Se dice que fue la
actriz y activista política[1]
franco-alemana Simone Signoret (Simone Kaminker, 1921-1985) la primera en
utilizar y popularizar la expresión “la nostalgia es un error”, precisamente en
sus memorias, publicadas en 1978 con el título de La nostalgie n'est plus ce qu'elle était[2] (La
nostalgia no es lo que era), con un contenido altamente descriptivo y
reflexivo de sus vivencias políticas en la izquierda, “como burguesa que
despierta a la conciencia política”, revelando detalles inquietantes de
su vida o la de sus amigos.
Pero, después de escribirlo Simone Signoret, más gente lo
suscribió y lo suscribe, al margen de la adscripción política, y el ejemplo más
palmario lo tenemos en el libro La
nostalgia es un error, escrito por la antítesis política de la Signoret
como fue José Luis de Vilallonga[3]
(al alimón, eso sí, con el periodista
Enrique Meneses aunque el nombre de éste desapareciera misteriosamente en la
obra).
Está claro que si la expresión se refiere a hechos
objetivos, no admite discusión en cuanto a su validez ya que difícilmente puede
sostenerse la nostalgia en afirmar que los tiempos pasados fueran mejores,
cuando, por ejemplo, no existían la anestesia ni los antibióticos, y mucho
menos cuando algo como el Titánic se iba al garete y la gente se enteraba por
una sola y primera estación de radio al cabo de un tiempo; en los bares de
antaño hacía frío, y cuando salías de ellos, encontrabas un país sórdido,
triste, gris, apesadumbrado,.. y eso hace valorar positivamente lo que tenemos ahora,
sin nostalgias.
¿Por qué, entonces, nos incomoda internamente el que alguien
defienda que la nostalgia es un error,
y luchamos contra esa idea?
Sostenía el poeta Rilke[4]
que la patria es la infancia,
entendiendo aquí el concepto de patria despojado de connotaciones políticas;
Rilke se refería a la patria como el
lugar donde hemos llegado a ser lo que somos, donde, en esa época dura del
crecimiento personal, nos hemos sentido confortables y arropados por familia,
amigos, ambiente,… convirtiéndose, en palabras del poeta, en el destino
anhelado al cual regresar a lo largo de nuestra vida. Pero ¿qué pasa si el
lugar al que soñamos volver ya no existe´?, y no porque se cumpla inexorable la
tesis de Heráclito de que el fundamento de todo está en el cambio incesante y
que todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al
que nada escapa, sino porque lo que marcó nuestra infancia, lisa y llanamente,
ha desaparecido y sólo está en nuestro recuerdo.
Es lo que pasa con más frecuencia de lo que creemos. Sigo
con atención, interés y sumo respeto una
página de Facebook llamada “A mí me gusta
El Centenillo ¿Y a ti?”, que es un
ejemplo paradigmático para estas reflexiones, dejando bien sentado que no se
trata en modo alguno de crítica a la encomiable y desinteresada labor ardua del
administrador, dedicado a proporcionar un foro común para rememorar personas y
vivencias que no volverán, y al que sólo cabe felicitar y elogiar.
Un poco (sólo un poco) de historia. Érase una vez…. un entorno geográficamente privilegiado, en
el corazón de la Sierra Morena jiennense, cuya riqueza en mineral de plomo y
plata ya era conocida (y explotada) por los romanos hace 2.000 años. Dando un
gran salto en el tiempo, en el siglo
XIX, los ingleses, que estaban en la zona explotando las minas de Linares, deciden
reanudar los trabajos, entonces abandonados, en los yacimientos de El
Centenillo con dos particularidades:
- -
en las prospecciones se descubre la gran cantidad
de mineral que puede obtenerse
- -
las minas se encuentran en un paraje que está
“lejos de todos sitios” y eso hace imposible que los mineros puedan ir a
trabajar desde algún pueblo relativamente cercano.
Deciden entonces acometer, siguiendo el ejemplo de las
colonias textiles catalanas, la construcción de un pueblo para todas las
personas vinculadas a la mina, de forma que se estructuró con construcciones de
viviendas para obreros solteros, para casados, para capataces y, en las zonas
más lujosas y apartadas, para ingenieros y directivos, en un
proyecto que, urbanísticamente, se asemejaba bastante a un pueblo minero
de la campiña inglesa, tal como lo evocamos en la película Qué verde era mi valle, de John Ford, y nada al típico pueblo
andaluz.
Los servicios comunitarios del nuevo pueblo eran básicos y, como la vivienda,
estaban organizados por la empresa[5]
y había escuela (y parvulario), farmacia, economato, hospital, iglesia católica,
iglesia protestante (“el culto”),
biblioteca, cuartel de la Guardia Civil, cine,… y un casino alrededor del cual
giraba la vida social del pueblo. En lo deportivo, había campo de fútbol y pista
de tenis[6],
como no podía ser de otra manera al haber habitantes ingleses.
A primeros del siglo XX, las minas pasaron íntegramente a ser
de capital español y, tras la Guerra Civil, “Minas del Centenillo S.A.” pasa a
ser propiedad de la empresa “Sociedad Minero y Metalúrgica Peñarroya”, cuando ya
la actividad va a la baja, los filones de mineral se agotan y la sociedad entra
en pérdidas, por lo que en 1964 se clausuran definitivamente las minas después
de 100 años de actividad continuada, lo que se traduce en la obligada diáspora
de TODA la población y el abandono del pueblo.
Tras el cierre de las
minas se desmonta toda la maquinaria y solo quedan en pie las casas como
testigos mudos de todo lo que ha pasado a través del tiempo, puestas a la venta
libremente por unos precios, en su día, irrisorios (1.000 pesetas el “hueco” o
habitación) por lo que hoy las minas
de El Centenillo son un recuerdo y el
pueblo de El Centenillo un enclave turístico ligado al desarrollo de la actividad rural que atrae una importante
cantidad de visitantes totalmente ajenos a su historia. ¿O no? Pues,
seguramente, no, porque tanto las minas como las casas, algunas remozadas y
otras convertidas en ruina, son solamente recuerdos que no permiten el
ejercicio de la tesis de Rilke, de volver con ellos a esa zona de confort de la
infancia añorada.
La primera gran diferencia entre recuerdo simple y nostalgia
lo marca la evidencia de que cada vez son menos personas las que pueden
identificar el lugar como “mi pueblo” y cada vez más los que hablan del “pueblo
de mis padres”, “de mis abuelos”, “del que oía hablar en casa a mi familia”,
observándose la aparición del comentario, cada vez más normal, de “`pueblo donde yo también he comprado una casa”. Pero
esa no es la historia personal; ya no hay niños que crezcan ni vayan a la
escuela allí, ni que corran tras sufrir una caída bajando del Mirador a que los
cure D. Mariano el médico o D. Napoleón, el practicante, ni parejas que, para
tener tiempo de pelar la pava, iban paseando con parsimonia hasta la Fuente
Pilé (y luego tenían que subir el largo repecho, claro), ni gente que, para
buscar eso que no encontraba en el economato, montaba en la traqueteante pava que la llevaba a La Carolina a ver
tiendas, ni de los que, con influencias, conseguían que los invitaran a cazar
alguna perdiz por Nava-El-Sach (“navarzáh” se decía) o hacia Ministivel, ni…
Hoy y ayer |
No, todo eso se ha perdido y forma parte del recuerdo, pero
sería un error que formara un núcleo de nostalgia. El Centenillo, como algo
vivo, dejó de existir y dentro de un tiempo nadie podrá referirse a él como “mi
pueblo”, y actualmente, guste o no, sólo hay un conjunto de casas de
esparcimiento que ocupan su lugar, y eso pese a la buena voluntad de algunos
por recuperar alguna vieja costumbre… el día que hay afluencia de veraneantes
para los que, dicho sea de paso, esa costumbre recuperada les resulta
totalmente ajena.
Con todo, hay un factor que no puede ni debe olvidarse:
estamos hablando de la desaparición de un pueblo minero, habitado por gente
hecha al esfuerzo cotidiano y al sufrimiento callado, por gente que se dejaba
la salud en unas minas en las que no había ni la protección ni la tecnología de
hoy, para las que bajar al tajo en la
jaula provistos del carburo para alumbrarse allí abajo era
una aventura asumida. No basta con erigir una estatua de homenaje al minero (bienvenida
sea, por supuesto) en La Corredera, sino que se ha de tener la constancia de
que su labor abnegada y anónima ha sido la que ha permitido que haya recuerdos
(que no nostalgia) de un tiempo que ya pasó en un lugar que ya no existe. Pero
que dejó su huella. Los recuerdos y el aprender de ellos es vital, pero no
deben confundirse con la realidad; aún hoy hay quien podrá pasar unos días (que
no vivir) en la que fue su casa cuando
el pueblo era un ser vivo, sabiendo que no se cruzará en sus calles y
campos con personajes (algunos incluso de reciente memoria) que forman parte de
la pequeña historia, como el tío Risicas, el tío Callandico, Juanito Urda, los
Bojos, las tropas de boy-scouts,… Por eso la nostalgia como fin es un error y debe,
principalmente, recordarse que, como decía Pablo Neruda en su famosísimo Poema
20, “…Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos….”
[1] Formando
tándem indisoluble con su marido, Yves Montand. "Simone fue la primera gran actriz que se comprometió públicamente en la
batalla de los derechos humanos", explica el escritor Marek Halter, "estuvo a mi lado cuando lancé la
campaña a favor de las locas de la plaza de Mayo, y todos los jueves, bajo la lluvia, con frío o con sol, se manifestaba
delante de la Embajada argentina. Para Simone Signoret no bastaba poner su
firma en un pliego: su compromiso era personal, directo y activo".
[2] La nostalgie n'est plus ce qu'elle était,
Ed. Seuil, Paris, 1971; hay una traducción castellana que se publicó en la
desaparecida editorial Argos-Vergara en 1983
[3] José
Luis de Vilallonga y Cabeza de Vaca, (1920-2007), IX marqués de Castellbell,
Grande de España aristócrata, escritor y actor español. Vilallonga entró en las
filas del bando sublevado en 1936 como alférez provisional de requetés y contó
que formó parte de un pelotón de fusilamiento pese a que, con el tiempo fuera
portavoz de la Junta Democrática durante la Transición y coqueteara con el
Socialismo. Un ejemplo de su criterio a veces inclasificable es que, con la
oposición de su hermano gestionó con el Consistorio de Sant Feliu de Llobregat
(Barcelona) la venta al municipio del palacio familiar, el palacio Falguera,
destinado en esos momentos a albergar en sus jardines (previo pago) las
francachelas de las clases pudientes.
[4] Rainer
Maria von Rilke (1875-1926) es considerado uno de los poetas más importantes en
alemán y de la literatura universal. Entre nosotros es conocido, sobre todo,
porque en 1912 realizó un viaje a España, en el que visitó numerosas ciudades
(Toledo, Córdoba, Sevilla), hasta recalar en Ronda (Málaga), que le fascinó y
donde permaneció más de dos meses, al parecer trabajando en una de sus obras
más conocida, las Elegías de Duino.
[5] No es un
detalle baladí sino, al contrario, de gran impacto social aunque se evitara en las tertulias. La vivienda estaba asociada al trabajador, de forma que si
alguien, afectado por ejemplo, de silicosis, no podía trabajar, se quedaba sin
casa y había de trasladarse a la de algún familiar… o dejar el pueblo.
[6] Aún hoy
se discute sobre si El Centenillo contó con el primer campo de fútbol de España
(anterior al del Recreativo de Huelva) y la primera pista de tenis (en litigio
con la de las Minas de Riotinto, también en Huelva)
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