Los comics o, como se denominan a veces, la literatura dibujada, trasciende con
mucho el cliché que se le asigna de “cosas de niños” y no hay duda que hay
algunos que no sólo son auténticas obras de arte sino que están pensadas para
deleitar (y, en numerosas ocasiones, para hacer pensar) al lector adulto utilizando
para ello un soporte gráfico aparentemente sencillo o pueril. No es un secreto
que muchos cineastas hayan confesado el influjo que los comics han tenido en
sus películas, desde Orson Welles a Robert Rodríguez, y eso cuando no utilizan
directamente técnicas narrativas propias del comic o desarrollan simplemente en
imágenes en movimiento la historia previa en papel: Superman, toda la pléyade de
superhéroes o asimilados, etc.
Como herramienta de comunicación para el segmento de adulto, hay innumerables
ejemplos de la utilización del cómic, ya sea en viñetas únicas o en historias en
desarrollo, para hacer reflexionar al lector sobre un mundo que se inspira
en el real: el conocimiento de la psicología ¿infantil? de personajes tales como
Calvin, Mafalda, Olafo, etc.
Naturalmente, el saborear satisfactoriamente o no de las aventuras de estos
entrañables personajillos forma parte de los gustos personales de cada uno,
y quizá quien disfruta con Schultz se aburra con Caniff, por ejemplo, y quien
admira a Hernández Palacios no reacciona ante Jean Giraud, pero esto forma parte
de la vida misma.
Hay, además, personajes creados para moverse en el mundo financiero y/o
empresarial (Dilbert, sin ir más lejos) y viñetas creadas para sacarle punta a la
actualidad financiera sin caer en el recurso fácil de rodearla de la actualidad
política y que triunfan en la prensa del ramo; acostumbran a ser geniales
los apuntes “humorísticos” del Wall Strret Journal. Sin embargo, la relación entre
el comic “generalista” y la actualidad financiera/sociológica/política satisface más
cuando la obra no está pensada para este segmento específico.
El autor de Mafalda, el argentino Joaquín Lavado es uno de los autores que, a través
grupo de personajes que rodean al principal, teje todo un mundo “ficticio” que,
después de provocar la sonrisa, obliga a reflexionar sobre la actitud de cada uno,
desde el idealismo crítico hasta el egoísmo comercial pasando por la cobardía, el
pasotismo, la presunción, etc.
La crisis financiera actual, la banca, la agitación social, han merecido titulares,
editoriales, sesudos estudios, y también viñetas evasoras, pero, para definir el
antes y el después de la economía, el pregonado cambio de actitud en la actividad
financiera como consecuencia de la crisis me viene a la memoria un tira de hace
unos veinte años del personaje en la que un ciudadano anónimo pasa junto a
Mafalda, que está sentada en el bordillo, proclamando angustiado: “¡Esto es el
acabóse!”, a lo que Mafalda, después de una viñeta de transición y estupefacción,
responde enojada. “¡No, esto es el continuóse del comenzóse de ustedes!”
Pues eso.
Como consecuencia de la persistencia de la crisis global (y no sólo financiera) que ha trastocado
radicalmente muchos de los paradigmas que se consideraban inamovibles hace muy poco tiempo, se han alzado voces autorizadas que propugnan decididamente la idea de que la actividad financiera en general y la banca en particular debe adoptar un nuevo modelo de gestión que le permita continuar su andadura sin sufrir los sobresaltos previsibles de la salida de la crisis.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que una de las causas de la repetida crisis ha sido que la actividad bancaria (en entidades que todos admitieron definir como bancos sin serlo, o, al menos, sin que su actividad pudiera identificarse como de banca tradicional) se adulteró hasta extremos insospechados, que las entidades fueron convertidas en factorías de creación y diversificación hasta la extenuación de productos que, con el calificativo de “financieros” se fundamentaban en la mera especulación, en transacciones sucesivas a frenética rapidez, sobre operaciones absolutamente inconsistentes. Para colmo, estas entidades con nombre de banco escapaban a la supervisión de los reguladores. El resto es historia.
Conviene, pues (no es ocioso), recordar en qué se basa la actividad bancaria en cuanto a dos pilares fundamentales de la misma: el riesgo y la gestión de los objetivos. No puede efectuarse ninguna reflexión válida acerca de las dos variables si no se valora adecuadamente el impacto que los supuestos cambios de modelo puedan producir ya que las entidades están compuestas por equipos que buscan necesariamente el riesgo gestionable del que, en un entorno de competencia feroz, consiguen la rentabilidad adecuada.
El riesgo y el negocio bancario
Empezando por el principio, la actividad bancaria ES, ni más ni menos, que la gestión del riesgo, Y esto es así porque, pese a lo que digan de forma machacona algunas campañas de captación de fondos, no es sino prestando a terceros esos fondos cuando se perfecciona el ciclo bancario, se consigue el dinero necesario para retribuir los depósitos con el interés pactado y se alcanza una adecuada rentabilidad que permita la supervivencia de la entidad (y, por extensión, del sistema financiero. Por definición, es imprescindible no perder el norte en la gestión del cómo y a quién se presta con el fin de preservar íntegramente los fondos administrados y asegurar la viabilidad.
El riesgo en banca, por tanto, adopta diferentes enfoques según sea su origen, si bien, considerado de forma irrenunciable como parte del negocio (y en conceptos actualizados a la doctrina emanada de Basilea II y III), puede relacionarse fundamentalmente con pérdidas inesperadas que pueden aparecer, no solamente por los consabidos incumplimientos (riesgo crediticio) sino, de forma amplia, por la obtención de rendimientos en operaciones de activo inferiores a lo previsto o como consecuencia de tener que pagar más de lo previsto por los depósitos captados.
Como herramienta válida para gestionar el riesgo, tradicionalmente se ha aplicado la diversificación, y no sólo del activo (no puede olvidarse el efecto de dependencia frente a los grandes volúmenes de pasivo), y ello porque las ganancias obtenidas de una cartera bien diversificada son menos volátiles y, por tanto, presentan menos riesgo que las de una cartera del mismo tamaño y con los mismos tipos de activos y pasivos pero más concentrada. Ello significa que un mismo activo o pasivo provoca riesgos variables en función de la cartera en que se integren. Es el llamado efecto portfolio. De aquí se derivan dos importantes implicaciones para una gestión del riesgo sensible:
- Un riesgo correctamente valorado no se determina únicamente por el activo o el pasivo en sí mismo, sino también por el portfolio a que pertenece. En otras palabras: los riesgos de un mismo activo o pasivo pueden tener distinto atractivo para diferentes bancos, dependiendo de la estructura de su cartera.
- Identificar los efectos del portfolio y situar en ellos los activos y pasivos y sus riesgos es crucial para mejorar el resultado global de la gestión del riesgo que se ha llevado a cabo.
Pero, a la hora de diseñar la diversificación, deben tenerse en cuenta las particularidades de la historia financiera reciente, porque no parece razonable pensar que el sector inmobiliario (otrora potente motor de la economía) retome el lugar que ha tenido durante décadas. De igual forma, la economía de las familias aún arrastra desequilibrios de sobre financiación de unas épocas de injustificadas alegrías crediticias. De aquí se deduce que el crédito (y el consiguiente análisis del riesgo relacionado) debe encaminarse a empresas con alto componente de innovación … que obligará paralelamente a buscar parámetros de análisis diferentes a los que resultan habituales hoy (generación de cash flow, garantías aportadas, etc.) y más cercanos a lo que la banca está descubriendo (y que, curiosamente, ha sido históricamente la columna vertebral de su actividad) como banca relacional, de cercanía o de conocimiento del cliente.
El riesgo del banco
Tradicionalmente se ha considerado casi siempre el riesgo desde la óptica de las entidades, de forma que las definiciones empleadas para cada uno de sus aspectos y el enfoque de la gestión ha hecho (hace) énfasis en preservar a la entidad de agresiones externas, ya sea en forma de incumplidos de clientes, inversiones fallidas, cambios regulatorios y/o normativos, etc., olvidando que las entidades financieras son, en el fondo, meros agentes económicos que también pueden convertirse en generadores de riesgos, en este caso para los inversores que arriesgan en la propia entidad.
Desde el punto de vista del capital regulatorio, los fondos propios de un banco actúan como un colchón contra las pérdidas imprevistas, de forma que estas pérdidas inesperadas, siendo las responsables últimas de la volatilidad de los resultados del banco pueden provocar, en último extremo, la quiebra de la entidad, cuando su cuantía total supera el valor de los fondos propios.
No pueden olvidarse en este contexto las previsiones de que en el entorno futuro próximo, las entidades puedan aplicar fórmulas diversas para incrementar su capital y, consecuentemente su solvencia y capacidad operativa; en ese contexto, tanto los accionistas como los acreedores (es decir, aquellos inversores que acuden a la compra de títulos emitidos por el banco para financiarse) de una determinada entidad financiera comparten los riesgos que ésta afronta.
Por una parte, los accionistas habrán de asumir todas las pérdidas económicas de su inversión inicial; por otra, los compradores de títulos, en un escenario teórico, tendrán que soportar todas las pérdidas que excedan el límite del capital económico. Algunos de estos riesgos están mitigados en la práctica mediante, por ejemplo, el Fondo de Garantía de Depósitos.
Como co-participes en los riesgos del banco, por tanto, los accionistas y los acreedores demandan a sus inversiones un rendimiento superior al tipo de interés libre de riesgo. La prima solicitada debe ir contra los beneficios que el banco genera en su negocio, es decir, de sus activos y pasivos.
Cuando se analiza si, dado el riesgo que un banco está dispuesto a asumir, los fondos propios son suficientes, se debe considerar el capital económico en un importe suficiente como para afrontar las pérdidas no esperadas. En este sentido, el capital existente actúa como límite para el riesgo que el banco puede asumir.
Hay que recordar, por otra parte, que las dificultades de financiación actuales no se limitan a empresas o particulares; tampoco a las entidades les resulta fácil encontrar dinero, agravado este hecho, además, por la evidencia de que las fuentes alternativas de financiación están teniendo un auge importante, basado sobre todo en la respuesta a una pregunta clave: “Si una empresa puede encontrar mediante una emisión (bonos, obligaciones, …) fondos a un precio más barato que pidiéndolos a la banca, ¿por qué acudir a ella?” De esta evidencia se infiere que las fuentes de financiación para que las entidades mantengan su solvencia y solidez deben buscarse en la economía doméstica, familias y pymes, lo que justifica el recrudecimiento periódico de las “guerras” de captación de pasivo.
Hay que partir de la evidencia de que ningún país puede decir que su economía está sana si su sistema bancario no lo está (como lo demuestra el reciente caso del precio pagado por la decisión irlandesa de rescatar un banco de la quiebra mediante el aporte de fondos públicos). Y que, a pesar de lo antedicho, una de las fuentes de financiación más utilizadas por la banca en España es la adquisición de deuda pública de forma que, en la medida que las emisiones de deuda sean más fiables y baratas, la banca acudirá a financiarse a través de ellas.
Parece consolidarse que, a pesar del rigor y alcance de la crisis, al final, el porcentaje de morosidad a que llegue la banca no alcanzará las cifras del bienio negro 1993/1994, en el que llegó al 9 % (y el paro, por cierto, al 24 %), pero, en un escenario de tipos de interés bajos, en los que la banca española no acaba de encontrarse a gusto[1], la estrategia de riesgos pasa por acudir a nichos de negocio que proporcionen beneficios recurrentemente altos y morosidad razonable, en los que la lucha por la décima de más en los márgenes no sea fratricida; eso se traduce en que, necesariamente, la banca ha de volver a girar la vista hacia las economías domésticas, es decir, a las familias, los autónomos y las pymes.
Pero el margen no sólo se obtiene con operaciones de activo, sino que también los ingresos aportan un grano de arena importante, En ese sentido, los ingresos por servicios permitirán minimizar el coste de capitales propios que se derivará de la aplicación de Basilea III, y en esa línea, seguramente veremos el reinvento de “nuevos” productos y servicios adecuados a las necesidades reales de los clientes y no enfocados a la creación de expectativas sobre productos inconsistentes, como ha ocurrido en el origen de la crisis.
Volviendo a los riesgos, para establecer los límites de los que el banco asume en su negocio diario es importante desglosar el límite global del banco en límites de riesgo de las unidades de negocio individuales. Determinar la posición global de riesgo para un banco y sus unidades individuales de negocio es una tarea que requiere tiempo y dedicación. De hecho, la mayoría de los bancos sólo los determinan mensualmente o incluso con menor frecuencia en el caso de las unidades de negocio, como el departamento de crédito.
Para conseguir el objetivo de mejorar continuamente la rentabilidad o, lo que es lo mismo, para incrementar el valor y la solvencia, es importante motivar al empleado y medir su resultado en relación con su capacidad para aportar valor económico y no siempre a objetivos monetarios.
La gestión de objetivos
La creación del sistema de gestión por objetivos se atribuye a Peter Drucker, abogado y consultor empresarial (no banquero ni financiero, convendría puntualizar) y que se basa en la definición de áreas clave de las compañías para establecer retos parciales en ellas y medir los resultados obtenidos. Las variables a medir con este sistema (actualizadas a la mentalidad y usos actuales) son la posición de la empresa en el mercado de acuerdo con su potencial, la innovación en productos y procesos, la productividad, la rentabilidad, los recursos humanos, materiales y financieros, el rendimiento y proyección del directivo ligado al área analizada, la actitud de los trabajadores y la responsabilidad social de la empresa. El porqué de que cuando hoy se habla de dirección o gestión “por objetivos” todo este entramado queda reducido a objetivos de crecimiento económico, seguramente es un misterio. Pese a todo, como apunta algún experto, la metodología de la gestión por objetivos sigue vigente y es ajena a la crisis en su aplicación; simplemente se ha adulterado, desviándose desde ser una estrategia para dirigir una organización a ser una excusa para medir retribuciones ligadas únicamente a crecimientos de volúmenes de negocio.
Es imprescindible considerar que ha perdido vigencia la asignación tradicional de objetivos ya que, en tanto no se consolide la recuperación, está fuera de lugar el mantenimiento de los criterios de captación de productos tradicionales en un mercado en regresión. La gestión de objetivos, por extensión, ha de ceñirse a la realidad de mercado y social y estar constituidos por hitos que se puedan conseguir y que se puedan gestionar ya que, en caso contrario, pierden el factor de motivación que los rodea y se vuelven fácilmente contra los intereses de la entidad. Diferentes doctrinas apuntan a que se ha de trabajar, conjuntamente con los objetivos de crecimiento en volumen, aquellos otros que permiten medir los comportamientos y la creación de valor, y atender el largo plazo emocional, como la innovación, la excelencia en costes o la colaboración entre equipos.
A modo de reflexión
Los tiempos de la banca siempre han sido diferentes de los del resto de los agentes financieros; el hecho de que, como consecuencia de que los dislates que han originado la actual crisis provengan, en general, de instituciones con nombre de banco (adornado todo ello con una actitud cuando menos opinable de los reguladores y supervisores) no debe hacer pensar que la banca se convierta en el ojo del huracán de la crisis y culpabilizar gratuitamente a todo el sistema financiero. Está fuera de duda que la banca, seguramente arrastrada por la euforia de hace unos años de que “todo va bien”, olvidó algunos principios de prudencia cuyo resultado se está viendo ahora, pero tampoco ofrece duda que, una vez recuperado globalmente el sentido común y admitido que la actividad bancaria debe tener una regulación “flexiblemente férrea”, la banca cuenta con recursos (no sólo económicos) para volver a una senda que nunca debió abandonar por mucho que fuera duro desoir los cantos de sirena. Hay ejemplos. Sin citar nombres, pueden encontrarse sin demasiado esfuerzo entidades que, no solo están capeando airosamente el temporal, sino que su situación actual en cuanto a solidez, solvencia, morosidad que soportan, etc. frente a la media del sector es envidiable. Y sus clientes y depositantes, orgullosamente satisfechos. Ese es el camino, posiblemente. La política de futuro no puede claudicar ante estrategias del día a día, ni debe olvidarse la esencia del negocio bancario, ni de quién lo lleva a cabo, este sí, en el día a día.
[1] Lejos ya de aquel adagio que preconizaba que la banca se regía por la regla del 3 – 6 – 3, es decir, toma el dinero al 3 %, préstalo al 6 % y deja de preocuparte por el trabajo a las 3. No es exagerado afirmar que esos diferenciales han pasado definitivamente a la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario