracia. Uno de los peores males de una empresa es
no premiar correctamente el esfuerzo y trabajo de un equipo o
profesional. Esta es una de las cuestiones que más impactan en la
reducción de la lealtad hacia la empresa y que más aumentan los
niveles de estrés e inseguridad laboral, por lo que es clave
manejarlo adecuadamente.
5. Falta de un Plan de
Carrera. Lograr la fidelidad de un empleado significa, en buena
medida, ofrecerle unas perspectivas de futuro reales y satisfactorias
ya desde la negociación para su incorporación.
6. Sentirse
infravalorado. Y no sólo por desajuste entre perfil profesional
y puesto. Con frecuencia las empresas pierden empleados por la simple
falta de empatía entre las personas, la poca atención al trabajo de
un empleado, el desconocimiento del trabajo realizado o la
incapacidad para diferenciar una dedicación (no siempre reflejada en
el rendimiento) mediocre de una extraordinaria.
7. La sobrecarga de
trabajo. La sobrecarga continuada de trabajo se traduce en gran
número de casos en desorganización, estrés, horas extras sin
sentido, horarios inflexibles y, en muchos casos, conflictos
personales que derivan en inseguridad e insatisfacción para los
empleados. Está demostrado que una situación de estrés permanente
e injustificado reduce la productividad de los empleados y sus deseos
de permanecer en la compañía.
8.
Pérdida de confianza en los
superiores jerárquicos.
La relación entre la dirección y el empleado son claves. Es más
probable que los buenos empleados permanezcan en la empresa si tienen
un jefe al que respetan y que les apoya, que aquellos que sufren la
falta de confianza de un superior, su falta de contacto con la
realidad del día a día, su falta de interés personal, su mala
gestión o comunicación o su falta de consideración y aprecio.
9. Difícil relación con
superiores jerárquicos o compañeros. Los
conflictos con un jefe inmediato o con determinados compañeros, y la
falta de opciones para sortear este problema, es también una de las
razones más frecuentes para desear abandonar una empresa.
10. Falta de
compensaciones justas. Curiosamente es éste el último punto del
decálogo y no de los primeros, como cabría pensar, y en él se
incluyen tanto compensaciones tangibles, como el propio salario, como
intangibles: formación, oportunidad de aprender, crecer y conseguir
metas, conciliación de vida familiar y laboral, etc.
Pero
no seamos ingenuos y adoptemos el rol del empleado; nadie ha dicho
que fuera fácil oponerse a las organizaciones, ni en el caso de las
primas únicas ni
en el de las preferentes
ni en las situaciones actuales deshumanizadas de la banca, porque
situaciones así se suceden cada día en nuestras empresas. La
cultura empresarial de algunas organizaciones tiene una enfermedad
que podríamos llamar genética y funcional,
lo que quiere decir que tiene que ver con sus orígenes y con
sus acciones, y eso hace muy difícil cambiar las cosas. En casos
como los citados, los directivos suelen entender, lamentablemente,
que su tarea consiste en dar o transmitir órdenes sin tener en
cuenta las consecuencias y menos aún a las personas.
En
el trabajo, la
"complicidad"
es algo positivo y necesario, entre amigos, compañeros, en un grupo,
existe complicidad porque se comparten criterios, ideas e incluso,
objetivos. Lo malo es cuando el término hace referencia a ser
cómplice de algo perjudicial o erróneo, o lo que es casi lo mismo,
ser cómplice de ejecutar las directrices del
jefe y las políticas erróneas de la
empresa, en cuyo
caso se están traicionando
los
principios y renunciando a lo que de verdad se
piensa a
cambio de un
sueldo, o un puesto (lo que sea..). No digo que sea fácil tomar una
decisión así, sobre todo por lo que todos estamos pensando en este
momento, las responsabilidades económico-familiares. Aún así hay
decisiones que se tienen que tomar “a
pesar de todo” y
principalmente, cuando lo que está en juego son principios y valores
objetivos íntimos.
Hablamos de una cuestión ética, de honestidad, de
integridad personal.
Dejarnos llevar por
las “órdenes
equivocadas”
aunque estemos presionados nos hace tan “culpables” como a los
autores de las políticas de empresa. Que
unos tomen decisiones erróneas está mal pero no resulta tan grave,
si se queda sólo, si nadie le sigue o le hace caso. Se hubieran
evitado muchos desastres, pequeños
y grandes, financieros o no, si
esto hubiera sucedido así. El
liderazgo autocrático
(que no es tal liderazgo) se
sigue ejerciendo, y desafortunadamente suele ir asociado con
criterios alejados del buen gobierno corporativo. El problema reside
en que los que son presionados para llevar a cabo esas
políticas empresariales
equivocadas, acaban sucumbiendo a las presiones y al pensamiento
débil, “si yo no lo
hago, otro lo hará”. Si
estos “directores de
orquesta” no tuvieran
músicos que hicieran sonar su melodía, otro
gallo cantaría: el director
tendría, o bien que buscar otros músicos más dóciles, o cambiar
su forma de dirigir la orquesta. Y de esto se trata, de
aprender a decir que no
para que cambie la música que suena en nuestras Organizaciones,
aunque parezcan sólo granos
de arena en una montaña.
Intentar cambiar a los líderes de la Organización
también es una opción válida y recomendable, pero si los jefes no
cambian es mejor aprender a decir “No cuentes conmigo”,
puede ser lo mejor que se puede hacer en muchas ocasiones de nuestra
vida, personal y profesional. Seamos cómplices de aquéllos que
aportan para hacer del mundo, de la sociedad y de nuestro entorno un
lugar mejor , y no de los espernibles que buscan tener ellos el
mejor lugar en el mundo.
Y que nadie se equivoque: el enfrentarse/oponerse a
participar en estas prácticas insanas no es un acto de cobardía
por renunciar a querer adaptarse "laboralmente" a ellas y
acceder con ello a la posibilidad futura de prebendas y una supuesta
estabilidad, sino un acto de valentía y honradez pese al coste
personal que puede suponer la decisión y el esfuerzo de llevarla a
cabo.
Así, la percepción sobre el empleado de banca no
hubiera cambiado negativamente ni hubieran sucedido episodios como
las primas únicas o las preferentes ni, posiblemente,
las entidades, reflejo de la sociedad, tuvieran la perversa deriva
que tienen hoy en día.
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