Hay situaciones en las que, para hablar con propiedad de un
tema que surge, es conveniente acudir al origen del concepto, porque no es la
primera vez que alguien alude a algo en un sentido que nada tiene que ver con
su significado real, y el presunto debate se puede convertir, en el mejor de
los casos, en un diálogo de besugos en el que cada parte está hablando de cosas
diferentes.
Viene a cuento esta puntualización porque, lamentablemente,
resulta reiterativo el escuchar o leer que, actualmente, nuestro gobierno está
“perdiendo la confianza” de los ciudadanos a pasos agigantados por unos
asuntillos de casi toda índole que le salpican, a los que elude en público y de
los que, al parecer, no proporciona la debida justificación al ciudadano,
votante de su partido o no. Se evidencia entonces que lo importante para
analizar estos hechos (someramente, por supuesto, pese a que realmente merecen
un examen amplio que queda fuera del ámbito de este blog) es definir con cierta
exactitud a qué nos referimos con eso de la confianza. Acudimos, pues,
al Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua y nos encontramos los
siguientes significados para la palabra confianza:
Confianza.
(De confiar).
1. f. Esperanza firme que
se tiene de alguien o algo.
2. f. Seguridad que
alguien tiene en sí mismo.
3. f. Presunción y vana
opinión de sí mismo.
4. f. Ánimo, aliento, vigor
para obrar.
Mal empezamos. Según lo que dice el DRAE, cuando se habla de
“falta de confianza”, igual puede aludirse a desencanto en cuanto a una
esperanza previa o merma en la presunción sobre uno mismo, con lo cual se
amplía el abanico de razones por las que un político alude a la confianza,
incluida la vanidad íntima.
Pero, disquisiciones teóricas aparte, cabe recordar que uno
de los slogans más difundidos del partido en el gobierno fue el de Confianza
en el futuro (no confundir con Con fianza en el futuro, pero eso es
otra historia), luego debe pensarse que la aludida falta de confianza
actual se refiere inequívocamente a la primera acepción del DRAE y a ella nos
ceñiremos. No se trata de analizar los actos que han originado esa falta
de confianza, lo que queda al arbitrio de politólogos de uno u otro signo, sino,
simplemente, de efectuar un acercamiento al cómo y por qué nace esa confianza
fuente de poder.
En todas las organizaciones de personas, sea cual sea su
objetivo[1]
(social, empresarial, político, etc.) se produce una correlación evidente entre
el ejercicio del poder y la confianza otorgada a quien lo ejerce por los
componentes del grupo, de tal manera que cuanto mayor es la confianza del
donante, mayor será el poder que pueda ejercer el depositante de la confianza.
Es evidente que si la confianza se otorga por una persona,
el poder se ejerce precisamente hacia esa persona, y ese poder ejercido aumenta
proporcionalmente hasta llegar a su máxima expresión en las organizaciones de
tipo político, en los que la confianza otorgada (el voto) determina el
desarrollar un ejercicio que, frecuentemente, se aleja de los postulados
iniciales planteados para ganar esa confianza.
Del análisis de esas desviaciones surgen tres preguntas básicas:
- ¿Cómo se adquiere
la confianza? Existen dos caminos para ello: ganarla legítimamente en base
a actuaciones o conseguirla mediante el engaño opuesto a las actuaciones. Un
personaje como Abraham Lincoln puede obtenerla por afecto y respeto; porque inspira
confianza. Un personaje como Bismarck[2]
la consigue, sin duda, por métodos menos claros.
- ¿Hasta dónde llega
la confianza? El límite lo marca la propia naturaleza de la confianza y no
la persona en que se deposita: un católico votante del partido en el gobierno
tendrá un grado de confianza diferente hacia el jefe de su gobierno que hacia
el Papa. Llevado al extremo, cuando en un mismo depositante convergen varios
tipos de confianza, se produce un poder mesiánico. Y no hay nada peor que un político que se "venda" como mesiánico, con poder para todo.
- ¿Qué hace el
depositante con el poder que se le confiere? Ineludiblemente, la horquilla
contempla las dos opciones: beneficiar, de forma recíproca, a quien se lo
concedió, o explotar a éste como a un peón de un juego de ajedrez ambicioso
inventado por él mismo. Para citar dos ejemplos extremos, Gandhi y Stalin
utilizaron la confianza depositada en ellos de manera bien distinta...
Al final, siempre se busca algo o alguien que merezca el más
amplio espectro de la confianza; y la búsqueda es, aunque no lo percibamos,
crucial, porque, si el hallazgo no tiene el sentido buscado, tampoco inspira la
confianza deseada y, por tanto, se vuelve perverso a la vez que impotente en su
eficacia. Se llega, pues, al nudo gordiano de la reflexión sobre la situación
actual: seguramente la falta de confianza proclamada viene originada por la
perversión incompetente de aquel en quien se depositó. Porque en política hay
que tener en cuenta una premisa, incómoda y manipulable, ciertamente, pero
real: lo que empieza como confianza en el momento en que sale del votante (en
forma de voto) se transforma en poder en manos del receptor, que, con demasiada
frecuencia, interpreta que se le han dado con el voto las manos libres para
usarlo a su antojo. (Si tú confías activamente en un individuo, con el voto le
das un grado de poder sobre ti mismo. Si veinte personas depositan su confianza
en el mismo individuo, el poder de éste aumenta proporcionalmente. En un
ejemplo extremo, cuando ochenta millones de alemanes depositaron activamente su
confianza en Adolf Hitler, lo que hicieron fue dotarle de un enorme poder. A
decir verdad, el poder de Hitler -o el poder del ayatollah Jomeini, o el de
cualquier otro demagogo- cabe definirlo sencillamente como la confianza
depositada activamente en él por una multitud de personas. Es imposible no
advertir esta transacción entre confianza y poder).
Con el permiso de Forges. Hay diferentes formas de recuperar la confianza... |
Detallaremos este matiz citando lo expresado por Michael
Baigent y otros[3] referente al cómo se capta a veces la confianza que concede el poder “¿Qué
medios utilizan los individuos o las instituciones (o ambos) para granjearse la
confianza de sus seguidores? Una de esas técnicas es el empleo calculado de la
intimidación y el miedo. El mecanismo es bastante conocido y no hay necesidad
de extenderse en explicaciones. Consiste en proponer un adversario
generalizado: el comunismo, el fascismo... Luego se procura que ese adversario
parezca cada vez más omnipresente, cada vez más monstruoso en sus proporciones,
cada vez más amenazador para todas las cosas que nos son queridas: la familia,
la calidad de la vida, la patria. Una vez se ha generado suficiente pánico, lo
único que queda por hacer es ofrecerse uno mismo, o bien ofrecer la institución
a la que uno mismo pertenezca, como baluarte, muralla, refugio, puerto seguro.
Las llamadas «lecciones de la historia» ya deberían habernos enseñado a ver la
falsedad de semejantes ardides. Y, pese a ello, basta echar una mirada
superficial al mundo de hoy para ver que todavía conservan su eficacia.
Hay estratagemas más sutiles. Los políticos, por ejemplo,
suelen hacer llamamientos a la razón o al sentido común, o a lo que suele pasar
por tales. Además, como todo el mundo sabe, no escatiman en promesas, que van
dirigidas de modo concreto a las expectativas y las necesidades de la gente y,
frecuentemente, es poco o nada probable que se cumplan. Pero al hacerlas, se
reconoce de manera implícita que existen tales expectativas y necesidades. Y,
con bastante frecuencia, este reconocimiento es suficiente en sí mismo: no hay
necesidad de cumplir la promesa. De hecho, por regla general, se acepta la
probabilidad de que no se cumpla, y nadie pedirá explicaciones a quien la haga
y no la cumpla. El reconocimiento de las necesidades y las expectativas que
implícitamente representa la promesa se considera como una muestra suficiente
de que "hay buenas intenciones". Estamos desilusionados hasta tal
punto que una simple muestra de buenas intenciones, no sólo nos apacigua, sino
que nos proporciona un repositorio de confianza”.
O sea, que nadie se sorprenda, pues, ante la respuesta (real) dada
a un encuestador por una señora en el madrileño barrio de Salamanca de que, más
allá de evidencias de actuaciones erróneas, más allá de actitudes
incompetentes, más allá de engaños argumentados profusamente con soporte de la
hemeroteca, ella votaba a un determinado partido porque era una “cuestión de
fe”. Ni siquiera confianza, que, por otra parte, queda incólume en su 3ª
acepción del DRAE.
[1] La
confianza y el abuso de ella no es privativa del ámbito político. Basta
recordar el uso/abuso que se hizo en entidades como CAM, Bankia, Novacaixa Galicia,
etc. del inocente “Tienes toda mi confianza” que le habían dicho a sus gestores
de confianza personas con escaso
conocimiento del mundillo financiero (a pesar de que personas (?) como Miguel
Blesa los identificara como expertos financieros para justificar su estafa,
pero eso también es otra historia) y a quienes, sin su consentimiento,
enredaron en una telaraña en la que perdieron todos sus ahorros.
[2] Menos
conocido entre nosotros que los otros personales citados, Otto von Bismarck,
fue un político alemán considerado el fundador del Estado alemán moderno. Su
política interior se apoyó en un régimen de poder autoritario (a pesar de la
apariencia constitucional y del sufragio universal) destinado a neutralizar a
las clases medias.
[3] Michael
Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln: The Messianic Legacy, Jonathan
Cape Ltd., 1986
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