En el año 1982, el añorado (hablando de añoranzas… ) grupo argentino Les Luthiers ofreció en
el Teatro Comedia de Córdoba (Argentina) su espectáculo “Luthierías” y, dentro de él, una
zamba a través de la que el autor describe, siguiendo el estilo punzante y con sorpresa final
de Les Luthiers, con añoranza y cierta nostalgia, las características de su tierra natal. Tras
recordar todo lo que dejó atrás, le queda bastante claro qué haría si pudiera volver a su pueblo.
En la presentación por tratarse de una pieza nueva, el irrepetible narrador Marcos Mundstock
explica que “en el ejercicio de la duda, al bautizar esta canción, como estuvimos vacilando
entre dos posibles títulos: "Añoranzas" y "Nostalgias", se interpretará con el título de
"Añoralgias". Esta zamba es el reiterado lamento del que ha debido abandonar su terruño y lo
evoca con la emoción de la distancia”. Ni que decir tiene que la obra fue recibida
entusiásticamente por el público e incorporada a lo que se podría definir como repertorio
clásico del grupo. Solemos, cuando llegamos a una cierta edad o, quizá sea más apropiado
decir, simplemente, a una edad, recordar los lugares o sucesos de la infancia y adolescencia
que tintaron de felicidad nuestra vida. Lugares, a veces, y tal vez incluso sin nosotros saberlo,
que preñaron nuestro futuro de una idea vertebradora o axial, en torno a la cual nuestro
desarrollo intelectual pudo crecer como quien tiene un tutor que le guíe. Menos corriente y
explicable es, sin embargo, traer un texto escrito por entonces a primera línea de fuego de la
vida en un momento en el que, estar a la vanguardia, implica la necesidad de mirar hacia
adelante, y no en esa otra dirección. Todos tenemos un paisaje que nos devuelve a la infancia.
El mío es el Cerrillo de la Cruz. El cerro, que se alza a la salida del pueblo en dirección a El
Centenillo para recordarnos el pasado de estas tierras preñadas de mineral, fue hace tiempo
escenario de divertidos (y, con ojos de hoy, peligrosos) juegos bajo un sol abrasador,
excursiones de tardes sin escuela y sabrosas meriendas cogidas a hurtadillas en días
especiales. Además, tenía algo de mágico pues tras él se escondía el sol en el atardecer
ofreciendo los días claros (que eran mayoría) toda una gama de colores sangrantes hasta
obscurecer el día, en una suerte de retablo en el que las campanas no suenan, sino que
cantan con un tañido familiar, o donde los cercanos quininos (formalmente, eucaliptos, hoy
inexistentes) del desaparecido “legío” (ejido) murmuran arrullados por el viento.
Años después, volví a subir por la colina (ahora, casi un paseo), y duele contemplar desde ella
tanta desidia que choca claramente con el triunfalismo oficial; la suciedad campa a sus
anchas porque a algunos usuarios no se les ocurre nada mejor que tirar sus desechos en
plena naturaleza, un feo panorama al que, por desgracia,algunos nos tienen acostumbrados
(¿se les puede llamar guarros o sólo inconscientes estúpidos?), pero la culpa es siempre de
las autoridades que, bien mirado, tampoco se libran, porque solo hay que darse una vuelta
para comprobar cómo otros iconos de la localidad siguen también a la espera de tiempos
mejores: desde los edificios históricos convertidos poco menos que en palomares a los cotos
mineros, abandonados para que (en último extremo) ‘cazatesoros’ y chatarreros ilegales
hagan su particular negocio... De pena.
Pero, ¿por qué recurrir una y otra vez a los paisajes de la infancia? Explicaba el filósofo y
jurista de la Roma antigua Marco Tulio Cicerón la importancia retórica de asociar un lugar a
una idea para dotarla de más fuerza; el historiador francés Pierre Nora recuperó en cierto
modo a finales de los años sesenta del siglo pasado este planteamiento en la expresión lieux
de mémoire – lugares de memoria – para sostener que todos los lugares tienen, además de
su entorno natural y patrimonial, una cultura y una historia, es decir, una memoria, aunque
diferente para cada persona, de ahí que, para un mismo recuerdo convivan diversas
sensibilidades: la meramente nostálgica, la de rechazo, la indiferente, la conformista, la
apolítica (en su caso)… resultando imposible que la memoria sea única. La nostalgia es la
añoranza del pasado, particularmente por una época o por un lugar donde pensamos que
tuvimos buenas experiencias o que nos genera buenos recuerdos. Puede ser un momento
específico o la “buena época” de la niñez o la juventud, por ejemplo. Una canción despierta el
recuerdo de un amor del pasado; el olor de un bizcocho transporta a la infancia porque
recuerda a los que preparaba la abuela; un grupo de jóvenes sonrientes con mochilas a punto
de subirse a un tren evoca la despreocupación y la alegría de la juventud… La nostalgia es
una felicidad triste. Se recuerda el gozo del pasado, pero duele saber que todas esas
experiencias ya no pueden volver. Por eso es el dolor de la memoria. Lo perdido parece
inolvidable, único e irrepetible. Se tiene nostalgia por algo que crees que te hizo feliz, que
crees que te hacía estar completo, que parece perfecto. En siglos pasados se creyó que la
nostalgia era una enfermedad, pero hoy sabemos que sólo es un estado de ánimo. A través
de la nostalgia se encuentran a menudo, vías de escape para un presente a menudo complejo
y habitado por los problemas.
Para saber más, la palabra nostalgia proviene del griego nostos (hogar) y algos (dolor) y fue
creada como vocablo a finales del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para
describir el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país, que
sentían una “tristeza originada por el deseo de volver a su casa”. Hay muchos motivos para la
nostalgia: la que siente el emigrante por su tierra de origen, que ya no reconoce; la que se
anhela por una infancia que se recuerda maravillosa y libre de problemas; la del vigor y el
optimismo de la juventud, cuando todo estaba por hacer; la nostalgia del primer novio o la
primera novia, con quien se descubrió el amor; la de una forma de vivir que ya no volverá; la
nostalgia por los viejos amigos… Aunque la nostalgia también puede ser colectiva, como la
que se siente por el pasado esplendoroso de un país (magnífica herramienta política, todo
sea dicho) o por los lejanos éxitos de un equipo de fútbol. Pero estamos ante un sentimiento
tramposo, porque no hay más paraísos que los que se inventa nuestra memoria. Dicen los
expertos que, con la nostalgia, “se recuerda un pasado que siempre aparece mejor de lo que
fue. Al volver la vista atrás, se olvidan los motivos que llevaron a la ruptura con aquella pareja
que tanto se echa ahora de menos, no se recuerda que en la infancia no todo es jugar en el
recreo y se omite que los buenos tiempos también tuvieron sus espinas. La nostalgia se
compone de brochazos muy simples que nos impiden ver el pasado con exactitud”.
Y no es lo mismo dejarse llevar de vez en cuando por la nostalgia que vivir esclavizado por ella.
El problema es anclarse en el pasado; nadie está libre de sentir nostalgia en alguna ocasión,
pero es muy diferente recordar con añoranza la juventud una tarde de domingo que ser infeliz
en la vejez porque se recuerda la juventud como el paraíso que no volverá, es muy diferente
echar de menos el pasado de vez en cuando que vivir instalado en él, de forma que está
demostrado que las personas con tendencia a la nostalgia suelen tener problemas para
adaptarse a su presente. Esta especie de melancolía que impide vivir el presente y encarar el
futuro es excesiva porque no nos gusta ni el hoy ni el mañana. La nostalgia, así, es muy
atractiva porque el pasado tiene una pureza y una candidez que ni el presente ni el futuro
poseen; el pasado no crea ansiedad y el presente y el futuro sí. Siempre es por comparación
con el hoy: se siente mucha añoranza de un amor en el pasado cuando en el presente se
carece de él, se siente mucha nostalgia de una época libre de preocupaciones cuando las
actuales aprietan demasiado., y así todo. La nostalgia excesiva casi siempre aparece cuando
el presente es desagradable y el futuro es, cuando menos, amenazante, la nostalgia por la
niñez/juventud y su entorno de personas/lugares quizá sea una de las más frecuentes e
intensas, porque, además, tiene que ver con muchas cosas que se hacen por primera vez: el
primer beso, el primer viaje, casarse… y es que las primeras grandes vivencias dejan una
huella emocional muy profunda.
Pero, entonces,realmente, ¿qué echamos de menos de nuestro pasado? Como ha escrito al
respecto el neurólogo, psiquiatra y profesor del Centro Médico de la Universidad Rush de
Chicago (Estados Unidos) Alan Hirsch, “la nostalgia, más que relacionada con un recuerdo
específico, lo está con un estado emocional. No se añora una tarde de la infancia en concreto
o incluso la infancia en sí, sino la inocencia y la alegría con la que se vivía de niño. Se añoran
las emociones positivas, aunque idealizadas, asociadas a la niñez”. En este sentido, también
se ha estudiado la influencia del recuerdo de sabores y olores y por qué en concreto los olores
tienen el poder de despertarnos recuerdos nostálgicos, y es porque la información olfativa va
a parar directamente al sistema límbico, el área del cerebro en la que residen las emociones y
por eso, un olor nos conecta inmediatamente con una emoción del pasado. De lo que no hay
duda es de que cuanta más energía dedicamos al pasado, menos nos queda para el presente
y el futuro. Pero ¿la nostalgia puede aportarnos algo positivo? ¿O se trata simplemente de un
inútil paseo por el ayer? Si hipoteca el presente o el futuro es negativa, aunque si permite
encontrar un refugio momentáneo a las inclemencias del presente, puede ser útil, un oasis en
el que reponer fuerzas para regresar a los problemas del presente con algo más de vigor. Los
recuerdos de un pasado idealizado permiten sentir que nuestra identidad es bella y valiosa,
que el pasado valió la pena. Y esto es una necesidad psicológica fundamental; decía Aliosha,
un personaje de la novela Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski, que lo mejor que
podemos proporcionarle a un niño son recuerdos sagrados de su infancia, pero lo
auténticamente importante es dosificar la añoranza de algo, que no sea excesiva, porque nos
haría sufrir demasiado.
No olvidemos, por salud mental, que concentrarse demasiado en recuperar lo que un día se
tuvo (y que se sabe que no volverá, es imposible que vuelva) se puede caer en una maligna e
inalcnzable utopía y se deja de vivir el presente. La nostalgia mal entendida puede
encadenarnos al pasado y hacer que nos olvidemos y desconectemos de nuestro día a día.
De hecho, no es raro (pero sí triste, en el fondo) encontrar personas que consideran que lo
mejor de su vida ya pasó (¿condicionando así su presente y su futuro?) y hacen lo posible
inútilmente por recuperarlo. Puede ser la niñez o la juventud, una relación de pareja, alguna
posesión material, etc; sin importar el objeto de su añoranza, todos coinciden en la infelicidad
actual que ese recuerdo les trae. La clave es aprender a vivir el presente usando la nostalgia
para avanzar hacia el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario