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Cuando aún no se ha publicado el Reglamento de desarrollo de la Ley 10/2010 de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo, sigue escuchándose como un rumor sordo y continuado el ruido de las lanzas con las que algunos profesionales sujetos obligados pretenden “defenderse” y rechazar su inclusión como tales sujetos obligados alegando, particularmente los abogados, que la colaboración exigida vulnera frontalmente su deber a secreto profesional hacia sus clientes, consagrada por el Estatuto de la Abogacía. Prescindimos en este análisis de los continuados dictámenes a todos los niveles (órganos españoles y europeos) que, con una prosa a veces exquisita pretende ayudarlos en la determinación de qué actuaciones quedan sujetas a la referida Ley y cuáles no, respetando escrupulosamente su invocado derecho al secreto profesional. Conviene recordar que la Ley no incluye como sujetos obligados a los abogados en general, sino a aquellos que realizan específicamente una serie concreta de actuaciones detalladas en la propia Ley, ninguna de las cuales está relacionada, en principio, con la defensa jurídica de sus clientes.
En la era en que vivimos, Internet se convierte en vehículo propicio para compartir conocimientos y opiniones, solicitar ayuda concreta o, simplemente participar en foros abiertos o restringidos a través de los cuales se llegan a conformar grupos e iniciativas conjuntas de actuación. Hay que confesar que los contenidos de esos foros son variopintos, desde los que se limitan a convocar salidas de fin de semana para profesionales del gremio hasta los que pontifican con interpretaciones curiosas de los diversos temas de su realidad cotidiana. La participación en foros, pues, se erige en termómetro válido (aunque interpretado con la debida cautela y prudencia) del sentir de los profesionales ante las circunstancias que les son comunes. Estamos, recordemos, en la prevención del delito y en la exigencia de comunicación de la realización de determinados y contados hechos por parte de aquellos profesionales a quienes se solicita hacerlos. ¿Cómo se trata esa obligación en los foros? Insistimos que la mayor queja de los abogados no es que eventualmente se pueda cuestionar sus actuaciones sino el hecho de comunicar determinadas acciones. Para justificar esta postura, con frecuencia se acude en los foros a la política de “hechos consumados” es decir, que el abogado es simplemente ejecutor de los deseos de su cliente y que, a la postre es una víctima más del sistema.
Pero lo que resulta evidente es que el abogado no siempre “pasaba por allí” y se ha visto sorprendido en su buena fe por el desaprensivo blanqueador, sino que, en muchas ocasiones se convierte, a sabiendas, (lo que no significa entusiasmado) en vehículo imprescindible para la comisión. Obviamente, no todos los abogados; como en todas las profesiones, la gran mayoría son honestos. Y para ayudarnos a reflexionar, partamos de una situación hipotética en la que (hasta hoy) no se requiere comunicación de hechos como sí sucede en los delitos de blanqueo de capitales o de financiación del terrorismo.
Imaginemos un empresario que está al frente de una empresa que desarrolla una actividad rentable pero que, a consecuencia, no de la propia actividad, sino de la mala gestión, inversiones insólitas, o incluso descapitalización de la empresa vía beneficios excesivos, se encuentra acosado por las deudas (Administraciones públicas, proveedores, los propios trabajadores, etc.) y en la imposibilidad de continuar ese negocio. Naturalmente, si el negocio, como se dice, es rentable, y supongamos que consolidado en el mercado, la solución que empieza a imaginar el empresario es la de huir hacia adelante, liquidar el antiguo de forma fraudulenta e iniciar un nuevo negocio idéntico al anterior pero limpio de deudas. Claro que, seguramente, se barrunta que si se descubre que esa continuidad es tal, no podrá eludir sus obligaciones. ¿Que hacer, pues? En la época de Internet, posiblemente acudir al extenso listado de bufetes del ámbito empresarial y elegir uno de los muchos que declaran como especialidad “la defensa del empresario y de la empresa”.[1]
Llegado este punto, el empresario detalla pormenorizadamente al profesional jurídico las razones por las que busca asesoramiento y es el bufete quien arma la estructura jurídica de “defensa” del empresario, utilizando artificios que son legales, sin ninguna duda, pero ¿éticos? Discutible, cuando no directamente delictivos en tanto se convierten en colaboradores necesarios en la comisión de una estafa. Pero después no se ha de comunicar, claro.
Ya se sabe que es este un caso extremo e hipotético, pero como punto de partida conviene tener en cuenta que el abogado no siempre “pasaba por allí”, sino que es con frecuencia colaborador necesario de las operaciones, de donde es humanamente comprensible la resistencia a comunicar aquellas actuaciones reputadas de indiciarias o sospechosas en el blanqueo de capitales o la financiación del terrorismo de las que, al final, forma parte.
Las obligaciones de la Ley 10/2010 para las profesiones jurídicas
Antes de iniciar este somero análisis es imprescindible marcar el contexto a que se refiere en base a la evidencia de que la ley se refiere a la prevención de la comisión del delito, o dicho de otra forma al momento recogido en las regulaciones europea y española en el que, para prevenir el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo imponen a personas físicas (notarios, abogados, etc.) y a organizaciones empresariales (bancos, aseguradoras, etc.) el deber de evitar ser utilizadas para la comisión del delito, debiendo para ello no ejecutar determinadas operaciones (sujeto obligado/gatekeeper) e informarlas al Estado (sujeto obligado/whistleblower).Todo ello dentro de un sistema en el que tiene un importante componente el efecto disuasorio de las sanciones disciplinarias, administrativas y penales (esta última, usualmente, en relación con la aplicación del tipo imprudente de comisión del delito) sobre los directivos, órganos y empleados de las empresas/sujeto obligados (bancos, sociedades de bolsa, etc.) así como sobre las personas físicas/sujeto obligado (notarios, abogados, etc.).
Muchos de los lectores recordarán que, a raíz de destaparse el ya antiguo caso marbellí denominado “Ballena blanca”, se alzaron voces en las que se preguntaba por qué incluir a los notarios y abogados en las investigaciones, cuando éstos, en general, se declaraban como meros actores instrumentales.
Pues bien, debe recordarse, aunque no sea particularmente del agrado de nadie, algunos aspectos básicos como que los delitos que usualmente se describen como precedentes del blanqueo de capitales tienen una motivación económica en cualquiera de sus formas (tráfico de drogas, de armas, de personas, corrupción, etc.), de modo tal que gozar de los beneficios obtenidos es el incentivo determinante de aquellas conductas delictivas. Pero, además, estadísticamente, quien blanquea realmente dicho capital, usualmente un tercero experto en algún sector económico (financiero, inmobiliario, etc.) o práctica jurídica (abogados expertos en sociedades mercantiles), también percibe honorarios por prestar sus servicios, de modo que también el beneficio económico opera como razón determinante de la acción. Es un hecho que el carácter experto del blanqueador así como el hecho del cobro de honorarios asemeja el blanqueo de capitales, desde el punto de vista de la racionalidad de los intervinientes, a cualquier práctica mercantil.
Debe recordarse, así mismo, que el blanqueo de capitales suele darse en el contexto de una actividad empresarial o profesional y no puede distinguirse prima facie de la actividad comercial usual en la empresa. De este modo, quienes actúan no sufren coste reputacional y moral si no existe una sanción jurídica que identifique a dichas conductas como merecedoras de reproche.[2]
Ahora bien, no resulta necesario que existan empresas que se dediquen con exclusividad a esa actividad, sino que puede tratarse de las mismas empresas que operan en el mercado con capital limpio y que utilizan su actividad también para la inversión del capital sucio. Así, se habla de una clase emergente de criminales: los blanqueadores profesionales. Se trata de asesores fiscales, abogados, brokers y miembros de otras profesiones, que se dedican a esta actividad por el bienestar económico que les provee[3].
Llegado este punto, parece conveniente traer a colación la doctrina del Gafi sobre las profesiones jurídicas, expresada en la Guía para la aplicación del enfoque basado en el riesgo para las profesiones del ámbito jurídico, de 23 de octubre de 2008, y que dice que “Los abogados son miembros de una profesión regulada y están obligados a cumplir normas y reglas profesionales específicas. Su trabajo es fundamental para la defensa del estado de derecho en los países en los cuales ejercen. Los abogados mantienen una posición única en la sociedad proporcionando el acceso a la ley y a la justicia a los individuos y a las entidades, asesorando a los miembros de la sociedad a comprender sus derechos legales y sus obligaciones cada vez más complejas, y asistiendo a clientes para cumplir la ley. Los abogados tienen sus propios códigos deontológicos y de conducta profesional que los regulan. El incumplimiento de las obligaciones impuestas por ellos pueden dar lugar a una variedad de sanciones, incluyendo las disciplinarias y penales. Las previsiones contenidas en esta Guía, cuando sean aplicadas en cada país, deben respetar el secreto profesional y el privilegio del profesional del ámbito jurídico… Las materias que estarían cubiertas por el secreto profesional de los profesionales del ámbito jurídico y que pueden afectar cualquier obligación con respecto al lavado de dinero y la financiación del terrorismo debe ser determinado por cada país. Asimismo, las reglas deontológicas que imponen obligaciones, los deberes, y las responsabilidades de los profesionales del ámbito jurídico varían en cada país.”
Por lo que se refiere a España, pues, hay que tener en cuenta en primer lugar que el Estatuto de la Abogacía, en su artículo 5, se refiere al Secreto profesional del abogado de la siguiente manera: La confianza y confidencialidad en las relaciones entre cliente y abogado, ínsita en el derecho de aquél a su integridad y a no declarar en su contra, así como en derechos fundamentales de terceros, impone al abogado el deber y le confiere el derecho de guardar secreto respecto de todos los hechos o noticias que conozca por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional, sin que pueda ser obligado a declarar sobre los mismos como reconoce el artículo 437.2 de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial.
Y el actual artículo 542, antiguo 437.2 citado, de la Ley Orgánica del Poder Judicial dice:
“1. Corresponde en exclusiva la denominación y función de abogado al licenciado en Derecho que ejerza profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico.
2. En su actuación ante los juzgados y tribunales, los abogados son libres e independientes, se sujetarán al principio de buena fe, gozarán de los derechos inherentes a la dignidad de su función y serán amparados por aquéllos en su libertad de expresión y defensa.
3. Los abogados deberán guardar secreto de todos los hechos o noticias de que conozcan por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional, no pudiendo ser obligados a declarar sobre los mismos.”
En ese escenario se divulga la actual Ley 10/2010 de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo que, en el apartado letra “ñ” del artículo 2, referido a los sujetos obligados al cumplimiento de las exigencias que impone la Ley, incluye a los abogados, procuradores u otros profesionales independientes cuando participen en la concepción, realización o asesoramiento de operaciones por cuenta de clientes relativas a la compraventa de bienes inmuebles o entidades comerciales, la gestión de fondos, valores u otros activos, la apertura o gestión de cuentas corrientes, cuentas de ahorros o cuentas de valores, la organización de las aportaciones necesarias para la creación, el funcionamiento o la gestión de empresas o la creación, el funcionamiento o la gestión de fideicomisos («trusts»), sociedades o estructuras análogas, o cuando actúen por cuenta de clientes en cualquier operación financiera o inmobiliaria.
A la vista de la redacción de ambos documentos, el caballo de batalla se sitúa en la definición, que resulta imprecisa de qué se entiende por modalidad de actuación del abogado y qué se entiende por asesoramiento y consejo jurídico.
El tema no es gratuito, toda vez que de él depende en gran manera la argumentación que se ha hecho servir, tanto a nivel europeo como dentro del ámbito español para explicar la postura de los abogados. El legislador, a la hora de detallar las actuaciones que quedan sujetas por la Ley 10/2010, que obliga, no lo olvidemos, a aplicar la diligencia debida en el conocimiento de los clientes y a la comunicación, a iniciativa propia, de las operaciones que se encuadren dentro de las indicadas, máxime cuando se apreciara falta de correspondencia entre las mismas y el perfil del peticionario, traslada al ámbito jurídico criterios que son válidos en el financiero, pero que se han de analizar con detenimiento en aquel.
El tema, además, trasciende el cliché del cliente que acude a un bufete solicitando un asesoramiento que le ayude a canalizar adecuadamente su problemática fiscal para entrar en toda la tipología de delitos (incluido el fiscal, naturalmente, pero como uno más) que generan dinero ilícito. Por otra parte, la indefinición viene abonada por la paradoja que supone para el profesional jurídico el hecho de que, en la relación con sus clientes es habitual recibir un encargo (que, en principio puede estar representado por alguna de las acciones tipificadas como susceptibles de comunicación, pero que no conlleva defensa jurídica) para, inmediatamente después o incluso simultáneamente, recabar el asesoramiento jurídico y la representación del abogado ante las instancias que correspondan, entre las que se suelen incluir como cosa lógica, las judiciales. En esta situación, habitual por lo demás, ¿qué prevalece? ¿la nueva defensa del nuevo cliente? ¿la comunicación a la autoridad de supervisión de los hechos? ¿la negativa a efectuarlos?
No deja de ser curiosa, por tanto, la evidencia manifestada por gran número de profesionales que se han pronunciado públicamente sobre la cuestión, de que la preocupación principal extraída de los análisis es la relación de la actividad del abogado, no con el cumplimiento de las obligaciones establecidas para la prevención del delito, sino con su participación imprevista en el mismo, llegando a plantearse frecuentemente cual es la responsabilidad del profesional jurídico que acepta dinero maculado en el cobro de sus intervenciones y abriendo un abanico de posibilidades, desde la ignorancia de que sea dinero manchado hasta el conocimiento de que lo es cuando lo que se plantea ya es la determinación de la posición jurídica del cliente o, directamente, su defensa.
Reflexiones finales
La Ley 10/2010 de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo, es tachada de excesivamente reglamentista. Ciertamente, muchos de los puntos que en la Ley anterior, que queda derogada por la actual, estaban contemplados en el Reglamento de desarrollo se han incorporado en la nueva redacción al cuerpo de la Ley, con lo que la norma ha adquirido un volumen muy superior al de la anterior Ley o al de la propia Directiva europea de la que emana.
Este hecho hace pensar que en el nuevo Reglamento no se introducirán excesivos matices de interpretación a cada una de las obligaciones lo que, a su vez, conduce a suponer que no habrá más puntualizaciones a los casos o situaciones a comunicar.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta la autentica preocupación en el colectivo originada desde dos ópticas diferentes: el deseo de cumplir la Ley para no verse estigmatizado como “colaborador necesario” en la realización de determinados actos conducentes a blanquear capitales de procedencia ilícita y la sensación de indefensión que produce la colisión entre la voluntad de colaboración con las autoridades y la confusión en la definición válida de las ocasiones en las que realmente es asesoramiento jurídico y las que no lo es.
Desde diferentes órganos se han lanzado mensajes (a veces contradictorios) que, a la postre, sólo logran confundir aún más al profesional de buena voluntad; quizá una solución global al problema pase por el establecimiento de un órgano superior, semejante al que se estableció en su día para la profesión de notario y que tan buenos resultados está dando, con más énfasis en el rol de asesor que en el de sancionador. Sólo así se podría evitar la paradoja que ocurre, por ejemplo, en el Reino Unido, en donde las autoridades se quejan de que, cuando solicitan información de un caso particular a un abogado, la respuesta suele ser la remisión del expediente íntegro del cliente para que sea la autoridad quien determine en su investigación posterior si era o no una situación sujeta a comunicación. De acuerdo que esta actitud logra componer un “catálogo” de actuaciones perniciosas, pero parece más eficaz y, sobre todo, más positivo para el abogado, la guía previa de qué es, qué parece pero no es, y qué no es, todo ello sobre un sustrato que sí que debe asumirse de que el conocimiento de quién solicita los servicios es fundamental, no ya para el cumplimiento de las obligaciones legales sino para el propio prestigio y futuro del bufete, que ni puede ni debe apoyarse en su defensa en el “pasaba por allí” sino en la consciencia de la validez de su actuación. Y que ésta, por supuesto, se ajusta a la Ley.
[1] Un inciso semántico. Defender ¿de quién? ¿Quizá de trabajadores desaprensivos que reclaman unos salarios no cobrados? ¿De la voraz Hacienda que no ha ingresado lo que debía? ¿De los proveedores que se empeñan en cobrar un producto suministrado o servicio prestado? ¿No seria más justo y acertado proclamar como especialidad la “defensa de los derechos de…”? Porque los otros supuestos citados, muy de derecho no parece que sean.
[2] Mateo G. Bermejo. Tesis doctoral “Prevención y castigo del blanqueo de capitales – Una aproximación desde el análisis económico del Derecho”, Barcelona, 2009
[3] Geoffrey W. SMITH. “Competition in the European Financial Services Industry: The Free Movement of Capital Versus the Regulation of Money Laundering”,
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