En la antigua cultura griega se decía que todos nos morimos dos veces, la primera cuando lo
hacemos físicamente, pero ésta sólo es un preámbulo, porque la muerte de verdad sucede
cuando todo el mundo te olvida. Cuando ya nadie dice tu nombre, cuando nadie recuerde
quien fuiste, entonces te desvaneces, simplemente dejas de existir. Cuando se afronta el difícil momento de un duelo, cada persona tiene una serie de
sentimientos dominantes: nos aislamos, soñamos, quizá en algún aspecto nos sentimos
aliviados pero al mismo tiempo culpables. Hay toda una serie de cosas que suceden, y
entonces de lo que se trataba era de que las moiras1, que siempre han sido y que ahora
también están aquí aunque no las veamos, son las que dicen: te vamos a coger de la mano y
vamos a ir a ver a las personas que tú más has admirado y querido para que veas qué
hicieron ellos -que también pasaron por estos momentos- y así ayudarte a resolver todos los
problemas que tú tienes ahora.
Posiblemente cuando ese dolor inicial lacerante pasa a formar parte de uno (eso sí, en
permanente modulación para que sea soportable) y el sentimiento se cronifica, es cuando se
pone en valor la idea expresada más arriba y, seguramente sin querer, viene a la mente un
listado de personas que un día fueron parte de ti y que ahora están en esa segunda muerte
griega, nadie dice su nombre, nadie recuerda quiénes fueron. Posiblemente, en ese proceso,
algo tenga que ver lo que sostiene el psicoanalista Rodrigo Solís en el sentido de que “El
recuerdo, así como el olvido nunca son fenómenos puros, pues siempre somos selectivos al
recordar y olvidar lo que hicimos. Cualquier situación vivida hoy puede activar un recuerdo de
la infancia que se ha desalojado de la conciencia. La memoria no es un archivo cronológico,
por ello se olvida lo más importante y se recuerda lo trivial”, de forma que cobra plena
vigencia la sentencia de Gabriel García Márquez “La vida no es la que uno vivió, sino la que
uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”: Para no perderse conceptualmente hay que diferenciar “memoria” de “recuerdos”. La
memoria es una mera función fisiológica del cerebro que permite al organismo codificar,
almacenar y recuperar la información del pasado mientras que los recuerdos son imágenes
de ese pasado que se archivan en la memoria y que sirven para traer al presente algo o a
alguien. Se definen los recuerdos también como una reproducción de algo anteriormente
aprendido o vivido, por lo que están vinculados directamente con la experiencia personal. Los
recuerdos de un colectivo humano dan una aproximación más cercana de la realidad personal
que la propia historia, puesto que ésta suele saltarse los hechos individuales para centrarse
en los acontecimientos globales. Vivir de recuerdos, sin embargo, es peligroso, pues, según
el psicoanálisis, el aferrarse a un recuerdo puede generar depresiones y, en casos extremos,
incluso una ruptura con la realidad actual. Un inciso, aunque parezca que no viene a cuento,
pero se refiere a la salud mental: los recuerdos se refieren a experiencias o vivencias
personales; lo que machacan los malos políticos para manipular los sentimientos es otra
cosa. Por todo ello, la auténtica relevancia de un recuerdo es que sea compartido, para que sea
vivo, aún referido a personas que ya no están y se comprende así la trascendencia del
paradigma griego sobre la muerte con que se iniciaban estas reflexiones. Eso que llamamos
ley de vida condiciona poderosamente este aspecto pues, a medida que van desapareciendo
las personas que compartieron una vivencia va desapareciendo también la nitidez del perfil
que delimita su recuerdo hasta el punto de que puede volverse borroso y distorsionado.
Como ejercicio de memoria puede ser interesante activar el recuerdo en torno a personas
que ya tuvieron su primera muerte, que están acechadas ¡ay! por la segunda y definitiva por
un olvido general por parte de su cada vez más reducido entorno y en cuyo paso entre
nosotros no consta ningún hecho que ponga su nombre en los anales y quede registrado.
Vamos, como la gran mayoría. En este ejercicio queda de manifiesto que la alternancia/
mezcla/suma de los recuerdos colectivos, los compartidos y los personales conforman esa
imagen/película final que evocamos, pero en la que cada uno de nosotros (y eso es lo
manipulable) define las prioridades y que el recuerdo de una persona está compuesto por
flashes aislados que se ensamblan espontáneamente.
Había una vez un poblado minero anglo-andaluz ubicado en un enclave privilegiado de la
sierra. El pueblo no era el clásico “pueblo blanco” de la zona y tenía bastante similitud en su
construcción a los típicos pueblos mineros del sudeste de la campiña inglesa por haber sido
levantado en el siglo XIX por los propietarios ingleses de las minas que se explotaban; los
servicios comunitarios tenían una gran importancia y estaban organizados por la empresa
(se entiende ésto porque cuando se construyó el pueblo, quedaba “lejos de todos sitios” y se
enfocaba para que fuese autónomo), había escuelas, hospital, farmacia, economato,
mercado, iglesia católica e iglesia protestante (vestigio de sus raíces inglesas), biblioteca,
cuartel de la Guardia Civil y, para el ocio, campo de fútbol y de tenis (como no podía ser de
otra manera al haber habitantes ingleses; se dice que de los primeros campos, si no el
primero, que se construyó en España), cine de verano e invierno y un casino alrededor del
cual giraba la vida social del pueblo. Pero este entorno idílico, al igual que en la “fiebre del
oro” en el far west, también fue lugar de miserias, frustraciones (no había futuro, o al menos,
no lo había fuera de la mina), ruina, enfermedad y muerte (particularmente relacionada con
el trabajo en la mina). La organización social, estaba estructurada jerárquicamente, con
construcciones de viviendas para obreros solteros, para obreros casados, las destinadas a
capataces y las zonas más lujosas para ingenieros y directivos2, con una particularidad: las
viviendas, propiedad de la empresa, se asignaban a trabajadores en activo, de forma que, si
alguien dejaba de serlo, perdía el derecho a vivienda. Este es el entorno donde vio la luz una niña, llamémosle Isa, en una familia en la que todos
sus miembros estaban vinculados a la mina. Una vida y expectativa “normal” y previsible,
pero…. el padre de Isa fallece, y todo su mundo se derrumba como un castillo de naipes; de
repente queda, no sólo con el dolor de la pérdida y sola con su madre, sino, para la vida
cotidiana, sin el sustento y sin techo que las cobije a ambas. Dejan entonces obligatoriamente
su vivienda para instalarse como buenamente pueden en el pueblo más cercano, procurando
perder el mínimo contacto con los que han quedado en la mina. Isa es una niña despierta,
adelantada a su edad, pero a duras penas, por motivos económicos, puede acabar la
educación básica y, antes de alcanzar la mayoría de edad oficial, se casa con, llamémosle,
Paco, un joven que hoy diríamos volcado con el medio ambiente pero que en esos años era
casi despreciado por ser un “campesino” a sueldo (de miseria, que nadie se engañe) de un
rico y elegante hacendado que no sabía distinguir una cabra de una oveja.
Tras la boda, se instalaron a vivir a un cortijo solitario propiedad del hacendado a casi dos
horas (andando, claro; otro medio de desplazarse era inimaginable) del pueblo, en medio de
la sierra, donde vivieron un tiempo en armonía. La carencia de todas las comodidades
domésticas quedaba superada por el contacto con la naturaleza, los animales, el huerto, el
agua abundante de manantial en una cueva cercana,… hasta que llegó el primer hijo de los
dos que tuvieron, niño y niña, y quedó a la vista la imposibilidad de que aquel fuera el entorno
conveniente para que crecieran los niños, y vuelta al pueblo, a una casa facilitada por el
Ayuntamiento a menesterosos como ellos. Empiezan las penurias de la búsqueda de un
trabajo (que lo hay, aunque sólo para los elegidos) para cubrir las necesidades cotidianas,
topándose con la realidad de que, en algunos ambientes, la integridad es considerada como
algo negativo y únicamente se consiguieron (y aún gracias) ocupaciones a salto de mata que,
entre otras cosas, impidieron acceder a la anhelada formación académica a los pequeños. Esta situación y su prolongación sin solución en el tiempo hizo mella en dos flancos: la salud
física, que se tornó quebradiza, y la psíquica, que no debe interpretarse en merma de
facultades, sino en algo más bien de carácter actitudinal, en el progresivo, y a la postre
imparable, proceso de aislamiento de todos y de todo. Santo Tomás de Aquino popularizó
aquello de que "Dios escribe recto con renglones torcidos" en la teoría que elaboró para
poder probar la existencia de Dios, lo que quiere decir que cuando hay alguna situación difícil,
como una enfermedad, un conflicto, una depresión y otros, eso es lo que podríamos llamar
renglones torcidos, que es nuestra percepción, pero Dios escribe recto sobre ellos y lo
soluciona. Pero, como en todo, las excepciones confirman la regla, y se ve que este caso
era una excepción: no sólo no se arregló ningún problema sino que un (mal) día, de repente,
la hija sufrió algo parecido a un infarto fulminante (pese a su juventud) y no se llegó a tiempo
de salvarla.
Este hecho supuso el inicio de un proceso físico/emocional irreversible que condujo a Isa a
una situación deteriorada de total dependencia, y a Paco a la presencia de una enfermedad
incapacitante que, en resumen, encaminaron a ambos a ser ingresados en una Residencia
asistencial al efecto donde, con una diferencia de menos de dos meses entre ambos, llegó el
fin de sus días. Y hasta aquí un resumen de una vida que, quien fue testigo de ella, ha podido convertir en
imágenes de recuerdo de forma que está en condiciones de que se cumpla el paradigma de
la cultura griega que augura ese tiempo de vida posterior a la muerte física y que está
fundamentado en hacer revivir a la persona fallecida mediante la evocación de las imágenes
de quién fue, lo que hizo, su entorno, etc. Se infiere en este punto un dilema delicado. ¿qué
pasa con quien llega a conocer la historia pero NO ha sido testigo? Evidentemente no cabe
hablar de recuerdos, porque no los hay, aunque sí de sentimientos, los propios que despierta
el saber que han ocurrido unos hechos. Pero, pensemos: si se priorizan ciertos aspectos en el relato, la manipulación está servida al
encarrilar la potenciación de unos sentimientos por resaltar unos hechos y minimizar (u
ocultar) otros. Y los manipuladores (sobre todo los políticos) son grandes expertos en usar
medias verdades (los de las fake news son, sencillamente, despreciables embusteros) en su
beneficio, o sea que mucha atención a aquellos cuya única estrategia es crear un universo
de aparentes y sesgados recuerdos para provocar así la reacción buscada de la/s persona/s
a quien se dirige. En la historia de Isa desarrollada más arriba (y, con respeto, parafraseando
a José Larralde, “… no pienses que te estoy utilizando...”) es fácil ver que, para alguien que
no ha sido testigo directo, basta con cargar las tintas de la exposición, sin faltar a la verdad,
por supuesto, en tal o cuál aspecto para conseguir que la reacción sea una o la opuesta. Sin
ser exhaustivo, que quede comandando la reacción y los sentimientos la belleza agreste del
paisaje, el exótico poblado minero, su organización social, el amor de los protagonistas por
la naturaleza, su preocupación por darles formación a sus hijos,… mientras que se pasa de
puntillas, concediéndole casi el perfil de determinista (prefijado de una manera necesaria por
las circunstancias en que se produce, y, por consiguiente, ninguno de los actos de la voluntad
es libre, sino necesariamente preestablecido) al cúmulo de factores externos negativos, e
incluso agresivos, que pesaron en cada fase de la evolución y su desenlace. Por poner sólo un ejemplo, y no el más dramático de la historia, como base de reflexión:
¿qué habría pasado si Paco, si todos los Pacos como él, hubiera encontrado un trabajo
digno que le hubiera permitido pensar en luchar por el futuro de los suyos? No encontrarlo, y
tener que doblegarse a las consecuencias de ese designio no es, obviamente, una decisión
propia, autónoma y voluntaria. Hay que ponderar el trasfondo caciquil de la época en la
situación (asombrosamente negado hoy en diferentes foros), pero es un problema que, en
una sociedad opulenta como la actual, sigue plenamente vigente. El término que usa Serrat
en la letra de la canción que proponemos escuchar, de “mendigo a jornal fijo” no es hoy, por
desgracia, una licencia poética, sino una moneda corriente (y en auge) en el mercado laboral
y no sólo en el mundo rural al que se refiere el poeta. Queda abierta la interpretación sobre el
trágico final de la canción
.
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1En
la mitología griega, las Moiras (en griego antiguo Μοῖραι,
‘repartidoras’) eran las personificaciones del destino. Sus
equivalentes en la mitología romana eran las Parcas, las
Laimas en la mitología báltica y las Nornas en la
nórdica. Controlaban el metafórico hilo de la vida de cada mortal
(e inmortal -?) desde el nacimiento hasta la muerte; son las diosas
del destino. Vestidas con túnicas blancas y de semblante
imperturbable, se representan por tres hermanas hilanderas que
personifican el nacimiento, la vida y la muerte.
2La
explotación de las minas finalizó en 1964, dando lugar con su
cierre a la diáspora forzada de todos sus habitantes y la
desaparición y abandono del pueblo. Después, todas las casas se
pusieron a la venta y poco a poco, las viviendas volvieron a
rehabilitarse, ahora con fines de descanso, vacacionales, y en la
actualidad es una zona de ocio y descanso que, debido al desarrollo
de la actividad rural, tienen un gran auge, por encontrarse en un
enclave privilegiado en el corazón de la sierra y, en general, con
visitantes ajenos a su dura historia, con los vestigios de un pasado
minero que debería conservarse antes de que se pierda del todo.
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