Las, en general, vistosas
cabalgatas de los Reyes Magos han puesto punto final por este año a
esa época de desenfreno consumista en que se ha ido convirtiendo la
Navidad, en una magna operación comercial orquestada globalmente con
el señuelo de la sensibilidad personal y la solidaridad social y con
influencias culturales cristianas, sajonas y otras. No es una mera
opinión personal el constatar esta indisimulada preeminencia
comercial en estos días: el mismo Papa Francisco (de quien se dice
que sus palabras son infalibles... siempre que no afecten las
iniciativas de los poderes fácticos, esencialmente económicos), en
la homilía de la misa de la Epifanía, celebrada el 6 de enero en la
Basílica de San Pedro, del Vaticano, ya nos alerta sobre no
dejarnos engañar por las apariencias, por aquello que para el mundo
es grande, sabio, poderoso. No nos podemos quedar ahí. No podemos
contentarnos con las apariencias, con la fachada. Tenemos que ir más
allá, donde en la sencillez de una casa de la periferia resplandece
la luz.
Pero, ciertamente, son unos
días que todos aprovechamos (aunque sea de manera inducida) para
recordar y a veces reactivar algunas relaciones personales ahora
cubiertas de telarañas y a expresar nuestros buenos deseos para las
personas de nuestro entorno, a la vez que solemnizamos, esta vez
en serio, la conocida serie de propósitos permanentemente
incumplidos. En este ritual de felicitaciones por un año nuevo, que,
por el momento, de nuevo sólo tiene el número, mi buen y viejo
amigo Manuel G. López Payer, aprovecha para hacer pública en las
Redes su queja del estado de abandono, tras el continuado
incumplimiento de las promesas de los políticos, en que se encuentra
su pueblo, La Carolina, con tanto por hacer, precisamente en este
año (él no lo dice en su felicitación pero sé que lo piensa) que
se cumplen los 250 años de su fundación como capital de las Nuevas
Poblaciones de Sierra Morena, en el reinado de Carlos III, a quien se
dedica su nombre.
Con esta premisa de esas
quejas publicadas por mi amigo D. Manuel, me permitiré ampliar el
foco de atención y reflexionar en voz alta sobre algunos aspectos
relacionados. En principio, acudiendo a la vertiente política, es un
hecho, y no se va a cuestionar ahora, que los gobiernos (incluso los
democráticos en todos los países) tienden a priorizar las
atenciones y/o inversiones en las instituciones, corporaciones o
grupos de igual color político, de forma que puede ocurrir que
llegue a la sensación de abandono la demora recurrente en esas
atenciones. No es menos cierto, sin embargo, que, sea coincidente o
no el color político del peticionario con el del que ha de atender,
ayuda que en la petición haya convicción, argumentos sólidos y una
demostración de cohesión en el solicitante casi como el
Fuenteovejuna de Lope, tanto en la tramitación como en su
seguimiento y puesta al día si cabe.
Viene bien, por tanto, ver
con claridad qué elementos de unión hay para conseguir esa
necesaria unidad de criterio. Y, por supuesto, deben de quedar
desechados los histórico/políticos, pese a ser los primeros que
esgrime la parafernalia oficial.
E identificar personas con valores que pueden asumirse como comunes,
no está de más. Y en el caso de La Carolina, con tan escaso tiempo
de vida desde su fundación (pensemos que, en teoría, sus habitantes
actuales son sólo los tataranietos de los tataranietos de los
fundadores), la cosa se complica en este aspecto; es difícil que, en
tan poco tiempo, haya habido ciudadanos preclaros que tengan la
capacidad de aunar voluntades y de convertirse en paradigma, salvo
que se inventen como ya hizo Pidal con Castilla/España. Descartados
los políticos ya que, por definición, despiertan simpatías y
rechazo a partes iguales
(otra cosa es que se puedan expresar libremente esos sentimientos), y
no valgan, por tanto, como paradigma de toda la población
pese a que, en estos casos, los favorables a la figura política
suelen ejercer toda la presión para que sea aceptada por sus
contrarios, ¿quién queda? San Juan de la Cruz no, porque no era del
pueblo y además su paso por el convento de La Peñuela fue muy
anterior a la propia existencia del pueblo... Eso no quita que no
haya habido y haya excelentes profesionales que han dejado y dejan
bien alto el nombre de La Carolina pero de ahí a ser un paradigma
para todos, va un trecho. ¿Qué hacer?
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Se me ocurre que,
aprovechando que hace unos días fue el 104 aniversario del
nacimiento de un, este sí, carolinense universal (aunque casi
desconocido aquí pero de obra mundialmente reconocida que ha sido objeto de tesis académicas en Francia, Suiza, México, Argentina, Canadá, etc.) como Manuel Andújar, podemos hacer un ejercicio
analítico de aplicación de él como paradigma, dejando claro que no
se pretende en estas líneas propugnar su nominación para ello,
sino, llanamente, proponer un análisis teórico.
Hagamos primero, sin
necesidad de reescribir su biografía ni el catálogo de sus libros, un acercamiento a la persona y,
particularmente, a su nexo emocional con La Carolina. Por azares del
destino, Manuel Andújar Muñoz nació en La Carolina el 4 de enero
de 1913 (y murió en San Lorenzo del Escorial, en 1994), sin lazos
familiares en el pueblo (lo que explica inicialmente el general
desconocimiento posterior sobre él), y vivió sus primeros años en
La Carolina y Linares antes de recalar en Málaga donde inicia sus
estudios de peritaje mercantil que acaba en Madrid. Se traslada a
trabajar como administrativo a Lleida y, a finales de 1935, a
Barcelona; milita en el Partido Comunista clandestinamente y durante
la Guerra Civil Española trabaja como periodista. Acabada la
contienda bélica parte hacia Francia, donde sufre el horror de los
campos de concentración habilitados por Francia para “acoger” a
los refugiados españoles, en patética respuesta que el país que
había sido ejemplo y símbolo de la democracia ofreció a la
moribunda República española. Andújar padeció en el campo de
Saint Cyprien un infierno similar al que se vivió en otros de
infausta memoria como Argèles-sur-Mer, Gurs, Septfrand, Rivesaltes o
Barcarés. Fruto de estas vivencias son las crónicas-testimonio
recogidas en Saint Cyprien, plage. Campo de
concentración
(1942), que se convierte en su primer libro.
Ya liberado del campo de
concentración francés y trasladado a México sigue escribiendo
relatos, Partiendo de la angustia (1943) y una primera
novela, Cristal herido
(1945), en lo que hoy es la prehistoria de su escritura.
Vísperas apareció primero como tres novelas sueltas, en el
exilio mexicano: Llanura (1947), El vencido
(1949)
y El destino de Lázaro (1959) y sólo en su reedición
española, en 1970, el escritor las reunió como si se tratara de una
trilogía. Se habían publicado como libros independientes, y de
hecho lo son desde el punto de vista argumental, pero una extraña
unidad subyace bajo ellos, aparentemente dispares: se trata de la
unidad dada por el tema, la exploración de aspectos de la realidad
española anterior a la Segunda República y a la Guerra Civil.
Vísperas se inicia
con Llanura, una historia que se desarrolla en un ambiente
rural manchego habitado por caciques y labriegos (identificado por
algunos estudiosos como El Viso del Marqués), sigue con El
vencido, donde recuerda su pueblo natal de La Carolina para
contar la historia de un pueblo minero (en palabras del propio
Andújar es aleación de La Carolina y Linares y quiere ver lo que es
el movimiento obrero español frente a otros movimientos obreros
europeos) y en la última entrega, El destino de Lázaro
(1959), el escenario escogido es el mar y el puerto malagueños, un
territorio que conocía bien porque había vivido allí en sus años
de estudiante.
Su obra posterior abarca
narrativa, ensayo, poesía, teatro... y activismo, ya que, en México
publicó los imprescindibles Literatura catalana en el destierro
o Grandes escritores aragoneses en la
narrativa española del siglo X, en
una muestra de generosidad
y benevolencia con la obra de los escritores a los que ha
estudiado y fundó junto con José Ramón Arana la revista Las
Españas, donde defendía el mestizaje cultural y lingüístico de los
pueblos de España y los de Hispanoamérica.
Manuel
Andújar es uno de esos escritores injustamente olvidados, triste
destino de buena parte de la generación que tuvo que abandonar
España después de la derrota del ejército republicano en la Guerra
Civil. Ese olvido hace que la literatura española contemporánea
pasee mutilada y coja por los manuales. Matizando el discurso de la
ministra De Cospedal en la Pascua Militar, la Historia y sus
personajes sólo son los vencedores, con intenciones, a veces
indisimuladas de menospreciar hasta su anulación al vencido. Sin
embargo, más allá de ese
burdo intento de
menospreciar la obra y la causa de los escritores republicanos en el
exilio, el escritor
también exiliado Francisco Ayala
suscitaba, ya en 1981,
un problema apasionante
que todavía está sin resolver, cual
es “la exclusión
de nuestro nombre del cuadro de la literatura contemporánea para
arrinconarnos en una especie de lazareto”;
una exclusión que tenía sus causas en la marginación política
derivada de la derrota republicana en la guerra civil y que,
efectivamente, no tenía ya ninguna razón de ser en los años
ochenta. Desde entonces, un buen número de críticos e historiadores
de la literatura se han interrogado acerca de la manera de terminar
con esa marginación –con ese apartheid,
como lo denominan
algunos autores– una
vez que se suponen
desaparecidas las
causas políticas que lo provocaron, y de cómo elaborar una historia
de la literatura española que otorgue un lugar bajo el sol de
nuestra cultura a la producción de aquellas escritoras y escritores
que se vieron forzados a abandonar el país a causa de su compromiso
con la legalidad republicana. El problema no tiene fácil solución
e, inevitablemente, entraña una revisión y una crítica severa de
la manera en que se ha realizado la historia de la literatura
española del siglo XX, y exige, al mismo tiempo, una reflexión en
profundidad acerca de las nociones fundamentales de toda historia
literaria.
A su regreso a España, tras casi treinta años de
exilio en México, Manuel Andújar tuvo varias ocasiones de comprobar
cómo las gastaba la censura franquista, pese a que, ya en la
distancia, en 1949, había asistido a la ridícula prohibición de
importar ni más ni menos que ¡20 ejemplares! de su novela Llanura
(recordemos que entonces no era parte de trilogía) que había
solicitado el empresario Alfonso Martín Escudero (creador de la
Fundación para la investigación que lleva su nombre) aduciendo que:
Por su carácter tendencioso en cuanto al principio de autoridad,
o bien por las suposiciones que se permita exponer de cohecho de un
Benemérito Instituto armado de España, así como por su
tendenciosidad amoral e irreverente, presentando el campo Español
como algo salvaje y atrasado, con sus rancias costumbres, estimamos
rechazable por entero esta obra. [Expediente 2378-49].
Años más tarde, ya en tiempos de la conocida
popularmente como “Ley Fraga”, Andújar retiró una de sus obras
de una antología que se iba a publicar porque los cortes exigidos
por la censura para autorizarla desvirtuaban completamente el sentido
del texto. Así que, en lugar de negociar, de hacer ruido en la
prensa nacional o extranjera, o de aceptar la publicación de su
obras con las mutilaciones impuestas por el censor, Andújar decidió
eliminar sin más ese cuento. Quiere vivir en Madrid sin que nadie le
turbe su prudencia, su misteriosa contención, su deseo de no alzar
iras ni entusiasmos.
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La censura se cebó también en una de las novelas más
importantes de Andújar, Historias de una historia, escrita en
México entre 1964 y 1966, ambientada en la guerra civil y
reiteradamente considerada de publicación “no aconsejable”,
tardando tres años en obtener autorización, y con unas mutilaciones
que, en palabras de Rafael Conte, dejaron la obra “destrozada”.
Manuel Andújar subrayaba el lastre que suponía para la cultura
española la existencia de la censura de libros, “uno de los más
graves atentados contra el patrimonio nacional. Condicionar una
obra en “nombre” de una ideología, de una máquina
estatal, de una ordenanza ética oficializada, no sólo menoscaba el
pleno y multiforme desarrollo cultural y literario, sino que atenta
contra el principio, singular y plural, de la dignidad humana, noción
de tan neta y reivindicable índole española. Mi repulsa categórica,
sin distingos ni fronteras, de la censura, aplíquese,
con particular agudeza, a la que España ha sufrido durante sus
últimas décadas en su conjunto..."
Desde luego, Manuel Andújar demostró una dignidad y
una valentía encomiables al intentar publicar en la España de
Franco textos escritos durante su etapa mexicana –es decir,
libremente– que además no contaban con premios que los avalaran ni
con la probabilidad de ser publicados con éxito fuera de España
(argumentos que a veces conseguían reblandecer la censura).
No nos resistimos a acabar
estas reflexiones para reivindicar la figura de gente como Manuel
Andújar como patrimonio de todos con las palabras del propio
escritor cuando, en 1985, entregó a la Diputación de Jaén gran
parte de su archivo personal y su biblioteca: "El volver a
mis lugares natales, a su entero y fronterizo entorno, favoreció la
mejor terapia contra el añejo mal del prolongado desarraigo".
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