martes, 26 de junio de 2012

Boletín nº 14 - La negociación bancaria en tiempos inciertos



La realidad impostada

En el campo de la literatura, y en particular de la narrativa, hay dos clases de realidades (desde el punto de vista técnico, las posibilidades son mucho más amplias si se incluye el término “virtual” y todas sus acepciones): la real propiamente dicha y la simulada. Está claro que si nos referimos, por ejemplo, al Quijote, todos sabemos que estamos hablando de una realidad imaginada por Miguel de Cervantes, pese a que cale en ocasiones la sensación de realidad en la lectura de algunos pasajes.

En ocasiones, incluso, avispados industriales explotan esa sensación haciendo ver una realidad donde no existe; así ocurre, por ejemplo, en el municipio italiano de Verona, en el que se tiene dispuesto para la contemplación turística un balcón en el que, anacronismos aparte, juran y perjuran que tuvo lugar en la realidad la famosa escena del balcón (“O Romeo, Romeo! Wherefore art thou Romeo?”) de la famosa obra de Shakespeare “Romeo y Julieta”.

Y hablando de Verona: en esa ciudad nació en 1862 el escritor Emilio Salgari, conocido sobre todo por los ambientes exóticos donde transcurren gran parte de sus obras. Efectivamente, destacan en su obra lo que podríamos identificar como ciclos temáticos: la jungla, los piratas asiáticos, los corsarios del Caribe y las praderas norteamericanas y, pese a que los personajes son tratados siempre con gran simpleza (sus personajes siempre encarnan los sentimientos más elementales, como la justicia, el honor, la amistad o la defensa de los débiles), la viveza de la acción narrada consigue hacer creer que su conocimiento de los ambientes que relata es profundo. Nada más lejos de la verdad: no sólo no consta que jamás pisara ninguno de los lugares donde hacía transcurrir sus obras, sino que, además, sus viajes por mar se limitaron a breves periodos de navegación durante su juventud en un barco escuela, al tiempo en que prestó servicios a bordo de un mercantil que recorría la costa Adriática y parte del Mediterráneo. Pese a ese desconocimiento, fue capaz de relatar con tal verismo las situaciones que muchos creyeron, y aún creen que eran auténticas. Famosas son sus descripciones de lugares y personajes en obras como El corsario negro, Los dos tigres, Los tigres de la Malasia, Los tigres de Mompracem, Las maravillas del año 2000, La venganza de Sandokán, etc.
Su vida personal y familiar acabó llena de calamidades que lo acorralaron en la desesperación. Puede decirse que vivió dos vidas: una, la real, sórdida y dramática, que le condujo al suicidio en 1911; otra, la que creó a fuerza de imaginación y sueños que, al final, formaban parte de SU realidad.

Pero hablamos de evasión y no de ciencia. Sin embargo, ¿qué pasaría, en cambio, si alguien tomara las obras de Salgari como base para un estudio geográfico de Malasia? Y lo que es peor, ¿qué pasaría si el autor afirmara que su obra se ajusta a la realidad?


La negociación bancaria en tiempos inciertos

La prolongación en el tiempo de una situación especialmente difícil fruto de esta inacabada crisis (aunque, no lo olvidemos, las raíces de numerosas gestiones absurdas e ineficaces también contribuyeron a consolidar la crisis), junto con los movimientos que han llegado a afectar a la viabilidad de muchas entidades bancarias en nuestro país han desembocado en un estado general de confusión en el que nadie sabe muy bien hacia donde va y así resulta desconcertante a la vez que patético que en publicaciones que fueron señeras en tiempo de bonanza se hayan convertido, al parecer, en baluartes desde los que se pregonan sesudas consignas cargadas de una teoría ajena a la  evolución de la sociedad, el mercado, la normativa y las propias entidades.
Como si no hubiera pasado nada, como si todo el cúmulo de hechos ocurridos y sus consecuencias fueran parte de un juego de salón en el que siguen siendo válidos todos los parámetros de referencia de cinco años atrás.

Ya no basta con que el presidente de uno de los dos grandes bancos haya salido a la palestra entonando lo que podría interpretarse como una especie de autocrítica (aunque, todo sea dicho, sin llegar a ella) demostrativa de que efectivamente algo ha cambiado y, sobre todo, que algo se ha hecho mal. ¿Qué? Posiblemente, desde la perspectiva de la distancia, deberá admitirse que el primer fallo fue olvidar qué es el negocio bancario, que debe sustentarse en la confianza de las relaciones humanas y buscar su crecimiento en la ética de los negocios. No es frívolo afirmar que la banca se lanzó a la búsqueda de la rentabilidad empleando lo que se definía como “técnicas de venta” agresivas con el objetivo de “colocar” productos en lugar de establecer unos lazos relacionales que le permitieran un crecimiento más sosegado pero, a la postre, más estable, hasta el punto de que actitudes como la de un presidente de una caja rural andaluza, que propugnaba por mantener la eficacia de su atención a la clientela basada en el conocimiento de ésta sin dejarse arrastrar por la fiebre del ladrillo sólo merecía críticas por parte de la Autoridad Supervisora.

¿Qué puede negociarse y qué no?

Para mantener la estabilidad del sistema financiero, para empezar a remar en la dirección correcta y tener la oportunidad de recuperar el prestigio actualmente perdido, la actuación de las entidades ha de ser transparente y ética a la vez que firme, teniendo muy en cuenta que no todo es objeto de negociación.
El problema de fondo es que durante demasiado tiempo se ha jugado al juego peligroso de crecer por encima de todo pensando en los objetivos mensuales y transigiendo con lo que debe ser inalterable; no es un frase hecha: si las inversiones de la banca (en ladrillo y fuera de él) en los tiempos previos a la aparición de la crisis hubieran tenido la sensatez que no han tenido, otros serían los números del sector y otro sería el sentimiento de los ahorradores.
La actividad bancaria, que suele regirse por adagios, tiene uno de aplicación en este terreno: “Cuando el estudio de una inversión te ofrece dudas, no hay dudas: es NO”. Sin embargo, por razones complejas cuyo análisis queda fuera de este boletín, la banca olvidó sus principios, y me atrevería a decir que el sentido común para embarcarse en proyectos, cuando menos, dudosos. Y así olvidó su propio lema de no querer convertirse en inmobiliaria para acabar inmersa en una espiral de incierto final hoy por hoy.
¿Qué falló? Veamos: el sentido común y la experiencia dicta que ante una petición de financiación, lo que marca la pauta es la seguridad razonable de que la cantidad prestada será devuelta en el tiempo y forma acordados y que las garantías aportadas han de influir en las condiciones de la operación y no en otra cosa. Dicho en términos claros: si no se demuestra capacidad de reembolso, la negociación ha llegado a su punto final, ya que no hay nada que negociar. Este aserto es así hasta el punto que el propio Acuerdo de Capitales de Basilea, en el contenido referido al riesgo, aconseja una secuencia de estudio que se inicia con el análisis del peticionario y que aconseja que, en caso de que su perfil indique dificultades en la devolución de la cantidad prestada, se pueda hacer un análisis complementario basado en terceros que asuman la obligación de amortizar la operación de que se trate. Seguramente por deficiencias de traducción en el lenguaje técnico, este requisito se transformó en la obtención de garantías adicionales, que no mejoraban la seguridad razonable de reembolso sino únicamente mejoraban la posición de la entidad en caso de litigio o reclamación por impago.
En definitiva: se pueden negociar las condiciones, las compensaciones, los aspectos técnicos de la operación,… pero nunca deberá quedar abierta a negociación la admisión o no de un riesgo correctamente analizado ya que el hacerlo añade una importante perversión al sistema al alterar la solvencia futura de la entidad inyectando una morosidad que podía haberse evitado y provoca una manifiesta desconfianza por parte de la clientela en el sistema.

Lo curioso de esta dinámica es que ha calado en la sociedad de forma que hoy (pese a la confusión de los acontecimientos de los últimos tres años) los clientes aún están convencidos de que una entidad u otra transigirá en la concesión de la operación hasta el punto de que se encuentran en el mercado cursos de formación dirigidos a empresas en los que se enseña (?) que la clave del éxito en la negociación es encontrar la entidad que admita entrar en riesgo analizando el mismo dossier que se utiliza en la competencia. Bien es verdad que estas propuestas tienen su fundamento en vicios a los cuales no es ajena la propia banca, tales como el admitir que al cliente le basta tener una magnífica idea de desarrollo empresarial para que la banca corra con toda la financiación, cuando lo cierto es que, ante una idea genial han de hacerse números, arriesgar el capital propio, acudir a financiación paralela sin coste y, finalmente, sólo si es necesario, acudir a la banca.

¿Negociación o venta?

Cuando, en épocas relativamente recientes, las entidades empezaron a decir con normalidad que en la negociación con clientes debía utilizarse técnicas de venta, la introducción de esa nueva terminología encerraba mucho más que un matiz semántico y representaba un vuelco en la concepción del negocio bancario, en sus instrumentos y, en último extremo, en la relación con los clientes.

Conviene no olvidar que la actividad bancaria se basa en la relación personal por mucho que con las nuevas tendencias y novedosos medios de comunicarse se intente hacer énfasis erróneamente en la estandarización de la clientela, sus perfiles y sus necesidades. No hace falta insistir en la evidencia de que el ahorrador necesita confiar en la entidad para depositar en ella sus ahorros; en las relaciones habituales lo normal es que esta confianza se medie a través del interlocutor que representa al banco, lo que dicho sea de paso, es falazmente utilizado como espuria herramienta de presión hacia estos empleados por parte de mandos intermedios que podrían definirse como tóxicos en sus limitados objetivos de corto plazo.
Es decir, si hubiera que definir qué vende la banca, podemos afirmar con rotundidad que vende credibilidad y confianza, si bien es cierto que, para traducir esta venta en números, deben cuantificarse los servicios o productos de su catálogo que ha podido contratar la clientela una vez (y no antes) demostrada la confianza y credibilidad.
El otro matiz relacional que se ha olvidado es que los tiempos y necesidades de la clientela no tienen por qué coincidir con las urgencias de la entidad y que establecer continuos planes comerciales (dirigidos siempre, además, a los mismos clientes, por diferente que sea una campaña de la siguiente) basados en lo que necesita la entidad sin preocuparse de lo que piensa o necesita el cliente es poner una autopista directa al fracaso del plan y al desánimo del empleado que sí conoce al cliente y sabe que éticamente no debe de ninguna  manera forzar su decisión.

No hace falta recordar que hay suficientes episodios recientes en los que ha sucedido exactamente lo señalado (participaciones preferentes sin ir más lejos), de forma que se ha primado cubrir la necesidad de la entidad sin tener en cuenta si ese producto complejo se ajustaba a los deseos del cliente (y en algunos casos, al parecer, sin ni siquiera informarlo). Si eso es así, por cierto, chirrían clamorosamente las declaraciones públicas de un director general de una entidad afectada por el problema afirmando sin rubor y sin desmentido o matización posterior que las preferentes objeto de escándalo de miles de ahorradores eran un buen producto que fue perfectamente comercializado. Quizá no esté de más recordar en este punto que mucho antes de la irrupción de la crisis reputados economistas como el premio Nóbel de Economía de 2001, George A. Akerlof, ya alertaba sobre el hecho evidente de que la evolución de la banca (y la eclosión de esa banca que no es banca aunque se apropie del vocablo, como es la banca de negocios) propiciaba la creación de casi cualquier producto financiero con el único requisito de que proporcionara beneficios… al banco, naturalmente y que ello hizo florecer modalidades de subproductos de captación de ahorro ligados en la letra pequeña a la evolución del banco, de manera que, en un caso extremo, si el banco quebraba, esa inversión no era considerada técnicamente como ahorro protegido por la ley[1].

La pregunta que subyace, pues, es: ¿se vende o se negocia cuando no media un análisis de riesgo? No hay que darle vueltas: se pueden negociar las condiciones únicamente del producto o servicio que se ajusta al perfil y necesidades del cliente y se debe de informar de las alternativas ventajosas para el cliente pero nunca “porque estamos en campaña” ya que ese argumento sólo hace deducir que es una necesidad de la entidad pero no del cliente; el resto es jugar con fuego a futuro. Claro, se puede argumentar que de esa forma se antoja difícil cumplir los habituales objetivos de crecimiento de las entidades, pero ese razonamiento cae por su peso cuando se ha demostrado que la viabilidad de una entidad no siempre va pareja con su tamaño sino, precisamente, con la solidez y transparencia de su política.

Los “daños colaterales”

Como se ha apuntado más arriba, la realidad nos indica que la credibilidad y confianza de los clientes hacia la entidad suele venir representada por la credibilidad y confianza personal que les merece su interlocutor dentro de la misma. Por esta razón principalmente, aunque no sea objeto de este boletín, no podemos evitar referirnos a las nefastas consecuencias en los equipos humanos de unas acciones comerciales mal planteadas y peor gestionadas, con la repercusión que este factor tiene, no ya en la consecución de los objetivos sino en la eficacia y motivación de los equipos. Haciendo un símil que, no obstante, debe tomarse con la debida distancia: de la misma forma que se predica que los analistas de riesgos han de ser profesionales ajenos al conocimiento del cliente para no verse influenciados por este conocimiento en su decisión, no estaría de más en el caso inverso que las campañas de pasivo se confiaran a la profesionalidad estricta del empleado, sin aprovecharse en ningún caso de la confianza que en él tiene depositada como persona el cliente.

Por último, hay que reconocer que existen en el mercado financiero algunas entidades con graves problemas de supervivencia, o que implica desconfianza e incluso enfado manifiesto en los clientes, falta de comunicación de políticas a medio/largo plazo y confusión en los equipos humanos que ven tambalearse hasta su mismo puesto de trabajo. Es evidente que, aun así, la empresa necesita seguir en el mercado y, dentro de lo posible, llevar a cabo algo parecido a planificación comercial. Sin embargo, si estas acciones comerciales no van precedidas de una labor de mejora de imagen, de una atención auténtica por conocer las demandas de la clientela y de una negociación en el ámbito I win, you win, su resultado será absolutamente negativo. Para mayor desconcierto, si quien debe gestionar la campaña no tiene en cuenta los antecedentes citados y se limita a distribuir objetivos numéricos sin tener en cuenta el cambio de escenario, conseguirá dos objetivos, seguramente no buscados: la desmotivación absoluta de su personal y la manifestación de su propia ineptitud y desconocimiento de la realidad de su entidad.

Y hay, lamentablemente, demasiados casos de este supuesto.



[1] George A. Akerlof y Paul Romer: “Looting: the economic underworld of bankruptcy for profit”, Brooking papers on economic activity, 1993

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