Imitación a la vida
A finales de la década de los cincuenta del siglo
pasado tuvo lugar el estreno de la película “Imitación a la vida”, basada en la
novela homónima de Fannie Hurst y dirigida por el siempre magnífico Douglas
Sirk. La película es un drama de aquellos que saben tocar la fibra sensible del
espectador, a lo que contribuye poderosamente la actuación de unos Lana Turner,
John Gavin, Sandra Dee y Juanita Moore impecables en sus papeles.
Sin embargo, más allá de la crítica de la película,
lo que recalcamos en estas líneas es que, por extensión, el cine podría
definirse en sí como una imitación a la
vida real; es natural que sea así ya que, cuanto más se identifique el
espectador con el personaje de la pantalla (o cuanto más se aparte de su cotidianeidad,
por el contrario), mayor será la aceptación de la película, partiendo de la
base de que la interpretación, la técnica, el montaje y demás aspectos
complementarios son los adecuados.
En términos matemáticos, esta sería una verdad que no
necesita demostración, y como prueba queda para la historia la utilización que
se ha hecho y se sigue haciendo del séptimo arte como instrumento de
información, divulgación de consignas político/sociales e incluso manipulación
de voluntades, en momentos concretos. No es casual la proliferación de
superhéroes en el celuloide en épocas de atonía o depresión generalizada, el
cuidadoso diseño de imaginarios colectivos en los que se fabrican héroes o
antihéroes individuales o no, capaces de superar todos los obstáculos que se
interponen en el logro de su objetivo. El propio objetivo también se presenta
cambiante, centrado en la satisfacción personal o en el bien común, con lo que,
según convenga, se enfatiza en la figura del líder solitario o en la del equipo
cohesionado.
En todas las situaciones sin excepción hay una travesía del desierto en la que se asume
la necesidad de un grado de sacrificio (que a la postre, en ocasiones, ha de
ser supremo) y una cierta incomprensión alrededor.
Todas las situaciones tienen su reflejo en la
pantalla, desde el héroe solitario y anónimo, pasando por el superhéroe
claramente de ficción, hasta el líder que es capaz de aglutinar voluntades y
actitudes en torno a un propósito común. Vienen a la memoria de estos últimos,
entre otros muchos ejemplos, dos películas significativas y de fácil
asimilación: Doce del patíbulo (The
dirty dozen, Robert Aldrich), en la que se asiste a un cursillo acelerado de
psicología aplicada por el personaje que encarna Lee Marvin para aprovechar la
motivación íntima de cada uno de los peones elegidos en la determinación de su
rol en el grupo y Los siete magníficos
(The magnificent seven, John Sturges, basada en Los siete Samurais, de Akira
Kurosawa) en el que uno de los siete personajes elegidos presta su colaboración
únicamente por el carisma del líder, sin entender ni un pimiento del objetivo
real de la acción.
Pues bien, en esta imitación a la vida que es el
cine, ¿cuántos de los líderes que hemos visto serían efectivos (o, sin más, convenientes)
en la situación de crisis actual? Y, lo que es más importante, ¿qué tipo de
líder queremos para que nos ayude a salir de ella?
Repensando
el liderazgo
Vivimos tiempos de confusión en los que, además, los
paradigmas y las referencias conductuales cambian a velocidad de vértigo
siguiendo la estela de las continuas modificaciones de escenario según
evoluciona lo que se va dando a conocer con cuentagotas relativo al mundo de la
economía, la política y, en general, la sociedad. Lo que valía ayer, basado en
la información de ayer, ya no vale hoy con las novedades diariamente
incorporadas y, posiblemente lo que se presenta como razonable hoy haya que
desecharlo mañana. Se instala, por otra parte, entre los portavoces de los
poderes lo que ya empieza a ser costumbre, el divulgar “profecías” poco menos
que apocalípticas con el fin declarado de que las medidas restrictivas
promulgadas inmediatamente después sean asumidas como el “mal menor” y se vaya
mermando la capacidad de análisis mediante el bombardeo continuado de mensajes
amenazadores, conscientes o inconscientes.
No es novedad constatar, pues, que hay un cierto
grado de hartazgo originado por la falta de soluciones prácticas al problema
global y por el cada vez mayor divorcio entre la clase política y el ciudadano
al que dicen representar. Existe el convencimiento, que se va instalando con
lentitud, pero de manera inexorable, de que lo que no funciona es el sistema y
que no bastan con parches para llegar a soluciones duraderas, parches que,
además contienen frecuentemente contradicciones difíciles de explicar.
No cabe duda de que todos queremos ver cuanto antes
la luz al final del túnel y, seguramente ayudaría a combatir comprensibles
desánimos y a optimizar esfuerzos el tener referencias válidas de conducta, de
actitud y de acción, es decir, en definitiva, necesitamos líderes en los que
vernos reflejados. Pero esta búsqueda de liderazgo, en realidad representa un
vuelco en la identificación del rol y en lo que se busca/exige del líder. Ya no
valen las concepciones ñoñas (que aún se pueden leer en escritos recientes de
pseudos gurús que siguen anclados en dogmas caducos e inservibles hoy) que
muestran al líder como caballero de una Arcadia feliz en la que sólo ha de
perseguir la satisfacción y la felicidad
de sus eventuales equipos; posiblemente (no lo discutiremos aquí) este concepto
era válido cuando todo era válido y
se confundía el rol de líder con el de mero gestor de proyectos en los que lo
que mandaba eran los resultados en términos de rentabilidad.
Hoy no. La situación es otra y debe diferenciarse
escrupulosamente la figura del gestor de proyecto, de la de gestor de equipos
humanos y de la de líder.
Si admitimos que es necesaria una nueva orientación
en las prioridades, un nuevo enfoque actitudinal, un nuevo paradigma social,
estamos admitiendo tácitamente la
necesidad de guías válidas en las que reflejarnos, precisamente porque
demasiado tiempo se han confundido alegremente los términos.
Y es de aquí de donde nace la definición del líder
que precisamos, que precisa cada puesto de trabajo, cada proyecto, cada
organización y, por extensión, cada territorio, ya que hace falta alguien que
sea capaz de influir en los demás hasta conseguir, si es necesario, un cambio positivo
de actitud. Sin embargo, casi de forma automática a esta definición de
urgencia, surge la primera gran controversia: si el líder es alguien capaz de
influir en los demás, es evidente que esta influencia puede ser de diferentes
tipos, de forma que alguien puede llegar a la convicción de que Luther King era
un líder en el que reflejarse mientras otro puede pensar que su idea de líder
coincide más con Hitler. Es por eso que la primera componente de peso en la
definición de los rasgos que buscamos como identificativos del líder necesario hoy
es la ética. En efecto, cualquiera otra de las cualidades que podemos ir
desgranando a través de estas líneas (carisma, entusiasmo, fortaleza, sentido
de anticipación, …) pasa a un segundo término ante ella. Curiosamente no se
puede obviar que, en tiempos de bonanza, en los que parecen estar definidos de
forma automática e inmutable los roles y en los que el ejercicio de
responsabilidad funciona casi por inercia, nadie suele cuestionar la ética,
pero cuando los tiempos son otros, cuando se exige DE VERDAD esfuerzo y sacrificio,
es cuando caen muchas caretas y se descubre la impostura de muchos lideres de salón, que únicamente
acreditaban un liderazgo apegado al cargo o, lo que es peor, a la tarjeta en
relieve donde ponía su nombre, pese
a que algunos de ellos, aún se permiten impartir unas teorías cuya práctica
desmiente.
Para buscar entonces ese perfil válido de líder
ético, proponemos un camino inverso, es decir, verificando (simplemente
recordando realidades recientes) qué NO debe ser un líder, podremos ir
dibujando las características que SÍ lo conforman.
Qué NO
ES (no debe ser) y qué ES (debe ser) un líder
La figura que buscamos como referente de conducta, como
modelo ético en tiempos convulsos, trasciende la cuestión de si nace o se hace;
efectivamente, tan válido es el modelo espontáneo (lo que no quiere decir
simple o fácil) como el modelo fruto del esfuerzo voluntario. En cualquiera de
los casos, cae por su propio peso que permite deslindar determinadas actitudes
como nocivas y contraproducentes desde el punto de vista ético que, en
definitiva, corresponderían más a la figura del antilíder o líder tóxico que a
la de líder integro que pretendemos.
Conviene tener en cuenta que ya en estos aspectos se
observa la diferencia entre lo que se ha querido definir como liderazgo y el
auténtico: sin más profundidad de análisis, por ejemplo al pseudo líder que era
mero gestor de proyectos, lo que se le requería era el cumplimiento de
objetivos casi siempre crematísticos sin parar mientes demasiado en si los
instrumentos que utilizaba escapaban o no a la ética o si lo que se le imbuía
era, de alguna forma, la técnica necesaria para manipular a su equipo y
orientarlo sin más al resultado que se le exigía A ÉL. Por duras que suenen
ambas cosas, hay, por desgracia, sobrados ejemplos de que eran moneda corriente;
si durante mucho tiempo se ha jugado con la definición del liderazgo, basa una
pequeña reflexión para desmontar tópicos recurrentes. Acudiendo a la actualidad
reciente, supongamos que una entidad financiera necesita incrementar sus fondos
propios y acude, entre otros instrumentos para hacerlo, a una emisión de
participaciones preferentes, de forma que, una vez diseñado el producto,
designa a un líder del proyecto de su
comercialización. En algo tan habitual como eso se han producido dos graves
confusiones con respecto a la figura auténtica del líder: lo que la entidad ha
hecho es nombrar un gestor de proyecto,
pero en absoluto un líder (al menos no del líder que buscamos como modelo de
conducta), entre otras cosas porque el objetivo del gestor (a diferencia de los
objetivos del auténtico líder) beneficia sólo a una parte, no busca un interés
general y queda incluso la duda de si no perjudica a sabiendas a otra parte
implicada.
No siempre es tan fácil analizar las diferencias que
identifican el auténtico líder modelo de
conducta del mero gestor o coordinador ya que, por ejemplo, una de las
características irrenunciables del líder es la convicción en sus ideas, que
puede quedar a un paso de la soberbia que caracteriza al líder tóxico, o la
auténtica y necesaria visión de futuro como capacidad de anticipación frente a
la actitud de “iluminado” que pierde de vista la realidad, o la imprescindible
prudencia en los planteamientos frente a la aversión al riesgo del antilíder, o….
Hay, con todo, una característica que define al líder
nocivo por encima de otras, que podría entenderse como la creación de su
entorno. Mientras el auténtico líder de conductas no requiere detallar la
responsabilidad de nadie que quiera reflejarse en él porque lo que se transmite
es, precisamente, la conducta y no la función a desempeñar, el gestor necesita
identificar persona = rol para delimitar responsabilidades y funciones. De algo
tan simple como eso se concluye que, generalmente, sólo los mejores son capaces
de seguir al líder, mientras que el gestor, inseguro de su ascendencia,
necesita sentirse superior a los demás y en consecuencia se rodea de personas
que no le “hagan sombra”. El líder no necesita dirigir; el gestor necesita
mandar.
No quiere decir todo ello que deba abominarse de la
figura del gestor; en absoluto. El gestor cumple una función necesaria, pero un
líder es otra cosa. Acudiendo nuevamente a temas de actualidad, y dando por
sentado que los políticos sean líderes (no entraremos en esa discusión en estas
líneas), hemos asistido en más de una ocasión a situaciones complejas de
ingobernabilidad en las que los políticos/líderes de opinión han de dejar paso
a funcionarios tecnócratas
(reconozcamos que casi siempre se oye la expresión con un cierto retintín
desdeñoso) que sean capaces, aún sin perfil de líder, de sacar del atolladero
al territorio en cuestión.
Es evidente que la dificultad de los tiempos que nos
tocan vivir ha permitido que durante mucho tiempo no haya sido necesario distinguir
con precisión qué es el auténtico liderazgo de conducta y se haya alentado la
confusión merced, precisamente, a una característica del líder, como es la
atención a los pequeños detalles que, sumados, multiplican exponencialmente su
importancia (“la arena es un puñadito, pero hay montañas de arena”, que dice el
poeta popular). De ahí a dar por buena la sustitución de la parte por el todo,
va un pequeño trecho, y así hemos visto sesudos masters y post-grados en
liderazgo que no eran sino desarrollo de herramientas más o menos standards de
gestión de personas y conflictos. Afortunadamente para todos, las grandes
escuelas de negocio están advirtiendo la dimensión de los cambios, y que éstos
van mucho más allá de una cuestión
puramente semántica, de forma que, según se desprende un reciente informe, el
80 % de las escuelas de negocios de todo el mundo incluyen dentro de los
citados masters de herramientas para el desarrollo del liderazgo materias hasta
ahora poco menos que impensables, como la ética o la responsabilidad social.
El líder
cercano
Con todo lo visto hasta ahora, cabría preguntarse que
si, tal como se desprende, el líder de conducta no coincide exactamente con la
figura del gestor de proyectos, gestor de personas, coordinador, etc. sino que
está por encima de ellos y deviene una figura utópica e inalcanzable, ¿no
existen modelos de conducta cercanos, referencias tangibles?
La respuesta obvia es que, naturalmente que hay
referencias válidas, en las que, no todo es SÓLO técnica ni todo es SÓLO carisma.
Es, salvando las distancias, como si se planteara si existen principios de
macroeconomía aplicables en las economías domésticas para llegar a la
conclusión de que sí que los hay, pero no todos ni de la misma manera que se
aplican en macroeconomía.
Los factores que siempre se han considerado como
virtudes del líder, como son la anticipación, el carisma personal, el
ascendiente, el tesón, la resiliencia, el entusiasmo y todos los demás aspectos
que han formado parte habitual de las materias a impartir en las “clases de
liderazgo”, ciertamente son válidos, ya que todos ellos ayudan a esa capacidad
de aglutinar esfuerzos que caracteriza al líder, sobre la base de la comunión
de ideas.
Y aquí, en las ideas, empiezan a vislumbrarse las
diferencias sustanciales que identifican al auténtico líder: llevado al
extremo, el egoísmo marca la gran diferencia. Nadie puede aspirar a ser tenido
como líder de conducta si su objetivo se centra en su propio beneficio o en el
mero cumplimiento de una labor asignada, pese a que ello exija la dirección de
un equipo numeroso. Si no existe la comunión de ideas, el íntimo convencimiento
de que se está siguiendo al líder porque representa lo que uno mismo persigue,
el ejercicio de liderazgo no tarda en convertirse en ejercicio de mando con una
merma (a veces absoluta) de confianza, entusiasmo y precisión.
Es la honradez, la presencia PERMANENTE de unos
elevados valores éticos, el fundamente indispensable para que el liderazgo se
mantenga en el tiempo y no sea una fiebre pasajera, válida quizá para un
objetivo parcial pero no espejo de conducta. La honradez, además, genera
confianza en los equipos (cuando se habla de proyectos concretos) y en los
seguidores (cuando se habla de forma general), porque conlleva el
convencimiento de que el líder va a actuar con honradez; no hace falta recordar
que una de las cosas que cuesta más recuperar en las relaciones humanas es la
confianza perdida.
En definitiva, se impone en estos días de crisis
tener la capacidad de separar, como decía Machado, “las voces de los ecos” y
saber que, más allá de situaciones puntuales, el futuro ha de venir marcado por
el sentido de la ética en todas las acciones, lo que saben muy bien los
auténticos líderes.