… Y ESTADÍSTICAS
Se
inicia un nuevo curso y se produce, casi instintivamente, la revisión de las
materias que conforman los programas de estudio. Seguramente por deformación
profesional, uno se fija con más detenimiento en todo aquello que tiene que ver
con la economía y la gestión, y, como quien no quiere la cosa, vuelve a
percatarse de que se sigue manteniendo, metida con calzador en los programas una
materia que se llama “Estadística” o similar dentro del bloque de las ciencias
exactas. Misterio. ¿Ciencia exacta la estadística?
Vale
la pena recordar que la estadística es formalmente una ciencia centrada en la
recolección, análisis e interpretación
de datos necesarios para la toma de decisiones, la herramienta en que se apoya
la investigación científica y la rama que ayuda a explicar las condiciones
regulares o irregulares de algún fenómeno o estudio aplicado, ya sobrevengan de
forma aleatoria o condicional.
Quedémonos
con el término que hemos resaltado, eso de la interpretación, ya que sin él (y su adecuada aplicación,
naturalmente), la estadística no tiene absolutamente ninguna validez.
Hay
múltiples ejemplos que confirman esta afirmación, y podemos empezar por el
archisabido de que si tú te comes un pollo y yo estoy en ayunas,
estadísticamente hemos comido medio pollo cada uno, lo cual es radicalmente
falso, a no ser que se introduzcan parámetros de interpretación del resultado
que conduzcan a conclusiones válidas.
Aún
así, los parámetros que se elijan para la interpretación no aseguran que la
conclusión sea la correcta, y el ejemplo mas recurrente de ello es el análisis
estadístico de los resultados de, en general, cualquier votación política. Es
curioso que, en general, una vez publicados los resultados, TODOS los partidos
lanzan las campanas al vuelo, incluso aquellos que, de tener mayoría absoluta
han visto reducida su presencia en el hemiciclo, pongamos por caso, a un escaño
situado detrás de una columna desde donde ni se ve la tribuna de oradores.
Cosas de la política…. y de la estadística.
Ya
tenia razón Mark Twain (seudónimo, como se sabe, de Samuel Langhorne Clemens) cuando afirmaba que hay “mentiras,
malditas mentiras y estadísticas” ("Lies are of three kinds: lies, damned
lies & statistics"). E incluso eso no es seguro, ya que no está
probado estadísticamente que la frase
sea de Twain, sino que formaría parte de un tributo de éste, en su Characters of my autobiography, de 1909,
al primer ministro británico Benjamín Disraelí quien, al parecer, tampoco la
pronunció. Por lo que se ve, la frasecita de marras hay que rastrearla en los
escritos de 1895 del radical Henry Du Pré, críticos con la forma de utilizar
los datos por los políticos, si bien, al final, debe citarse a la doctora
Cornelia Hewitt, que, en 1892, en la publicación de la Philadelphia County
Medical Society, se refería al hecho proverbial de los estadios de la mentira, que
acababan en la estadística ("the proverbial kinds of falsehoods, 'lies,
damned lies, and statistics”). O sea, que ni Twain, ni Disraelí, ni Du Pré.
Sentido común.
En
definitiva, según lo visto, una asignatura que se echa de menos en los
programas de economía y gestión, pero también en los de ciencias aplicadas y
humanidades, debería de ser algo parecido a “Cómo identificar los parámetros
válidos para pasar de una recolección de datos a un instrumento de ayuda en la
toma de decisiones admisibles para la mejora del bien común”. Largo, pero
imprescindible, dentro de la confusión generalizada en la que estamos inmersos.
Acerca del “mercado” de trabajo
Uno
de las peores formas de utilización de datos estadísticos es la de, por
desconocimiento, incompetencia o manipulación, reducirlos a su mero significado
numérico y extraer únicamente conclusiones de “cifras” sin detenerse a analizar
lo que hay detrás de ellas y cuáles son los agregados que las conforman.
Desgraciadamente,
esta tendencia se viene observando con total frialdad en muchas de las medidas
que se están tomando para hacer frente a la crisis, medidas que, además de
impopulares, acaban siendo dañinas para la misma convivencia y, desde luego,
para conseguir los fines que se dicen perseguir.
Como
muestra de ello podemos parar la atención en el tratamiento que está mereciendo
eso que, globalmente, se llama trabajo (o, especialmente la falta del mismo),
tanto en su inexistente promoción como en los pasos que se dan para paliar su
carencia.
Sólo
con el ánimo de sentar las bases, parece oportuno recordar el artículo 35.1 de
nuestra Constitución, que dice literalmente que “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al
trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del
trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las
de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de
sexo”. Sin que estas líneas adquieran tomo de crítica política, lo que es
evidente es que, si se proclama el respeto a la Constitución y su observancia
por los poderes públicos, el objetivo de los gobernantes ha de ser recuperar el
cumplimiento de ese artículo que en estos momentos, no se está cumpliendo: ni
hay trabajo para todos, ni puede elegirse, ni implica promoción, y la
remuneración dista mucho (con excepciones clamorosas, por otra parte) de ser
suficiente para satisfacer las necesidades familiares.
Pero,
vayamos por partes: ¿qué es el
trabajo?
Para
poder llegar a una definición válida, se hace necesario considerar los
diferentes enfoques sobre el mismo.
Desde
el punto de vista de la doctrina social de la Iglesia, más allá de la
consideración del trabajo como una maldición bíblica y, consecuentemente, como
un deber (“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, en el Génesis), lo cierto
es que se observa una evolución manifiesta, cuando ya en la Edad Media se
establecía que hubieran los oratores
(que rezaban en beneficio de la comunidad), los bellatores (que guerreaban en defensa de la misma) y los aratores (que trabajaban la tierra), a
los que se unieron los burgenses (los
hombres de la ciudad, comerciantes especialmente), es decir, que se
diferenciaban diferentes clases de trabajo en función del servicio al interés
general, hasta llegar a las nuevas escuelas
sociales, basadas en que trabajar es un deber y un derecho, mediante el cual la
persona colabora con Dios Creador en el mantenimiento de la Creación de forma
que, trabajando con empeño y
competencia, la persona actualiza las capacidades inscritas en su naturaleza,
procura su sustento y el de su familia y sirve a la comunidad humana. En
palabras de Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens, “el trabajo es una de las características
que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad,
relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo;
solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando
a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo
lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la
persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su
característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza”
Por
otra parte, desde el punto de vista antropológico y social, el trabajo es una
actividad humana que puede identificarse como una de las categorías centrales
de la sociología y puede definirse como la ejecución de tareas que implican un
esfuerzo físico o mental y que tienen como objetivo la producción de bienes y
servicios para atender las necesidades humanas. El trabajo es por tanto, según
esa definición, la actividad a través de la cual el hombre obtiene sus medios
de subsistencia por lo que o bien trabaja para vivir o vive del trabajo de los
demás.
Finalmente,
para la Economía, el trabajo es simplemente uno de los tres factores clásicos
de producción, junto con la tierra y el capital y representa la medida del
esfuerzo hecho por seres humanos. Conviene recordar que históricamente la forma
predominante de trabajo fue la esclavitud, pero desde mediados del Siglo XIX,
la esclavitud ha ido disminuyendo (aunque sin desaparecer del todo) para ser
reemplazada por el trabajo asalariado como forma dominante. Es en ese contexto
de economía en el que nace el concepto de “mercado de trabajo” como
contraposición al marxista de “fuerza de trabajo”.
Nacen
así aberraciones lingüísticas tales como “capital humano”, expresión tan
ambigua que vale tanto para referirse al necesario talento de las personas en
un proceso de desarrollo personal, profesional y empresarial como al coste
meramente contable que significa la adscripción de una persona a una determinada
organización.
Simplificando,
para los apóstoles de las teorías economicistas[1] a
ultranza, el trabajo es un simple agente mercantil de la producción que debe
enfocarse como un coste y gestionarse estadísticamente
sin considerar otros aspectos y considerando también sólo como un coste
prescindible el de las prestaciones que ayudan eventualmente a paliar la falta
de ingresos en situación de desempleo, o sea de no-trabajo.
Sin
que estas líneas pretendan erigirse en paladines del sentido humanístico del
trabajo, parece obvio que en todo lo que se refiere a él, y particularmente, a las personas que trabajan (o no
trabajan), deben tenerse en cuenta otras consideraciones, además de las
estrictamente numéricas, para gestionarlo. Puede recordarse en este punto, por ejemplo,
el lema del MIT (Massachusetts Institute of Technology) de la diferencia entre
datos, información y conocimiento, lo que resulta evidente incluso sin
pertenecer al MIT. ¿Es necesario recordar que la estadística maneja únicamente
datos y que la toma de decisiones ha de basarse en el conocimiento?
Por
citar un ejemplo real, es difícilmente entendible que se pretenda suprimir una
determinada ayuda al colectivo de parados de larga duración (compuesto,
lógicamente, por personas de vulnerabilidad creciente) argumentando que se
estableció paralelamente a medidas formativas de reinserción laboral que, a la
postre, se han revelado inútiles y que, en consecuencia, la ayuda también se ha
revelado inútil (?). ¿No será más lógico revisar esas medidas de formación para
la reinserción manteniendo la ayuda si es que, paralelamente, se constata que
el número de ofertas de trabajo ha disminuido drásticamente? En caso contrario, la supresión de la ayuda en una
exhibición de ignorancia acerca del colectivo y su entorno así como una
sacralización insensata de unos datos estadísticos incompletos.
Pero
hay muchas más razones que aconsejan extremar la prudencia al aplicar los
principios estadísticos a la gestión de algo tan sensible como el trabajo.
Además
de todo lo dicho, no cabe duda de que el concepto “trabajo” excede del de mero
instrumento para ganarse la vida y se ha de referir con otras connotaciones
entretejidas con el ser de la
persona. No es una afirmación gratuita la de que una persona, hoy, y
parafraseando a Ortega es ella y su trabajo, en una comunión difícilmente
disociable, hasta el punto de que se admite la identificación de quien ha
perdido su trabajo como excluido social porque ha perdido el nexo de unión con
lo que se llama sociedad real. Ante esta evidencia, el nivel de estrés personal
que contempla esa exclusión excede
con mucho el propio de la situación económica adversa que se deriva, rayando a
veces en patologías de complejo tratamiento.
Hay
diversos indicadores que confirman esta realidad y podemos detenernos, para
certificarlo, en algo tan usual hoy día como las redes sociales de Internet.
Sabido es que, de forma general, y ciñéndonos a las redes llamadas “de y para
profesionales”, que una de las características de su utilización eficaz es la definición
de los llamados “círculos” de “amigos” en los que se comparten experiencias,
inquietudes, información, etc. todo ello entre personas afines y relacionadas
por lazos de profesión, amistad u otros. Pues bien, basta echar un vistazo a la
mayoría de los círculos de amigos que pueden observarse libremente para
constatar que los más numerosos, con diferencia, son los de profesionales de la
gestión y selección de RRHH. Este hecho nos confirma dos puntos: la validez de
un networking potente en tiempos de crisis para ayudar en situaciones personales
difíciles, pero también el pánico que existe ante la posibilidad de que, por
circunstancias de mercado laboral, afecte la temida exclusión sin haber tejido
la más amplia (habrá que reflexionar paralelamente si coincide la amplitud con
la eficacia) red de contactos posible dentro del “mundo activo”.
Otro
punto ajeno a la estadística es el que parece indicar que la totalidad del
mercado laboral se divide en quien tiene trabajo y quien no lo tiene y esto,
que en sí es una perogrullada, condiciona sobremanera la forma de gestionar las
oportunidades; por razones que escapan
de estas líneas, los responsables de reclutamiento y selección de personal
acuden en primera instancia a personas en activo para cubrir una necesidad,
entrando en una espiral perversa en la que se llega a excluir sin más a un
candidato perfectamente válido por el simple hecho de que permanece sin
encontrar acomodo laboral durante un plazo de tiempo excesivo, que en la
realidad se concentra en 6 (¡seis!) meses.
Con
toda la prudencia que requiere analizar este espinoso aspecto, quien así actúa
exhibe una preocupante ignorancia de la realidad social a la que, en teoría,
encamina sus esfuerzos.
Por
último en este apresurado repaso a la concepción del trabajo y su tratamiento,
debe tenerse en cuenta que es difícilmente cuantificable porque también es
difícil establecer parámetros válidos para ello el coste social de una
inadecuada gestión de ese “mercado” del trabajo, refiriéndonos en este punto al
altísimo coste emocional (a veces traducido en coste clínico) que comporta la
separación de la actividad, la pertenencia al mundo real visible y el paso a
ese mundo en el que de golpe, el trabajador se vuelve invisible. Incluso en el
caso de que logre esquivarse el impacto económico que significa la pérdida de
empleo, la permanencia en situación de desempleo, particularmente si ésta se
alarga en el tiempo, resulta demoledora para la dignidad de la persona y para
su propia autoestima porque se adquiere la evidencia de que el pretendido
control de la vida que proporcionaba confort emocional es una ficción y que uno
pasa a ser como una marioneta que se mueve mediante unos hilos que manejan
otros de una manera en la que uno no tiene ninguna influencia. Y no digamos si,
además, concurre la angustia económica. Si que hay estudios que demuestran que
el paro de larga duración provoca ansiedad psicológica que puede llegar a la
depresión.
En
definitiva, en una situación de crisis como la actual, es indudable que una de
las prioridades es racionalizar los gastos (lo cual, dicho sea de paso, no
siempre debe traducirse en recortar), otra revisar el cumplimiento de los
ingresos y otra analizar la situación del mercado laboral, incluyendo
posiblemente el marco regulatorio en su entorno, pero sabiendo que ese llamado
mercado del trabajo trasciende con mucho la mera estadística de cifras y
contiene intangibles que obligan a extremar el respeto y la prudencia en su
tratamiento, sin dejarse llevar por tentaciones frívolas o banales. Los poderes
han de ponderar que, pongamos por caso, el anuncio de que se reduce un X %
determinada prestación y se acorta su duración en T meses para lograr un ajuste
de un D % en el déficit, se traduce en que una cifra de Y personas en el plazo máximo anunciado
de T meses no tendrán ingresos, posiblemente para una subsistencia medianamente
digna.
En
caso contrario, la sentencia inicial de Twain cobrará cada vez mayor sentido.
[1] De acuerdo con la
definición de la RAE, “el que analiza los fenómenos sociales primando para
ello los aspectos económicos”
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