Hoy, 18 de junio de 2019, hace exactamente 9 años que nos dejó, y algo más de veinte años
que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura (octubre de 1998, “por volver
comprensible una realidad huidiza”), el escritor portugués José Saramago, día, pues, para
hacer un pequeño ejercicio de memoria sobre él y su obra.
Para empezar, “Saramago” era el apodo de su familia y, al parecer, el funcionario del Registro
lo inscribió así como broma, en lugar del José de Sousa que le correspondía por ser su apellido
real. De una familia de campesinos y obreros, no pudo finalizar sus estudios porque sus padres
no pudieron pagarle la escuela, por lo que para mantener a su familia trabajó en diferentes
ocupaciones antes de empezar a hacerlo como crítico literario y comentarista cultural
(totalmente autodidacta) de la revista lisboeta Seara Nova.
Afiliado al entonces clandestino Partido Comunista, sufre censura y persecución, y en 1974
se suma a la llamada "Revolución de los Claveles", que el famoso 25 de abril de 1975 llevó la
democracia a Portugal acabando con la dictadura de Salazar. Esta época lo marcó a él y a su
obra, como lo atestigua lo que declaró, después de serle concedido el Nobel, en una
entrevista a la cadena británica BBC : "Soy un comunista hormonal, mi cuerpo contiene
hormonas que hacen crecer mi barba y otras que me hacen comunista". Y debe ser por eso
que aún hoy, muerto hace años, sigue siendo una bestia negra para ciertos círculos
intransigentes de la derecha recalcitrante. Y muestra de ese espíritu eran obras como
Ensayo sobre la ceguera, que lo acercó al gran público, o El evangelio según Jesucristo, que
provocó un escándalo en la Iglesia e hizo que tuviera que cambiar su país natal de residencia
por el nuestro, la isla de Lanzarote. Los ánimos eclesiásticos no se calmaron, ni siquiera
después de muerto. La esquela dedicada por el Vaticano un día tras su fallecimiento por
leucemia con complicaciones multiorgánicas hoy hace nueve años lo definía como un
"populista extremista" de ideología antirreligiosa. Esta animadversión no era nueva y fue
cultivada por ambas partes: "Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan
cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente
permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de
las arbitrariedades de una justicia falsa", criticaba el autor ante la Academia Sueca que le
concedió el Nobel.
Rememoremos el momento, ayudados por las imágenes que se conservan: Saramago, de 76
años, originario de una familia de pastores analfabetos, sin estudios universitarios y sin poder
comprar un libro hasta los 19, leyó ante la Academia Sueca su discurso como nuevo premio
Nobel de Literatura, el primero en lengua portuguesa. Saramago entró al salón noble vestido
con un traje azul oscuro y camisa blanca ante la atenta mirada de los allí presentes. Los cerca
de trescientos asistentes al acto se pusieron en pie y le aplaudieron. Su esposa, la sevillana
Pilar del Río, con un traje de chaqueta negro, se quedó atrás, observando la imagen, para
pasar después a su asiento reservado. Sin embargo, a pesar de lo ornamental de la cita, el
novelista aprovechó la ocasión para poner el foco en un lugar alejado de las grandes estrellas
literarias. En su disertación, José Saramago relató cómo él mismo se ha convertido a lo largo
de toda su obra en aprendiz, voz y eco de sus personajes, a través de los cuales ha expresado
sus preocupaciones, sus inquietudes y sus más profundas obsesiones. Entre ellas destacan
la "infame" vida de los campesinos, el dominio absoluto de los valores del poder económico,
la complicidad de la Iglesia o las humillaciones que padece diariamente la dignidad humana.
"El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir",
comenzaba su discurso el escritor, que esperó a estar en lo más alto para centrarse en lo
más bajo: sus raíces. Se refería a su abuelo materno, Jerónimo Melrinho, un pastor
analfabeto, criador de cerdos y contador de historias, con quien vivió hasta avanzada su
adolescencia. Años después, escribiendo sobre él y su abuela Josefa, tuvo conciencia de que
estaba transformando las personas comunes que habían sido sus personajes en maestros y
voz de todo aquello que quería transmitir."Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha
esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche
apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían
de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama".
Pero el relato de Saramago ante la Academia no era una entrañable historia de amor familiar,
sino la defensa de una forma de vida basada en la humildad y alejada de las altas esferas.
Una forma en la que "debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los
animalillos de una muerte cierta". "Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis
maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas
decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos".
Llegó así la confesión pública de las claves de algunas de sus obras. "De esos maestros",
añadió, "el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente
por la letra h", el protagonista del Manual de pintura y caligrafía, quien le enseñó "la honradez
elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites".
Llegaron después los hombres y mujeres del feudo comunista del Alentejo en su novela
Alzado del suelo, "campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de sus brazos a cambio
de un salario y de unas condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames".
Poco a poco fue repasando en el discurso su vida y su carrera. El público escuchaba en total
silencio, acompañado sólo por el sonido del papel, el paso de cada folio del discurso, que la
mayoría de los asistentes seguía a través de las traducciones al sueco, el inglés y el francés,
y un miembro de la Academia explicaba después que los factores de la concesión de este
galardón al escritor comunista confeso habían sido, entre otros, la dignidad con que siempre
había afrontado su carrera literaria y el hecho de que su obra simbolizara las ansiedades del
hombre actual.
Repasaba también su obra La balsa de piedra, una fábula sobre la Península Ibérica que se
separa de Europa buscando "el encuentro cultural de los pueblos peninsulares del otro lado
del Atlántico, desafiando así el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del
Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes". Una Europa que, a su juicio, debe trasladarse
hacia el Sur, ayudando a equilibrar el mundo. Recordando el Ensayo sobre la ceguera,
Saramago denunció cómo la dignidad humana es "insultada todos los días por los poderosos
de nuestro mundo", cómo "la mentira universal ocupa el lugar de las verdades plurales" y
cómo "el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su
semejante". El texto del discurso acaba así: "Perdóneseme si les pareció poco esto, que para
mí es todo". Pero Saramago no pudo contenerse y gritó: "¡Viva la literatura! ¡Viva el Nobel!".
Se escucharon muchos "bravos" en la sala (comprobable en las muchas grabaciones que se
conservan).
Saramago también pasará a la pequeña historia como protagonista involuntario de la
polémica creada alrededor de si Esperanza Aguirre, cuando era Ministra de Cultura en un
gobierno del PP y coincidió la concesión del Nobel al escritor, dijo o no que valoraba muy
positivamente que el Nobel hubiera recaído en una mujer, Sara Mago. Unas fuentes aseguran
que la anécdota es parte del programa televisivo de humor de la época “Caiga quien caiga”,
mientras otras juran y perjuran habérselo oído de veras a la Sra. Aguirre. Se non é vero, é
ben trovato.
Nadie crea, para acabar este recuerdo/homenaje, que la obra de Saramago sea de fácil
lectura, que no lo es; no admite lecturas “en diagonal” como la de otros (no es una crítica
para nadie, ojo) sino que obliga a “masticar” casi cada línea para, a veces, acabar de captar
el sentido de lo que se está leyendo. Sin embargo, su discurso de aceptación del Nobel es
totalmente diáfano en su contenido y significado. Quedémonos con él.
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