Es necesario un apunte previo al comentario sobre el Informe Chilcot:
Irak es un país que dispone de la segunda mayor reserva mundial de petróleo,
por detrás sólo de Arabia Saudí, lo que le permite actuar como productor
“bisagra” dentro de la OPEP: es el país que más dispuesto está a modificar su
propia producción para determinar, así, el precio del barril de petróleo.
Irak podría eventualmente llegar a amenazar la posición
predominante de Arabia Saudí. Es una posibilidad lejana, dado que sus
infraestructuras petrolíferas están muy deterioradas y su puesta a punto
implicaría unas masivas inversiones de capital que durarían por lo menos cinco años
y que sólo se harían con el convencimiento por parte de las grandes
multinacionales del petróleo de que el régimen iraquí mantendrá una cierta
estabilidad en el futuro. A largo plazo, sin embargo, es lógico pensar que los
grandes consumidores de petróleo querrán que la oferta sea lo más amplia
posible, tanto por no beneficiar excesivamente a un solo régimen productor (en
este caso, el régimen saudí), como para abaratar el precio del crudo. En su
día, se valoró la posibilidad de que el régimen de Saddam Husein controlara la
segunda mayor reserva de petróleo del mundo con la amenaza que esto suponía para la economía internacional (¡Ojo! No
para la paz mundial, aunque haya conexiones evidentes entre una cosa y otra).
Realmente, el régimen de Saddam Husein fue una amenaza para
sus vecinos y para sus propios ciudadanos. Sus tendencias expansionistas se
concretaron en Kuwait en 1990 y en la guerra con Irán en los años ochenta. Sus
masacres de la población kurda en el Norte del país y de la chií en el Sur fueron
constantes. No están demostrados, sin embargo, los lazos iraquíes con Al-Qaeda
que hubiesen supuesto su colaboración en la organización de los atentados del
11-S.
Y fue precisamente el atentado contra las Torres Gemelas de
Nueva York el 11 de septiembre de 2001 el desencadenante de todo lo que ha
venido después. El 11-S provocó la operación militar “Libertad Duradera” que
comenzó el 13 de octubre de 2001 con el objetivo de destruir las bases de Al
Qaeda (que se suponía que albergaban a los terroristas autores de la masacre
del 11-S) y derrocar al régimen talibán en Afganistán. Objetivo que compartió
la comunidad internacional en ese momento, en el que la emotividad dominaba la
escena social y política, y la reacción fue inmediata sin tiempo para la
reflexión pausada que pudiera conducir a otro tipo de medidas más eficaces a
largo plazo.
Pero lo cierto es que Afganistán fue un enemigo improvisado
e Irak ya había sido designado como enemigo antes del 11-S[1].
Por eso, en vez de realizar una política de respuesta al terrorismo por el
análisis de sus causas, por el empleo de la información e inteligencia y la
aplicación de la legalidad vigente, el gobierno Bush optó por la fuerza militar. Poco les importó
que no se pudiera demostrar que Saddam Hussein poseía armas de destrucción
masiva y tenía conexiones con el terrorismo internacional, como el presidente
norteamericano Bush afirmó repetidamente.
A partir del momento en que Bush hijo decide vengar el presunto ataque a su familia
con la excusa de luchar contra el terrorismo que ha provocado el desastre de
Nueva York, las razones esgrimidas para la invasión de Irak eran la posesión de
armas de destrucción masiva, su apoyo al terrorismo internacional y la
expansión de su régimen que provocaría un peligroso efecto dominó en la zona.
Los opositores a la guerra argumentaron que ninguna de esas
razones estaba demostrada y que se estaba vulnerando la legalidad internacional
al no contar con el consentimiento de las Naciones Unidas para tal invasión. El
14 de febrero de 2003 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no votó una
resolución favorable a la invasión, a pesar de las presiones que hicieron sobre
algunos miembros no permanentes del Consejo, y sólo Bulgaria, España y Reino
Unido votaron favorablemente, Estados Unidos sólo pudo sumar 4 votos de los 15
del Consejo de Seguridad y unos 30 países de 192, no obstante, decidieron
actuar unilateralmente y el 20 de marzo de 2003 se inició la invasión de Irak[2];
la entrada en Bagdad se produjo el 9 de abril y la captura de Sadam Hussein el
12 de diciembre de ese mismo año. Pero en ese escenario, la detención de Saddam
no significaba en absoluto un Irak estable, en paz y resignado a la invasión. Hay
que recordar que Saddam había sido un dictador promocionado y apoyado desde
Occidente y que desde Francia a los mismos Estados Unidos le prestaron ayuda
militar en su momento para contrarrestar el auge de la revolución iraní que
derrocó la dinastía Pahlevi y encumbró el régimen político/religioso de los
ayatolás. Entre los aliados de la coalición para la invasión se encontraban
países de dudosa reputación democrática como Uzbekistán; por lo tanto, la
excusa de la democratización del país tras la captura de Saddam era poco
creíble.
Para colmo de males, tampoco acertaron los que pronosticaron
una campaña corta. Efectivamente las operaciones puramente militares para
consumar la invasión no resultaron costosas en tiempo y vidas humanas para los
invasores, sin embargo la posguerra ha sido más problemática. El país está
lejos de la estabilidad y mucho más lejos de la pacificación. La guerra de Irak
ha perjudicado los principios democráticos. La prisión de Guantánamo, las
torturas, las detenciones ilegales, las cárceles secretas; leyes como la
Patriot Act; el aumento de la intolerancia, la xenofobia y el racismo; la
exacerbación del patriotismo y la manipulación de la opinión pública son los
ejemplos que argumentan tal afirmación[3].
Y eso sin contar las víctimas inocentes directas del conflicto sino las
provocadas en Occidente por Al-Qaeda como respuesta a la invasión; sólo en el
año siguiente a la invasión se contabilizan más de 800 muertos en acciones
reivindicadas o atribuidas a Al-Qaeda. (Caso aparte son las actividades del
último “hijo” de la invasión que es el Estado Islámico, ISIS o DAESH, como se
quiera llamar).
Desde el punto de vista de la legalidad internacional
tampoco parece que la decisión de invadir Irak se ajustara al Derecho
Internacional. La Carta de las Naciones Unidas reconoce el derecho al uso de la
fuerza en legítima defensa o ante una amenaza inminente. La Carta no
autoriza al uso de acciones unilaterales contra amenazas no probadas, ya que
solo el Consejo de Seguridad, dentro de lo permitido en el Capítulo VII de la
Carta, puede autorizar el uso preventivo de la fuerza cuando se considere que
existe grave amenaza para la paz.
La discusión sobre la legalidad de la invasión no cesa y hay expertos que la
defienden mientras que otros la niegan, incluso hay quienes
reclaman que los responsables de la invasión sean llevados a los tribunales
competentes para dilucidar su grado de responsabilidad penal. Sin embargo, es
conveniente constatar que no se encontraron pruebas de vinculación del régimen
de Saddam Hussein con Al- Qaeda, ni tampoco la existencia de armas de
destrucción masiva. Por lo que se puede argumentar que la invasión de Irak
vulneró las leyes internacionales.
El objetivo real de la invasión |
Una vez cumplido el objetivo de acabar con Saddam, la
coalición no ha encontrado ninguna de las supuestas armas de destrucción masiva
que se utilizaron como pretexto para la guerra, y que ya en su día, antes de la
invasión, los inspectores de la ONU certificaron su no existencia.
Esto ha provocado, aunque sólo en países éticamente
avanzados, una encarnizada lucha de búsqueda de responsabilidades y, por
ejemplo, en el Reino Unido llevó a cuestionar la credibilidad de Tony Blair
contra la BBC a la cual el Poder Judicial Británico había quitado la razón
frente al premier británico, pero las encuestas revelaron que su credibilidad
cayó notablemente en favor de la BBC. En cuanto a George Bush, argumentó que
había actuado por información de la CIA pese a que el director de la Agencia
negó que se hubiera afirmado la existencia de armas de destrucción masiva en
Irak. El presidente de EE.UU. creó, en consecuencia, una comisión destinada a
investigar si los informes de inteligencia justificaban la invasión. El 12 de
enero de 2005 el gobierno de EE.UU. cerró oficialmente la búsqueda de armas de
destrucción masiva en Irak, sin ningún resultado positivo. Pero la guerra
sigue.
Dejando aparte la discusión sobre la legalidad de la
invasión que inició la guerra, lo que no origina ninguna discusión es la evidencia de que no
solo el conflicto ha provocado cientos de miles de muertos irakíes, millones de
desplazados, un elevado número de bajas en las tropas de las potencias
invasoras, etc. sino que la guerra no acabó junto a Saddam. Las luchas entre
facciones rivales dentro del país se eternizan y siguen causando un reguero
inacabable de muertes civiles, y lo que es peor, la inseguridad EN TODO EL MUNDO ha aumentado exponencialmente, por
no hablar del nacimiento de organizaciones como ISIS[4],
al amparo de la confusión y el caos existente.
Y en esas estamos cuando, con puntualidad británica (no
podía ser de otra forma), el día 6 de julio, tal como estaba anunciado, se presenta a las autoridades del Reino Unido, y se
procede a su divulgación íntegra el llamado Informe Chilcot, al que nos
referiremos en la parte siguiente de esta entrada.
[1] Acabar
con Saddam Hussein se había convertido casi en un “asunto de familia” para Bush
hijo tras la rendición de Irak (pero dejando vivo a Saddam) después de la Tormenta del
Desierto, operación militar multinacional a gran escala comandada por EEUU y aplicada
como respuesta de la comunidad internacional de la invasión de Kuwait por Irak
en 1990 y tras un posterior rocambolesco “intento de asesinato” de Bush padre por los
irakíes. Convertido en presidente, Bush hijo pronunció en septiembre del 2002
(recordemos que el enemigo oficial en esas fechas, tras el 11-S, era Afganistán)
un comentado discurso en Houston, Texas, afirmando que el derrocamiento de Saddam
Husein era una responsabilidad especial de Estados Unidos, con el argumento de
que «otros países se enfrentan al mismo
riesgo pero no hay duda de que el odio del dictador iraquí se dirige
especialmente a nosotros. Después de todo, éste es el tipo que intentó matar a
mi padre». Referencia personal que abrió las puertas a toda clase de
reproches y caricaturas sobre como el pulso sobre la existencia o no de armas
de destrucción masiva en Irak estaba degenerando en una especie de obsesión
familiar con tintes dinásticos.
[2] Puestos
a buscar razones, hay expertos que aseguran que hubo un componente semántico en
la toma de decisiones y argumentan que para la invasión de Irak fueron
erróneamente usados los términos pre-emtion
y prevention. El primero significa la
toma de acciones militares contra un Estado que está decidido a lanzar un ataque
inminente. Las leyes internacionales permiten, en este caso, la respuesta
militar como medio para atajar ese ataque. En cambio el segundo se refiere a
comenzar un ataque contra un Estado que “puede” ser una amenaza futura. Parece
claro que, después del 11-S el gobierno americano confundió los dos términos
para poder atacar a Saddam Hussein.
[3] Los
Estados Unidos y Europa habían compartido históricamente una serie de valores
comunes que se vieron reforzados durante la II Guerra Mundial y la Guerra Fría, y se ratificaron tras los atentados del 11-S. Sin embargo,
poco después de la invasión primera, la de Afganistán, comenzaron las
divergencias. Los europeos en general no aprobaron algunas de las acciones
realizadas por la Administración Bush; no compartieron la Patriot Act, ni las
cárceles de Guantánamo, ni las torturas de Abu Graib, ni, por supuesto, la
invasión de Irak. Ésta provocó una fractura política entre las grandes
potencias, que se dividieron entre aquellas que se opusieron activamente a la
invasión, como Francia, Bélgica, Alemania, Rusia, China (además de
otros países que mostraron una oposición pasiva), y aquellos que sí apoyaron
públicamente a los Estados Unidos, como fue el caso de Reino Unido, España,
Polonia, Portugal y demás naciones que integraron la coalición. La invasión (y
por consiguiente, la guerra) también ocasionó que se diera la primera
manifestación ciudadana global en la historia en contra de un conflicto.
[4] En este
sentido, resulta de inexcusable lectura el artículo que con el título de Las mentiras que hicieron posible el EI
publicó el día 7 de julio en el diario La Vanguardia el periodista Eduardo Martín de
Pozuelo y que reproducimos íntegramente:
“En verdad no era
necesario esperar desde 2003 un informe británico para saber que la segunda
invasión de Iraq se basaba en falsas informaciones de inteligencia que fueron
usadas para tratar de engañar a la opinión pública mundial. Y digo trataron
pues no lo consiguieron, ya que hubo miles de personas que se echaron a la
calle protestando contra lo que intuían una guerra sin justificación.
El 16 de marzo de
2003, mientras el presidente de EE.UU., George W. Bush; el primer ministro
británico, Tony Blair, y el presidente español, José María Aznar, escenificaron
en las Azores una obra de teatro en forma de ultimátum contra Sadam Husein y
sus supuestas armas de destrucción masiva y su terrorismo, los servicios
secretos de varios países europeos –Francia y España entre ellos, además de
Israel– emitían sus notas de inteligencia negando la mayor. Esto es: Sadam no
tiene armas de destrucción masiva ni es la cueva de Al Qaeda. Al contrario,
decían, su situación militar es precaria debido al control ejercido a través de
las llamadas zonas de exclusión y al programa Petróleo por Alimentos, que
mantenía al país en los límites de la subsistencia. Antes del ataque, que Sadam
intentó evitar moviendo su diplomacia en todos los foros que quisieron
escucharle, incluida La Vanguardia, el control norteamericano de Iraq ya era
tan estricto que para lograr viajar a Bagdad vía Ammán era preciso rellenar un
impreso del control de fronteras norteamericano en el que había que hacer constar
cuántos lápices de mina de grafito llevabas, no fuera a ser que cayeran en
manos de Sadam y construyera con ellos un arma definitiva.
La invasión se produjo
y las mentiras y errores fueron aflorando. Blair dijo ayer que “la inteligencia
fue errónea”, Colin Powell, el secretario de Estado de EE.UU, dijo en 2005 que
lo sucedido es “una mancha en mi carrera”, y Aznar adujo que ahora sabía que
Sadam no tenía aquellas armas que solemnemente aseguró por televisión a los
españoles y que justificaban su apoyo a Blair y Bush, ante un disgusto del Rey
nunca revelado formalmente.
Aquel desastre tuvo
gravísimas consecuencias que hoy padecemos de forma creciente. La consecuencia
se llama Estado Islámico y este sí que tiene armas de destrucción masiva: su
ideario, ya indestructible gracias a internet y sus soldados del califato,
dispuestos a morir matando por su ideal.
Y, en el triste camino
de aquella guerra, ocho agentes españoles del CNI murieron asesinados al quedar
sin cobertura”.
(Es justo puntualizar que este último párrafo es un guiño al lector precisamente sobre el libro "Sin cobertura", en el que el propio Martín de Pozuelo, al alimón con su compañero Jordi Bordas narra novelando de forma critica ese episodio de la masacre de ocho agentes españoles al que alude en el artículo)
(Es justo puntualizar que este último párrafo es un guiño al lector precisamente sobre el libro "Sin cobertura", en el que el propio Martín de Pozuelo, al alimón con su compañero Jordi Bordas narra novelando de forma critica ese episodio de la masacre de ocho agentes españoles al que alude en el artículo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario