Que la Naturaleza tiene sus propias leyes, que resultan inmutables,
es cosa sabida; que las leyes de los hombres que rigen la evolutiva y cambiante
relación entre personas, algunos las toman como inmutables, también. Que, en
contadas ocasiones se producen lo que podríamos llamar conflicto de intereses
entre unas y otras, ya no parece tan normal. Y, sin embargo, aunque suene
chusco, el hombre ha pretendido variar, incluso, las Leyes de la Naturaleza o,
al menos, la manera de identificar esas leyes por motivos, casi siempre, de índole
económica y/o política.
Y
ahí está, sin ir más lejos, el humilde tomate, para demostrarlo.
Verán
ustedes: el tomate (etimológicamente, “tomatl”, vocablo náhuatl que viene a significar “fruto lleno y jugoso”) es
una planta solanácea[1] que se venía cultivando desde unos 700
años antes de Cristo por los aztecas y los incas, con diversas variedades, para
cada una de las cuales hay un vocablo azteca[2] diferente que no viene al caso pero que
tiene la raíz etimológica común que significa “planta de bulbo jugoso y muchas
semillas internas”; los análisis de su contenido y su estudio botánico lo
incluyen dentro de las frutas.
Tras
la llegada de los españoles a esas tierras, el vocablo (y el propio fruto, como
es natural) se introduce en la cultura castellana hacia 1532, y de aquí a toda
Europa; sin embargo, por su parecido con la belladona, tardó en imponerse en la
cocina y, en principio, su destino era únicamente ornamental.
Mas,
hete aquí que se producen ciertos conflictos armados entre ingleses, que derivan
en años de penurias y escasez, y por aquello de “más cornás da el hambre”, la
cultura anglo sajona descubre las
propiedades nutritivas de esas plantas, hasta el momento, como hemos dicho, ornamentales. Paralelamente,
en lo que podríamos llamar la parte del continente americano de herencia
europea no ibérica, es decir, en Estados Unidos, tampoco se había extendido su uso hasta
que las carencias derivadas de la guerra de secesión lo redescubren como
alimento.
Y
es a raíz de la generalización de su uso y su identificación con la cocina cotidiana
americana cuando se produce el milagro de la transformación del tomate por ley de fruta en verdura… y hasta hoy:
resulta que a finales del siglo XIX las frutas importadas por los Estados
Unidos estaban exentas de impuestos, al contrario que las verduras. En 1893 un
comerciante solicitó que su partida de tomates procedente de las Indias
Occidentales tuviese el mismo trato fiscal que los plátanos del Caribe,
argumentando que desde el punto de vista botánico no había diferencia entre
unos y otros, lo que era científicamente impecable. Pero el juez de la Corte
Suprema Horace Gray desestimó la solicitud del comerciante, dictaminando que,
según la tradición y los usos familiares, las frutas suelen consumirse como
postre, mientras que las verduras se utilizan para acompañar el plato principal
(hay que recordar que, al menos en aquella época, las comidas y cenas constaban
de plato único) y, en consecuencia, el tomate NO ES una fruta, diga lo que diga
la Naturaleza. Lejos de corregir tamaña estupidez científica, la sentencia
sentó jurisprudencia de forma que puede afirmarse que la historia ha
corroborado en este caso la prioridad de la costumbre y el lenguaje común sobre
la biología de las cosas y sus leyes, y así, no sólo el tomate: también los
pepinos, calabacines y pimientos son, a todos los efectos, verduras.
Esta
tendencia de interpretar las cosas según criterios, a veces, difíciles de
entender, se observa con profusión en el mundo de la política que, no lo olvidemos,
debería ser una herramienta para buscar soluciones a los problemas de los
ciudadanos y no a la inversa. Un repaso a vuela pluma: desde la inmutabilidad
de la Carta Magna (menos en las ocasiones en que cuatro iluminados confunden la
confianza otorgada por sus votantes en patente de corso para sus actuaciones y
dictaminan que sí se puede cambiar lo que a ellos les interesa – y lo hacen - sin
necesidad de dar explicaciones a nadie), al argumento repetido de que
determinadas leyes no se pueden revisar “porque siempre han sido así”, pasando
por los cada vez más frecuente ejercicios semánticos de considerar demócrata a
alguien sólo porque su elección lo ha sido o pensar que todos cuantos
representan a la izquierda o derecha son de ideología social de izquierdas o de
derechas.
Mención
aparte merecen algunos medios, pretendidos corifeos de tendencias políticas, en
su afán por etiquetar a, generalmente, los rivales políticos, como en el caso
del juez Gray con el tomate, según características secundarias: radicales,
extremistas, populistas,… (hagan en realidad lo que hagan digan lo que digan y
propongan lo que propongan), o a tendencias afines como, por ejemplo,
centristas (herederos directos de la dictadura o similares).
Y hay quien no analiza, pero eso es otra historia.
Como
el tomate: seamos capaces de ver sus beneficios más allá de lo que un juez haya
pretendido que veamos y, en el caso de las personas, recordar el refranero de “por
sus obras los conoceréis” y no “haced lo que yo digo, no lo que yo hago”.
[1] Ciertas especies de estas
plantas son mundialmente conocidas por sus usos medicinales, sus efectos
psicotrópicos o por ser ponzoñosas. De ahí el lío inicial.
[2] El origen del tomate se encuentra
en Perú y México, pero es en este último país y en la cultura azteca, donde más
se desarrolla su conocimiento, cultivo y uso.
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