domingo, 14 de junio de 2015

La política del tomate



Que la Naturaleza tiene sus propias leyes, que resultan inmutables, es cosa sabida; que las leyes de los hombres que rigen la evolutiva y cambiante relación entre personas, algunos las toman como inmutables, también. Que, en contadas ocasiones se producen lo que podríamos llamar conflicto de intereses entre unas y otras, ya no parece tan normal. Y, sin embargo, aunque suene chusco, el hombre ha pretendido variar, incluso, las Leyes de la Naturaleza o, al menos, la manera de identificar esas leyes por motivos, casi siempre, de índole económica y/o política.

Y ahí está, sin ir más lejos, el humilde tomate, para demostrarlo.

Verán ustedes: el tomate (etimológicamente, “tomatl”, vocablo náhuatl que  viene a significar “fruto lleno y jugoso”) es una planta solanácea[1] que se venía cultivando desde unos 700 años antes de Cristo por los aztecas y los incas, con diversas variedades, para cada una de las cuales hay un vocablo azteca[2] diferente que no viene al caso pero que tiene la raíz etimológica común que significa “planta de bulbo jugoso y muchas semillas internas”; los análisis de su contenido y su estudio botánico lo incluyen dentro de las frutas.

Tras la llegada de los españoles a esas tierras, el vocablo (y el propio fruto, como es natural) se introduce en la cultura castellana hacia 1532, y de aquí a toda Europa; sin embargo, por su parecido con la belladona, tardó en imponerse en la cocina y, en principio, su destino era únicamente ornamental.

Mas, hete aquí que se producen ciertos conflictos armados entre ingleses, que derivan en años de penurias y escasez, y por aquello de “más cornás da el hambre”, la cultura anglo sajona descubre las  propiedades nutritivas de esas plantas, hasta el momento, como hemos dicho, ornamentales. Paralelamente, en lo que podríamos llamar la parte del continente americano de herencia europea no ibérica, es decir, en Estados Unidos, tampoco se había extendido su uso hasta que las carencias derivadas de la guerra de secesión lo redescubren como alimento.

Y es a raíz de la generalización de su uso y su identificación con la cocina cotidiana americana cuando se produce el milagro de la transformación del tomate por ley de fruta en verdura… y hasta hoy: resulta que a finales del siglo XIX las frutas importadas por los Estados Unidos estaban exentas de impuestos, al contrario que las verduras. En 1893 un comerciante solicitó que su partida de tomates procedente de las Indias Occidentales tuviese el mismo trato fiscal que los plátanos del Caribe, argumentando que desde el punto de vista botánico no había diferencia entre unos y otros, lo que era científicamente impecable. Pero el juez de la Corte Suprema Horace Gray desestimó la solicitud del comerciante, dictaminando que, según la tradición y los usos familiares, las frutas suelen consumirse como postre, mientras que las verduras se utilizan para acompañar el plato principal (hay que recordar que, al menos en aquella época, las comidas y cenas constaban de plato único) y, en consecuencia, el tomate NO ES una fruta, diga lo que diga la Naturaleza. Lejos de corregir tamaña estupidez científica, la sentencia sentó jurisprudencia de forma que puede afirmarse que la historia ha corroborado en este caso la prioridad de la costumbre y el lenguaje común sobre la biología de las cosas y sus leyes, y así, no sólo el tomate: también los pepinos, calabacines y pimientos son, a todos los efectos, verduras. 



Esta tendencia de interpretar las cosas según criterios, a veces, difíciles de entender, se observa con profusión en el mundo de la política que, no lo olvidemos, debería ser una herramienta para buscar soluciones a los problemas de los ciudadanos y no a la inversa. Un repaso a vuela pluma: desde la inmutabilidad de la Carta Magna (menos en las ocasiones en que cuatro iluminados confunden la confianza otorgada por sus votantes en patente de corso para sus actuaciones y dictaminan que sí se puede cambiar lo que a ellos les interesa – y lo hacen - sin necesidad de dar explicaciones a nadie), al argumento repetido de que determinadas leyes no se pueden revisar “porque siempre han sido así”, pasando por los cada vez más frecuente ejercicios semánticos de considerar demócrata a alguien sólo porque su elección lo ha sido o pensar que todos cuantos representan a la izquierda o derecha son de ideología social de izquierdas o de derechas.

Mención aparte merecen algunos medios, pretendidos corifeos de tendencias políticas, en su afán por etiquetar a, generalmente, los rivales políticos, como en el caso del juez Gray con el tomate, según características secundarias: radicales, extremistas, populistas,… (hagan en realidad lo que hagan digan lo que digan y propongan lo que propongan), o a tendencias afines como, por ejemplo, centristas (herederos directos de la dictadura o similares).
Y hay quien no analiza, pero eso es otra historia.

Como el tomate: seamos capaces de ver sus beneficios más allá de lo que un juez haya pretendido que veamos y, en el caso de las personas, recordar el refranero de “por sus obras los conoceréis” y no “haced lo que yo digo, no lo que yo hago”.


[1] Ciertas especies de estas plantas son mundialmente conocidas por sus usos medicinales, sus efectos psicotrópicos o por ser ponzoñosas. De ahí el lío inicial.
[2] El origen del tomate se encuentra en Perú y México, pero es en este último país y en la cultura azteca, donde más se desarrolla su conocimiento, cultivo y uso.

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