Nos dice la etimología que la palabra “historia” deriva del griego ἱστορία (que se puede
traducir por «investigación» o «información», o sea, el conocimiento adquirido por
investigación). Del griego pasó al latín como “historia”, y en castellano antiguo evolucionó a
“estoria” (como atestigua el título de la crónica Estoria de España de Alfonso X el Sabio) para
reintroducirse posteriormente en el castellano como un cultismo en su forma latina original.
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La Estoria de España, de Alfonso X. |
Según este origen de carácter investigador, se puede definir la historia como la ciencia que
tiene como objeto el estudio de sucesos del pasado mediante métodos propios de las
Ciencias Sociales/Humanas, siendo la disciplina que estudia y narra (o no) cronológicamente
los acontecimientos pasados. El propósito de la ciencia histórica es averiguar los hechos y
procesos que ocurrieron y se desarrollaron en el pasado e interpretarlos ateniéndose a
criterios de objetividad; aunque la posibilidad de cumplimiento de tales propósitos y el grado
en que sean posibles son en sí mismos objetos de estudio de la Historiología o Teoría de la
Historia, como epistemología o conocimiento científico de la historia.
Más allá de las acepciones propias de la Ciencia Histórica (Ciencia de la Historia, Ciencias
Históricas o Ciencias de la Historia), «historia», en el lenguaje usual, es la narración (o
escamoteo) de cualquier suceso, incluso de sucesos imaginarios y de mentiras; incluyendo
como propósito el engaño, el placer estético o cualquier otro (ficción histórica). Un tópico
muy difundido (atribuido al filósofo y novelista Jorge Santayana) advierte que los pueblos
que no conocen su historia están condenados a repetirla, aunque otro tópico (atribuido a
Karl Marx) indique a su vez que cuando la historia se repite lo hace una vez como tragedia y
la segunda como farsa.
Como ya se ha repetido anteriormente en este blog, toda la historia que conocemos o se nos
transmite está escrita desde el presente, teniendo en cuenta para ello el conjunto de
conflictos e intereses contrapuestos que se manifiestan HOY en la sociedad desde la que se
escribe. La historia es ciencia, sí, pero es una ciencia muy especial. La selección de los
hechos sobre los que un historiador pretende investigar y descubrir sus orígenes, evolución,
conflictividad, consenso o desencuentro posteriores y sus resultados no es inocente.
Tampoco lo son los límites espaciales y temporales que obligatoriamente debe poner a su
investigación. Una expresión frecuente de la falta de rigor histórico sucede al no
contextualizar bien, en su entorno geográfico y temporal, los hechos históricos y ofrecer una
interpretación finalista de los mismos de modo casi constante. Cualquier hecho histórico
ocurrido en cualquier lugar está relacionado, tanto en la escala temporal, con hechos que le
precedieron y colaboraron o participaron en su ocurrencia, como en la espacial, con
acontecimientos que sucedían en su entorno geográfico más o menos próximo. Es imposible
investigar a la vez todo sobre un hecho, todo sobre sus antecedentes y todo sobre lo que
sucedía en el resto del mundo al mismo tiempo. El ofrecer juicios de valor sobre
acontecimientos pasados con criterios históricos o sociales del momento actual, es otro de
los fallos de método habituales en este tipo de historias.
La selección de hechos que hace cualquier historiador, repetimos, no es nunca inocente,
siempre responde a unos intereses sociales determinados. Por eso la historia, aunque sea
con mayúsculas y se llame ciencia, no es neutral, sino que responde a los intereses y al
conflicto del presente desde el que se la estudia. En este sentido, el filósofo y politólogo
francés Raymond Aron aseguraba que cada sociedad tiene su historia y la reescribe a
medida que ella misma cambia. El pasado sólo queda fijo definitivamente cuando no
hay futuro. Los hechos a estudiar siempre se eligen desde el debate político del presente, y
el analista palestino Edward Said afirmaba que la escritura de la historia es el mejor camino
para dar su definición a un país y la identidad de una sociedad es en gran parte función
de la interpretación histórica, campo en el que se enfrentan las afirmaciones que se
discuten y las contra afirmaciones.
Se suele afirmar, con razón, que son los vencedores quienes escriben la historia y ésta es su
principal arma. Sus historiadores tienden a dejar de lado muchas de las prácticas que
caracterizan al método científico de la historia para lograr una versión favorable a los
intereses de quienes triunfaron. La selección de hechos a investigar suele ser tendenciosa y,
con frecuencia, los análisis de fuentes y archivos que realizan sesgados, parciales o
simplemente manipulados.
Normalmente la memoria histórica es la base sobre la que se sustenta la selección de
hechos que se ofrecen para la investigación histórica. La neurociencia demuestra que la
memoria es muy poco de fiar, pero constantemente nuestro cerebro nos lleva a tomar
decisiones hoy, a partir de lo que almacena nuestra engañosa memoria. Por eso, cuando en
un conflicto hay vencedores y vencidos la memoria juega un papel ambiguo. Según el
filósofo alemán Walter Benjamin, suicidado en Port Bou (Girona) cuando huía del nazismo, la
memoria de los vencidos es la única vía para el resarcimiento de la derrota cuando ésta es
considerada injusta. Si los dominados relegan la situación y hechos en los que fueron
vencidos, el olvido constituye una segunda derrota que puede ser definitiva. La memoria es
un factor emancipador de primer nivel. Por eso, los triunfadores tratan de hacer que los
vencidos olviden la memoria de sus derrotas, que la tengan desdibujada o directamente
tergiversada y sustituida por la impuesta desde el campo vencedor.
La historia ayuda y contribuye a rectificar los excesos que la memoria de los vencidos había
podido transformar en mitos. Pero también, y sobre todo, a desmontar toda la construcción
de su falsificación u ocultación por parte de quienes resultando vencedores habían obtenido
el dominio y expolio de los derrotados. Como dice el historiador y catedrático de Historia en
la Universitat Autònoma de Barcelona Albert Balcells, la memoria y la historia cumplen dos
funciones distintas en los procesos sociales, del mismo modo que la sociología o la ciencia
política tienen objetivos diferentes de los propios de la acción social o política. La ciencia de
la historia cumple un papel análogo al de las ciencias sociales y políticas, mientras que la
memoria se encuentra mucho más próxima del activismo social o político. La historia se
mueve de modo principal a través de la razón, mientras que la memoria lo hace, sobre todo,
por la emotividad. La memoria tiene como base el testimonio y se expresa mediante rituales
o ceremonias, la historia, por el contrario, pretende expresarse a través de un método
científico.
La manipulación de la historia es un hecho común por parte de quienes sabiéndose
vencedores pretenden la tergiversación, olvido o sustitución de la memoria de los vencidos.
No se puede bajar la guardia ante la reiteración de sus interpretaciones poco rigurosas. No
por repetir mil veces una mentira se convierte en verdad, contrariamente a lo que sostenía el
Ministro de Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels. Y uno de los ejercicios más brillantes
que han realizado y realizan los políticos e intelectuales de todos los tiempos, es manipular
los hechos históricos de todas las épocas, para acomodarlos en su proyección a objetivos
primarios de dominio público o de preponderancia intelectual sobre sus conciudadanos.
Todos los políticos, y sus complacientes historiadores de cabecera, han modificado la historia
para el gusto de quien los patrocina, y muchas veces no son tan solo los políticos, sino
personas con planes de reorientar sus orígenes. Muchos lectores recuerdan la memorable
obra 1984, de George Orwell, en la que un gobernante totalitario vivía constantemente
modificando la historia para acomodarla a sus intereses de dominio y sojuzgamiento de sus
gobernados. Todos los países tienen sus manipuladores históricos, que bajo el ropaje de
analistas imparciales le brindan a los lectores hechos modificados de ocurrencias que a
veces hace pocos años que han ocurrido, y de las que testigos hay muchos todavía,
para tratar de convencer a un conglomerado de gente de una verdad que el poder
establecido, o algún otro interés, quiere alterarla para imponerla como SU verdad.
Sin entrar en detalles, veremos que la manipulación e información de los hechos del
pasado es absolutamente común, tanto, que ya se asume como “normal”.
Estos días, el día 16 de julio para ser exactos (otras fuentes hablan del día 12), es el
aniversario de la Batalla de las Navas de Tolosa, (de al-Iqab en las crónicas
musulmanas) en la que, el año 1212, el ejército del rey de Castilla al que se unieron
las tropas de los reyes de Navarra y de Aragón-Catalunya más las enviadas por los
reyes de León y Portugal, el “ejército del Señor”, a instancias del Papa Inocencio III,
que bendijo la contienda como una cruzada coincidiendo con la caída de Jerusalén a
manos de Saladino, derrotaron a los combatientes del califa almohade Abd Allah
Muhammad al-Nasir (Miramamolín para nosotros). La victoria no comportó la
desaparición inmediata del imperio almohade pero lo debilitó y permitió consolidar el
proceso de conquista desplegado desde hacía siglos por los reinos cristianos. Y es,
además, a partir de la glosa de la batalla por el arzobispo de Toledo y consejero del
rey de Castilla, Rodrigo Jiménez de Rada, presente en la misma, en su crónica De
rebus Hispaniae (Sobre los hechos de España) cuando toma forma la visión, que
algunos autores califican directamente de insidiosa, de que son los reyes de Castilla
los auténticos sucesores de los monarcas visigodos y auténticos reyes de España
(sin ir más lejos, el rey Jaime I se rebela en su Crónica contra esta identificación y
destaca la contribución, de su linaje y propia, a construir y “salvar” - lo dice así –
España).
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La Cité de Carcasona hoy |
Un año después, en septiembre de 1213, el Papa Inocencio III pide ayuda al rey de
Aragón-Catalunya, Pedro II el Católico (que había vuelto de la Batalla de las Navas
con el aura de victorioso y que soñaba con ampliar sus dominios al norte de Occitania)
a través de su cuñado, el conde de Toulouse, en su cruzada contra los cátaros, la
herejía que se había afianzado en Occitania amenazando la doctrina y el poder de la
Iglesia católica. El rey Pedro actuó como intermediario con el fin de encontrar una
reconciliación, pese a que la cruzada había comenzado con la masacre de Béziers y
el sitio de Carcasona, continuando con el ataque a las fortalezas de Minerve, Termes y
Cabaret. Finalmente la batalla de Muret fue la batalla decisiva de esta cruzada
albigense que se había convertido en una simple y descarnada lucha por el poder
entre las tropas cruzadas de Occitania y las del rey de Francia. En ella fue abatido,
atravesado con una lanza, el rey Pedro (que, paradójicamente, luchaba en el bando de
los cátaros) cuando él mismo se descubrió al grito de «El rei, heus-el aquí!» ('Aquí está
el rey') y aquí empezó la hegemonía en Francia de la dinastía de los capetos.
Tanto Las Navas como Muret (en ambas habían vencido “los buenos”) no cambiaron
de la noche a la mañana el marco político de Europa pero condicionaron su futuro
inmediato. Entre nosotros, Castilla se alzó como la indiscutible potencia de la península
ibérica, en detrimento de León (que acabará absorbiendo) y de Portugal. Las Navas de
Tolosa y Muret son victorias que alimentan el relato nacional de los vencedores pero,
curiosamente, Las Navas de Tolosa, como Numancia, Lepanto o Bailén, integra el
santoral militar de la mística nacional española, mientras Muret, en cambio, sobre el
que pasa de puntillas el nacionalismo galo y es, sencillamente, omitido por el
nacionalismo español, sólo parece quedar como artificio literario al narrar el épico
drama cátaro.
¿Manipulación o no? Que cada uno extraiga sus propias conclusiones.
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