"El insulto es el argumento de quien no tiene argumentos" (Garcilaso de la Vega). “Los insultos son una mezcla de rabia y falta de argumentos” (Anónimo) “Las injurias son los argumentos de los que no tienen razón” (Jean Jacques Rousseau) … La vida te da sorpresas. O no. Veréis: hace unos días, una persona con la que tengo una
relación de cordialidad y respeto y que tiene la consideración de “amiga” en las Redes
Sociales, con buena voluntad, se hizo eco de una noticia (?), que no viene al caso,
claramente manipulada para inducir una determinada reacción al lector. Le facilité entonces
el acceso a la fuente original documentando la falsedad de la interpretación sesgada del
extracto que a esta persona había llegado y expuse mi parecer (que mantengo, claro) que
únicamente tras conocer de fuentes solventes y contrastadas el hecho de que se trate y no
sólo el titular que se divulga sobre él puede formarse una opinión (la que sea, y así lo dije)
razonable que debe respetarse.
Aquí fue Troya, parafraseando a Cervantes en el Quijote (tomada la expresión, por cierto, de
La Eneida); desmintiendo aquel dicho clásico de “los amigos de mis amigos son mis amigos”,
personas que en la Red figuran como “amigos” del mío (a quien cabe respetar
escrupulosamente su derecho a depositar sus afectos en quienes quiera, faltaría más), se
dedicaron a desplegar un catálogo de insultos contra mi persona ya que, por lo que se vio, el
simple hecho de manifestar la necesidad de acceder a información veraz sobre cualquier
asunto para formarse una opinión sobre él, les había permitido adivinar lo que pienso en
general (!!!) que, como, según ellos, es diferente de SU verdad (¿que no precisa información?),
es directamente despreciable. Lo llamativo de la situación es que en ningún momento se
cuestionaban o rebatían mis argumentos, no; más bien era un ejercicio de desahogo visceral
con la forma de ataque personal (¿por decirles que es saludable pensar?). En este punto, el recurso fácil es el de culpar al uso de las Redes Sociales para canalizar por
ellas reacciones irreflexivas inapropiadas, ya que, como certifican estudios serios, es habitual
que las Redes Sociales (con especial atención a Twitter) saquen el lado más visceral del
usuario y, ante determinadas informaciones (que en muchas ocasiones son falsas o
manipuladas) se activen los mecanismos de ira o repulsa sin detenernos a pensar si con ello
perjudicamos a otros usuarios. Pero este recurso pierde toda validez cuando se comprueba,
sin ir más lejos, que el Parlamento (que debería ser el templo del respeto por la palabra en
tanto que herramienta para debatir ideas) se convierte a menudo en un ruidoso circo donde
prima la descalificación, y casi la injuria, personal por encima de las ideas, llegando al absurdo
de impedir, no ya defenderlas, sino simplemente expresarlas.
Hablando de este fenómeno en términos teóricos, en lógica filosófica se conoce como
argumento ad hominem (del latín, “contra el hombre”) a un tipo de argumento, muy usual, por
desgracia, en determinados miembros de nuestra clase política, que consiste en dar por
sentada la falsedad de una afirmación tomando como argumento quién es el emisor de esta.
Para utilizar esta falacia se intenta desacreditar como sea, incluso apelando a rasgos físicos, a
la persona que defiende una postura señalando una característica o creencia impopular de esa
persona1 pero es inapelable el hecho de que alguien que desacredite al adversario no prueba
nada acerca de la falsedad o veracidad de lo que este diga. Es decir, se hace un ataque ad
hominem cuando se busca invalidar una idea, no atacándola, sino yéndose en contra de quien
la mantiene. Normalmente quienes utilizan este tipo de argumentos son individuos que al verse
incompetentes para defender sus tesis, reveladas como inconsistentes, pero que, por encima
de la verdad, aman la fama y el poder, embisten, cual bestias incivilizadas, contra aquellos que
saben cómo demostrar y comprobar, las suyas. Por ello, es muy común ver a estos individuos
llevar al plano de lo visceral lo que precisa racionalidad, o hacer de lo que debe ser un debate,
más o menos complejo, una polémica irracional. En casos que nos resultan familiares, es por este tipo de gente por los que todo un Parlamento
termina pareciéndose más a un mercado público que a un centro de reflexión profunda y
tranquila. No obstante, todavía más antiético es el ataque ad hominem que se hace “tras
bambalinas”: detrás de publicaciones y artículos, sin jamás dar la cara ni dar la oportunidad al
injuriado de defenderse, en público, a través del debate, frecuentemente por parte de un
“maestro” (pues cuenta con “discípulos”), que en vez de dedicarse al diálogo y al debate, se
dedica a cortar cabezas a diestro y siniestro de todo aquel que le disienta a través del ataque
de marras (llegando incluso a buscar la rama judicial del Estado para desacreditar aún más a
sus adversarios). Y así, vemos a las turbas de “discípulos” desesperadas, maldiciendo y
repitiendo como loros una serie de improperios y falacias ad hominem, que pretenden
implantar un criterio que no son capaces de demostrar ni alcanzar por la vía democrática o del
dialogo abierto. Respondiendo a los intereses de sus titiriteros que únicamente pretenden
alcanzar un poder que no son capaces de ganar por la vía democrática en un proceso
electoral abierto.
Elbert Hubbard (1856 – 1915), escritor, artista y filósofo estadounidense, famoso sobre todo
por su ensayo de autosuperación Un mensaje a García.o, simplemente, Carta a García, es el
autor de la frase “Si no puedes responder al argumento de un adversario, no está todo perdido:
puedes insultarle” Efectivamente, esta falacia se produce cuando el adversario, siendo
consciente de que llevamos nosotros la razón pero carece de argumentos para refutarnos, en
lugar de atacar nuestro razonamiento, intenta descalificarnos personalmente con comentarios
ofensivos, malignos, insultantes o groseros. Por lo tanto, el adversario se aleja del objetivo
real del debate para centrarse en la persona del adversario. De esta forma, quien insulta, ya sea ante la superioridad de la idea del adversario o por la
imposibilidad de responder con argumentos, pretende, a través del recurso al insulto, que
aquel guarde silencio o que pierda su credibilidad. Para ello, se recurre a cuestionar, en
general, además, con malas artes, el físico, la inteligencia, el carácter, la condición, o la buena
fe del oponente. Curiosamente, esta falacia tiene gran predicamento público por una sencilla
razón, que es que cualquiera es capaz de utilizarla, y además, ante un público o auditorio
proclive (amigos, familiares, etc.), causa un gran efecto, generando el desconcierto y la
pérdida de control del adversario, quien ante el insulto gratuito e injustificado suele entrar en la
batalla verbal, perdiendo toda su concentración. Es una pena constatar que hay personas, sobre todo en el ámbito opinador, que no saben
analizar y, por tanto, opinar, sólo saben insultar. Cuando hablan de las acciones o las
opiniones de los demás, no valoran los pros y los contras de sus propuestas, sino que
reaccionan como un caballo salvaje relinchando y dando coces al autor de la propuesta.
Existen dos teorías sobre esto. La primera es que no han entendido nada. La segunda es que
no lo han querido entender. La falta de argumentos es lo que deriva en un ataque a la persona.
Cuando la crítica se limita a la grosería y la desconsideración personal, lo que luce es la falta
de ideario propio. En los temas delicados que nos han tocado vivir y en los que aquí no
entraremos,, si los que defienden esta SU España concedieran al resto de mortales los
secretos de su iluminación sagrada, quizás sería posible debatir algo. Lamentablemente,
parece que sólo queda discutir el grado y volumen del improperio. Los defensores de ese
modelo de España (que muchas voces de variados ámbitos afirman que no es el real) lo
tienen complicado cuando SU país de referencia genera tanta frustración que les empuja a
ellos a reaccionar así.
Como dice el escritor italiano Umberto Eco (1932 -2016) al final de su libro El nombre de la
rosa: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus" (“de lo que en un principio dijimos
que llamaríamos rosa, sólo nos ha quedado el nombre”) . En el caso de determinados
opinadores, sólo nos quedará el exabrupto. ¡Qué lástima!. Para finalizar estas reflexiones, recordemos una anécdota de otro escritor, el erudito escritor
argentino Jorge Luis Borges (1899 – 1986), de quien se cuenta que, en el curso de una
acalorada discusión le lanzaron a la cara un vaso de whisky y dijo: “Eso es una digresión. Ahora espero su argumento” Pero, ¿se puede hacer algo cuando uno es víctima de esta situación? Cierto que no es muy
habitual (salvo en política), pero cuando estas situaciones se producen, quedamos tan
asombrados y perdidos que estamos humanamente tentados a elegir la opción más
peligrosa y poco recomendable, la del contraataque personal, entrando así en un círculo asa
vicioso de imprevisibles consecuencias. No, posiblemente la actitud más eficaz (y digna)
ante este tipo de ataques reside en mantener la sangre fría y evitar la confrontación personal,
volviendo enseguida al asunto debatido sin reparar en las ofensas; de este modo, haremos
ver al contrario que estamos esperando su argumentación, pues el ataque personal carece
de valor en esta confrontación y no nos afecta (por mucho que interiormente lo haga). De
esta forma, desacreditaremos a la persona del adversario y a su capacidad de argumentar,
pues desarmado, no encontrará lo que nunca construyó en su mente: un argumento.
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1Por
ejemplo:
• A: «El Estado no está
garantizando las necesidades básicas de todos los individuos».
• B: «Usted nunca tuvo necesidades,
no puede hablar sobre lo que hace el Estado».
En este caso se dice que el argumento usado
por B es una falacia, porque no prueba falsedad, sino que intenta
generar la sensación de falsedad.
• A:” los triángulos tienen cuatro
lados”
• B: “usted nunca estudió
geometría, luego no tiene razón en lo que dice”
Efectivamente la proposición de A es falsa,
pero no porque no haya estudiado geometría, sino porque el
triángulo tiene tres lados.
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