Es curioso cómo se
ven las cosas cuando uno mira hacia atrás; por lo general este ejercicio nos
proporciona pistas para entender algunas situaciones que en su día se nos
escapaban, y a veces permiten tomar nota de actitudes que conviene variar…. o
no.
En los albores de este siglo XXI que vivimos ya había
suficientes indicadores del seísmo que empezaba afectar al mundo de las
finanzas, del que el más llamativo era, posiblemente, la convicción de que la
banca que se conocía tradicionalmente estaba encaminándose a otro escenario,
meramente especulativo, representado por esa cosa que se quería presentar como
banca pero que no lo era aunque usara el término, como la banca de inversión. Paralelamente, fruto de la burbuja artificial
creada en todo el ámbito financiero, la banca creó /sufrió la eclosión de una
forma de hacer banca para sus clientes de siempre envuelta en el celofán de
“banca personal”, esto es, negociación persona a persona con productos
personalizados para cada uno (y había quien lo creía, por cierto, cuando lo que
existía era, lógicamente, productos y servicios standard adaptados, eso sí, en
el argumentario de presentación y oferta para cada cliente por parte de su
asesor privado)
Esta forma de enfocar la relación con los clientes produjo
un espectacular crecimiento de los servicios de planificación y asesoría
financiera, es decir, de los servicios de llamados ya de banca personal,
privada, de particulares, etc. junto con una “amenaza” de una extensa
regulación europea para esos servicios financieros en general y para el imprescindible
asesoramiento financiero, en particular ya que empezaban a registrarse iniciativas
de la Unión Europea para reforzar la protección del usuario bancario y
financiero, y para crear un mercado único de servicios financieros.
Con ese marco de actuación, se originaron varias iniciativas
encaminadas a asegurar que los profesionales dedicados al asesoramiento de
terceros, especialmente en estos casos personas
con cierto patrimonio o ahorros que quieren hacer buen uso del mismo, respondían
a un mínimo de conocimiento, habilidad financiera y profesionalidad en su
trabajo, en forma de itinerarios formativos que otorgaban una certificación
acreditativa de ese dominio, junto con el compromiso de acceder a un sistema de
formación continua para estar permanentemente al día de los cambios, a veces
imprevisibles y rápidos en la regulación normativa, o cualquier otro aspecto de
interés.
Esto era así porque, de un día para otro, el cliente de toda la vida de la banca se vio en el
centro de una jungla hostil en la que su simple y cómodo “Tengo X de ahorro. ¿Qué
interés me puedes ofrecer por él y a qué plazo?” se sustituía por una maraña de
conceptos extraños como derivados, referenciales, fondos, reestructurados,
rentas varias, etc., que desembocaban usualmente en que la negociación acabara con un “No entiendo ni papa de lo que me dices,
pero confío en ti como siempre, y si tú me dices que lo que me ofreces es lo
que más me conviene, antes que otros productos, adelante”
Un inciso en esta exposición: la figura del asesor
financiero independiente al que suele referirse la UE es, aún hoy día, rara avis en nuestro país, donde la
práctica totalidad de estos profesionales pertenecen a entidades financieras
con contrato laboral, entidades que son las que han de cuidar de que cumplan
los requisitos para poder desarrollar un asesoramiento eficaz y, en palabras de
la Comisión Europea (que algo debía de olerse), ético, como modo de garantizar la protección de aquel que se pone en
manos de su asesor, sea éste certificado o no.
Y es en este punto donde cuando se echa la vista atrás se
ve, por decirlo de forma suave, que algo ha fallado, porque (sin hacer
publicidad de ninguna empresa certificadora, que no viene al caso) la mayoría
de estas empresas (de formación, no lo olvidemos) incluyen, adicionalmente a
sus itinerarios formativos, todos idénticos y ajustados a las necesidades de
asesoramiento derivadas de la normativa
(mercados financieros, fondos de inversión, seguros, pensiones, etc.) la
firma de un código ético en atención a la sugerencia de las autoridades cuyo
primer artículo dice:
Los asesores
financieros siempre deben anteponer los intereses del cliente a los propios.
En cada relación con
un cliente, el asesor financiero deberá siempre actuar en el mejor interés del
cliente y clientes potenciales y anteponer siempre los intereses del cliente y
clientes potenciales a los suyos y los de su empresa.
En definitiva, que más allá del sentido de la ética o de la
conciencia ética de cada cual, nos encontramos ante un compromiso firmado y, hemos de pensar, voluntariamente asumido como
parte del crecimiento profesional del asesor. No es objetivo de esta reflexión
llegar a ninguna conclusión: los hechos posteriores son los que son, con
conclusiones teóricas o sin ellas, pero sí que es razonable preguntarse, a la
vista de los desmanes que se han producido en operaciones de “asesoramiento” a
clientes, hoy en los juzgados de forma masiva: si los profesionales que
obtuvieron la certificación que incluía la firma de este código la vulneraron
en bloque, siguiendo instrucciones o de manera espontánea todos y cada uno,
¿puede hablarse realmente de que la falta de ética está más extendida de lo que
dicen los titulares de prensa con grandes personajes?
Si es así, el problema es mucho más serio de lo que se
confiesa, y debe trabajarse de firme para que los comportamientos éticos sean
algo más que una asignatura en la Facultad o un engorroso requisito para la
obtención de una titulación de desempeño profesional.
Aquí se queda. Que cada cual llegue a la deducción que
estime convenientemente razonable.
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