Decir a estas alturas que este año 2020 está resultando extraño (por no decir el “raro, raro” de aquel famosillo) no es ni original ni novedoso. La reacción ante la pandemia por el desconocido coronavirus Covid-19 que nos atacó de improviso hace meses y que se tradujo en que, este año, nos han quitado, por lo menos, la primavera (no sólo la climatológica), nos supuso un torbellino de sensaciones, que no ha acabado aún, que de alguna forma nos ha originado un radical cambio actitudinal particularmente en nuestras relaciones personales, incluso con miembros de la propia familia y que, en definitiva, nos ha dejado en fuera de juego y consciente y dolorosamente inermes. La curiosidad, confusión, perplejidad, incredulidad, dudas, miedo, incertidumbre, etc. se suceden y/o repiten una y otra vez ante prácticamente cada noticia o giro de la situación que nos llega. Nos domina la impresión de que, a todos los niveles y en todo el mundo, sólo se están dando (con la mejor voluntad, eso sí) palos de ciego: restaurantes sí, pero no; cines no, pero sí: escuelas, ni se sabe,.... Una muestra de la confusión imperante es lo de la vacuna; es cierto que, como todo virus, hemos de aprender a convivir con él hasta que se descubra una vacuna eficaz para combatirlo (no hay que echar en saco roto que la vacuna contra el ébola, en cuyo descubrimiento se batieron, a juicio de toda la comunidad científica, todos los récords de tiempo en velocidad, se emplearon 5 años y que en la anterior pandemia, la de la mal llamada gripe española, la vacuna se demoró 15 años, aunque es verdad que clínicamente eran otros tiempos), pero no se puede olvidar, si nos ponemos en manos de la ciencia, que las investigaciones (ésta y todas) se rigen, no por el calendario de nuestras expectativas o deseos, sino por los principios de paciencia, perseverancia y prudencia y que técnicamente se basan en el ensayo/error, por lo que hemos de aprender a no tener prisa, no fijar calendarios y no derrumbarnos si algún resultado de alguno de los ensayos ralentiza el proceso que nos hemos imaginado.
Una de las consecuencias de esta situación es la de ir con pies de plomo en festejos, celebraciones y (por si acaso) conmemoraciones, para evitar que los actos a realizar se conviertan en algo no deseado o incontrolado, por lo que queda la duda razonable de si recordar determinado hecho se ha ido al garete por saber que se tienen que aplicar las eventuales recomendaciones debidas al Covid-19 o por otras razones. Es lo que pasa con los 200 años del inicio (el uno de enero, y estamos acabando el año) del conocido como Trienio Liberal y con su protagonista, Rafael del Riego. Hay que empezar recordando que el Trienio Liberal o trienio constitucional es el periodo de tiempo que transcurre en España entre 1820 y 1823 (en sus albores, el 10 de marzo de 1820, en Madrid, el rey Fernando VII es obligado a jurar la Constitución española de 1812 – la “Pepa” - y a suprimir la Inquisición) y que es un intermedio de aire fresco posterior al sexenio absolutista (1814-1820) y anterior a la década ominosa (1823 a 1833 aunque algunos autores la alargan hasta 1834). Parece que no está de más recordarlo, ¿no?.
No es lugar éste para explicar la historia, suficientemente documentada por otra parte en cuanto a estos episodios; nos limitaremos en estas líneas a reflexionar sobre el protagonismo de Riego en ellos y la respuesta oficial que obtuvo. Pero lo que pasó en este período no se entiende si no se tiene en cuenta que los tiempos de Fernando VII (“el Deseado”, pero también “el Rey felón”) pueden considerarse los más nefastos de la historia de los reyes Borbones, un reinado corto en el tiempo, pero intenso en acontecimientos en los que él, junto con su padre, Carlos IV, llevó al límite la confusión entre lo que era público y lo que pertenecía a la familia real, y eso aunque ya supieran que el abuso del poder y las nuevas ideas constitucionalistas podían hacerles perder el trono… y la cabeza. Cuando Napoleón invadió la Península y los reunió a los dos en Bayona (Francia) para pactar la abdicación y el traspaso de la corona a su hermano José Bonaparte, uno y otro – por separado – aceptaron cambiar el país como si fuera su casa. Fernando VII se instaló en el castillo de Valençay, con una pensión de 7 millones y medio de francos anuales. Fue allí cuando, en 1814, pactó con un Napoleón derrotado que lo reconociera como rey para volver a sus dominios. Napoleón lo hizo pero lo primero que hizo el rey al volver a casa, tras una larga guerra (la de la Independencia) en la que su pueblo había luchado por devolverle el trono, fue abolir la recientemente aprobada Constitución de Cádiz y restaurar el absolutismo como si la revolución liberal no hubiera existido. (en sus propias palabras, deseaba quitar las innovaciones “de en medio del tiempo”), un caso prácticamente único en Europa, que le permitió unir sus intereses políticos y económicos a la aristocracia de terratenientes que reclamaba el retorno de los viejos paradigmas, mientras, la escasa burguesía industrial fue apartada del poder, a diferencia de lo que pasaba en los estados europeos. Y en un decreto firmado el 22 de mayo de 1814 consiguió, muy hábilmente, privatizar todo el patrimonio real y hacerlo suyo. He aquí la disfuncionalidad del Estado español probablemente hasta hoy día.
Fue durante ese período, el famoso sexenio absolutista, cuando el rey intentó por todos los medios detentar el poder absoluto, sin un programa concreto, rigiendo la más absoluta arbitrariedad. Una forma de gobierno que duplicaba sus organismos; de una parte el Gobierno formal y de la otra la llamada «camarilla» que era en donde se fijaban las reales directrices de gobierno. Sin embargo, los perseguidos partidarios de la soberanía popular consiguieron que la monarquía absolutista se tambalease como consecuencia de la situación económica en que sobrevivía.
En ese contexto, brilló el coronel Rafael del Riego (1794-1823), figura central en su época, aunque mal conocida hoy: la izquierda le ha venerado como gran precursor de la democracia, mientras la derecha, particularmente, monárquica, suele denostarle con ganas. Sabemos que combatió en la guerra de la Independencia y, al ser hecho prisionero, acabó deportado en Francia. Según la versión más repetida, allí entró en contacto con el liberalismo y la masonería aunque no hay datos que avalen esta hipótesis. Cuando regresó a España, reanudó su carrera militar sin que el gobierno absolutista sospechara de sus convicciones ideológicas. Es más, obtuvo puestos de estado mayor. Solo se politizó al comprobar la incapacidad de la monarquía para resolver los problemas del país y se convirtió en partidario de la Constitución.
En 1819, un poderoso ejército se había reunido en Cádiz, preparado para marchar a reprimir los levantamientos independentistas en los territorios americanos. Riego, uno de sus comandantes, se alzó el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan (Sevilla) contra la autoridad real publicando un manifiesto en el que criticaba la guerra por injusta, convencido de que no había que combatir el secesionismo con las armas; bastaba, a su juicio, con el restablecimiento de la Constitución: eso haría que el independentismo dejara de tener apoyos. La verdad es que su planteamiento pecaba de ingenuo, porque, a esas alturas, se hiciera en la península lo que se hiciera, la independencia de América ya era irreversible, como a lo largo de los tiempos lo ha sido la de todos aquellos pueblos decididos a conseguirla. Carece de sentido imaginar y elucubrar, como tantas veces se hace, si las cosas hubieran podido ser distintas si el ejército reunido en Cádiz hubiera llegado a cruzar el Atlántico. En un primer momento pareció que la sublevación de Riego estaba destinada al fracaso por falta de respaldo popular. Sin embargo, cuando su columna estaba a punto de disolverse, estallaron rebeliones en ciudades como La Coruña, El Ferrol o Vigo y los levantamientos se fueron sucediendo por toda España. Fernando VII, asustado, para mantener el poder, se apresuró a jurar fidelidad a la Constitución con unas palabras que desde entonces son el paradigma de la hipocresía política: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Era un engaño, pero muchos le creyeron.
Se ha dicho que Riego proclamó la Constitución de Cádiz por iniciativa propia, pero esta no es una afirmación demostrable. Su actuación refleja los deseos de los militares más progresistas del momento; el problema fue la falta de consenso en torno a esta medida entre los partidarios de la Carta Magna y los que criticaban el texto de 1812 como excesivamente radical, por lo que, a lo largo del Trienio, Riego sería acusado falsamente de rebelde y republicano.
El nuevo gobierno nombró a Riego mariscal de campo y poco después capitán general de Galicia. Su popularidad era enorme, fue elegido diputado por Asturias (de donde era), siendo designado presidente de las Cortes Generales. Mientras tanto, Fernando VII reclamaba en secreto ayuda extranjera para eliminar las trabas al restablecimiento del absolutismo. La Santa Alianza (reunión de Austria, Rusia y Prusia que invocaba los principios cristianos, previendo mantener en sus relaciones políticas los «preceptos de justicia, de caridad y de paz», con el objetivo de contener el secularismo que se había implantado en Europa fruto de la Revolución francesa) decidió, en el Congreso de Verona, que una España liberal era un peligro para el equilibrio europeo y se encargó a Francia la tarea de restablecer la monarquía absoluta en España, de manera que un ejército francés, conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema cruzó la frontera por el Bidasoa poniendo fin a la Guerra Realista y al Trienio Liberal.
Riego intentó reorganizar la resistencia en Andalucía e hizo frente a los franceses. En la llamada «batalla de Jódar» (Jaén) fue derrotado. Malherido, trató de huir, fue traicionado y, abandonado por sus tropas, fue hecho prisionero en un cortijo próximo a la localidad jiennense de Arquillos y trasladado a la cárcel de La Carolina (Jaén), ciudad de reciente fundación. Se le trasladó a Madrid y fue declarado culpable de alta traición, por haber sido uno de los diputados que había votado por la incapacitación del rey. Rafael del Riego, hundido moral y físicamente, fue arrastrado en un serón hacia el patíbulo situado en la plaza de la Cebada en Madrid y ejecutado por ahorcamiento y posteriormente decapitado, entre los insultos del público que antes lo aclamaba.
Pervivió, sin embargo, en la memoria popular como un héroe mítico de la lucha por la libertad; fue uno de los grandes defensores de las libertades civiles en España, convirtiéndose en el mártir por excelencia de la represión política ejercida por el absolutismo y su retrato se exhibe en las Cortes Generales junto con otros cuadros alusivos a personajes y acontecimientos liberales, como la Jura de la Constitución de 1812. Su rehabilitación legal tuvo que esperar hasta 1835, en que el Gobierno progresista de Juan Álvarez Mendizábal, tras la muerte de Fernando VII, logró declararlo víctima inocente del fanatismo. La marcha que tocaban sus tropas (llamada popularmente Himno de Riego), siguió sonando como himno revolucionario a lo largo del siglo XIX y fue adoptado como himno nacional de España durante la Segunda República.
Visto lo visto, ¿quién es el “malo de la película”? Como dicen las novelas, películas y series televisivas, “cualquier parecido de personajes o situaciones con la realidad es mera coincidencia". Efemérides...
A quienes se le habrá ocurrido la idea de nominarlo como "ilustre patricio". Imagino con esa denominación habrán querido maquillar de alguna manera el siempre ingrato ejercicio de memoria de que en ese calabozo previo a su traslado a Madrid para ser ahorcado estuvo preso el General Riego el que que proclamó las Cortes de Cádiz y la primera Constitución española, La Pepa. Así al menos el personal que visite el calabozo le reconocería. Yo como el ilustre patricio no le reconozco. Me quedo mejor con la inscripción de su casa natal en Asturias, es mas explicativa. Un abrazo.
ResponderEliminarTienes toda la razon; lo de "ilustre patricio", aún con el clima político de hoy, chirría, y también me llamó la atención; se ajusta más la placa de Tineo, pero no se trata aquí del personaje sino de la efemérides. Un abrazo.
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