La Historia (con mayúsculas)
nos instruye sobre aquellos hechos que los gobernantes de turno
consideran que jalonan el camino que, a través del tiempo, nos ha
conducido a donde estamos. Pero frecuentemente hace falta algo más
que la Historia (con mayúsculas) para saber algo más de esos hechos
y, a veces, los motivos que los han producido y el ambiente social en
el que se han desarrollado.
Por ejemplo, hace pocas semanas ha tenido
lugar la celebración del Día de la Hispanidad, que se conmemora
cada año el 12 de octubre, rodeado, como siempre de la polémica (en
la que no entraremos) acerca de la conveniencia o no de su
celebración, que se percibe diferente a ambos lados del Atlántico,
tanto en los mensajes oficiales como en la respuesta de la
ciudadanía, debido, sobre todo a la excesiva edulcoración oficial
que, cuando le conviene, prioriza "descubrimiento" por
encima de "conquista" o al revés, olvidando el aún
pendiente ejercicio de contrición por los excesos cometidos en el
proceso que afectan a la vida cotidiana de la gente, a sus historias
(con minúsculas) que son, en definitiva, las que conforman la
Historia (con mayúsculas). Y eso, no solo porque los "pequeños
hechos" condicionan la gestación, desarrollo y consecuencias de
los "Grandes Hechos", sino además porque, como saben los
buenos historiadores (los políticos y sus medios de comunicación
son otra cosa), pueden influir poderosamente en el análisis objetivo
e interpretación de éstos.
No puede hablarse, por ejemplo, de los
efectos de la crisis financiera de 2008 en España prescindiendo de
la actuación de las Cajas, del gobierno, del Banco de España o de
las agencias de calificación internacional y sus cosillas.
Hablando de estas cosillas,
y retomando lo de la Hispanidad, precisamente este año 2017 hace 400
años que "La Monja Alférez" confesó que era una mujer, y
no un hombre, para eludir la pena de muerte a que la condenaba un
tribunal por haber matado a un jugador en un tugurio, según consta
en el manuscrito M282 de la
Biblioteca Universitaria de Zaragoza, Relación
de una monja que fue huyendo de España a Indias, primer
relato autobiográfico de Catalina de Erauso, "la Monja
Alférez",
copia del acta redactada el ocho de julio de 1617 por el escribano de
su Magestad.
¿Y quién fue "la
monja alférez" y qué relación tiene con la Hispanidad?
Para resumir, Catalina de
Erauso y Pérez Galarraga (1585 -1650), que éste era su nombre, es
uno de los personajes más legendarios y controvertidos del Siglo de
Oro español. Nacida en San Sebastián de padre militar, cuando
tenía cuatro años, sus padres la llevaron al convento de El
Antiguo, del que escapó una década más tarde siendo una
joven novicia. Una vez libre, se cortó el pelo y
viajó por toda la Península durante cuatro años antes de
embarcarse para buscar aventuras en las
Indias, donde trabajó como comerciante, soldado y arriero durante
casi dos décadas vestida de hombre sin
ser descubierta. Lucha contra los indios araucanos, asumiendo
así el papel de cruel y sanguinario conquistador, y consigue el
título de alférez pero debido a las múltiples quejas que existían
contra ella por su crueldad contra los indios, no fue ascendida al
siguiente rango militar. Esta frustración provocó que por un tiempo
se dedicará a cometer actos vandálicos, como asesinar a cuanta
persona se le atravesaba en el camino, provocar numerosos daños y
quemar sembrados enteros. Se bate en duelos en múltiples ocasiones
pero gracias a sus dotes en el manejo de la espada consigue siempre
salvar su vida.
Finalmente, en 1623 fue
detenida en Huamanga, Perú, a causa de una disputa en la había dado
muerte a un parroquiano. Para evitar su ajusticiamiento pidió
clemencia al obispo Agustín de Carvajal, al que confesó que era en
realidad una mujer y que había estado en un convento. Tras
comprobarse que era cierto que se trataba de una mujer y que además
era virgen, el obispo la protegió y fue enviada a España, donde la
recibió el rey Felipe IV, que le mantuvo su graduación militar y,
lo que ha pasado a la posteridad, la apodó "monja alférez",
y le concedió una pensión por sus servicios a la Corona en el Reino
de Chile. Catalina visitó Roma, donde fue recibida por el papa
Urbano VIII, que la autorizó a continuar vistiendo de hombre. De
vuelta a América, se instaló en lo que hoy es México, donde murió,
si bien no se saben con exactitud el lugar ni las causas de su
muerte, ni dónde reposan sus restos. Queda abierto el debate sobre
la conveniencia de conmemorar historias así para justificar la
Historia.
Desde el punto de vista de personaje literario,
Catalina de Erauso escribió, o hizo escribir, su autobiografía
alrededor del año 1630, que fue publicada por primera vez en 1829 en
París por Joaquín María de Ferrer bajo el título: Historia de
la Monja Alférez, doña Catalina de Erauso, escrita por ella misma,
é ilustrada con notas y documentos por D. Joaquín María de Ferrer,
en la que el
escritor francés Alexis de Valon se basó para publicar en 1847 el relato Catalina
de Erauso. Y después hay La
Monja Alférez de Luis de
Castresana, La Monja Alférez de
Juan Pérez de Montalbán, La Monja Alférez de
Domingo Miras... y The Spanish Military Nun,
de Thomas de Quincey, obra en
la que Catalina se convierte de ser, según
las crónicas, un personaje
brutal, un asesino ocasional que contaba sus crímenes con
indiferencia y un soldado castigado por su crueldad con los indios,
en una muchacha hermosa y lozana, un héroe militar, una heroína
romántica que por la fuerza de las circunstancias y cierta viveza de
genio -que el
autor encuentra disculpable- reparte estocadas entre los insolentes
pero mantiene siempre el sello de pureza y religión de sus años de
convento.
¿Manipulación o
romanticismo? Veamos si la figura del
autor de Quincey nos da
alguna pista.
Thomas de Quincey (1785 –
1859), periodista, crítico y escritor británico del Romanticismo, y
considerado como autor marginal, aunque admirado por Borges, Poe,
Baudelaire y otros, que supo crear un estilo propio a partir de las
experiencias de la vida, era, como se suele decir, un culo inquieto;
nacido en Manchester, ya a los diecisiete años se escapó de la
casa familiar con la intención de llegar a Londres (parecido a lo que había hecho "la monja alférez"). La escapada no
pudo ser más desastrosa, al poco se queda sin dinero y se ve
obligado a alimentarse de bayas y raíces y a malvivir como
escribiente público y secretario de campesinos analfabetos. Sin
embargo, reconciliado con su familia, pudo continuar sus estudios en
la universidad de Oxford donde se hizo adicto al opio, usado
originalmente para luchar contra los dolores que le producían unas
neuralgias que padecía, e instalarse más tarde en Grasmere (en el
centro de Inglaterra, en la zona de los Lagos) donde compartió
tertulias literarias con Coleridge y William Wordsworth, entre otros.
El propio Thomas de Quincey
escribió su autobiografía en tres entregas de su obra: Confesiones
de un inglés comedor de opio (Confessions of an English
Opium-Eater, 1821, traducido a veces como Confesiones de un
opiómano inglés o Confesiones de un opiófago inglés),
su continuación, Suspiria de profundis (1845) y Apuntes
autobiográficos (1853). Pero si por una obra es especialmente
conocido de Quincey es por Del asesinato considerado como una de
las bellas artes, un sutil ensayo en clave de humor sobre
filosofía estética y moral, en la que el autor parte de los
crímenes reales cometidos por John Williams para construir un texto
único "sobre los principios del asesinato, no con objeto de
reglamentar la práctica sino de esclarecer el juicio". En él
se indican consejos tan útiles como, por ejemplo, que "el
sujeto elegido (para ser asesinado) debe gozar de buena salud".
Según de Quincey, el crimen es reprobable cuando se proyecta pero,
una vez consumado, algo ha de obtenerse de él. Un crimen ha de tener
una estética, los detalles sangrientos quedan para el populacho,
pero el hombre refinado debe buscar en el detalle elegante que
convierta al asesinato una verdadera obra de arte. Asesinar, sí,
pero con arte, viene
a decir. Reflejado este arte, pese a todo, en una de
las mejores muestras de la literatura en lengua inglesa.
El libro contiene una frase,
que ya forma parte de los anales del tratamiento del pensamiento
lógico en la literatura: Uno empieza por permitirse un
asesinato, pronto no le dará importancia al robar, del robo pasa a
la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por
faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día
siguiente.
Superado
el pasmo que produce su lectura y la asimilación de ideas vertidas
en ella, que consideramos contradictorias de acuerdo con nuestro
sentido común, no me negaréis que viene como anillo al dedo para
reflexionar superficialmente sobre algunos aspectos de los delitos y
su importancia, alejado de corsés de teoría jurídica.
Dice el Diccionario de la
Real Academia de la lengua Española que "delito" es
la "Acción que va en contra de lo establecido por
la ley y que es castigada por ella con una pena grave"
(el subrayado es nuestro, o sea no contra lo que es justo). Más allá de vericuetos jurídicos, está
generalizada la sensación de que delincuente, en cambio, no es quien se ajusta
al incumplimiento de lo que define el DRAE como delito, sino el que
mata, roba, maltrata personas o animales, es pederasta, es sobornador
o corrupto, trafica con drogas, efectúa vertidos contaminantes en un
río y, por desgracia, un largo etcétera de actos, estén o no
incluidos como delito en el Código Penal1.
Lo que ocurre es que ciertas leyes obedecen únicamente a voluntades partidistas,
se derogan o modifican cuando cambia el color del gobierno, pero formalmente son leyes y, sobre el papel, hay que cumplirlas en tanto estén vigentes.
Para entendernos, "ley”
y “justicia” son dos conceptos que muchas veces se suponen
inseparables, tanto así que hay un gran número de personas bienintencionadas (junto a otras malintencionadas que alientan la confusión "barriendo para casa") que se
confunden en cuanto a la diferencia que hay entre los mismos y usan
ambas palabras de manera indistinta sin tomar en consideración
algunos elementos diferenciadores entre la una y la otra.
- Las leyes son un conjunto
de reglas y guías establecidas por instituciones con el objetivo de
regular a su criterio el comportamiento de los ciudadanos de una nación. Dicho de
forma breve y clara, las leyes son las que indican lo que se permite
hacer y lo que no, sea o no justo.
- El concepto de justicia,
por otra parte, se basa en los de igualdad, derecho, ética y moral;
así este concepto recoge la idea de que todos los individuos deben
de ser tratados de igual manera. Su relación con las leyes viene
dada por el hecho de que se considera que las mismas deben ser
iguales para todos, es decir, que si alguien con un buen status
social comete un crimen debe ser castigado del mismo modo en que se
castigaría a alguien que no tenga el mismo status. Asimismo, la
justicia no está supuesta a discriminar atendiendo a aspectos como
la etnia, religión, ideología política, credo, lengua, casta…de una
persona. De ahí que se diga que no siempre todas las leyes son
justas, y por ejemplo, en los Estados Unidos alguna vez la
esclavitud de personas de color era algo completamente legal (la ley
así lo permitía).
En definitiva, la justicia tiene más que ver con el sentido de la moral, mientras que las leyes, a pesar de que están supuestas a ser justas, en ocasiones pueden estar determinadas más por conveniencia del Estado en particular o incluso en beneficio de un grupo determinado dentro de dicho Estado lo que llega a pervertir el concepto de "estado de derecho".
Es por ello que se ha de ser
muy prudente en calificar (y especialmente en jalear que la
ciudadanía crédula lo haga) a alguien de delincuente por acusársele de vulnerar una ley, con la carga
peyorativa que ello comporta. En el enrevesado tema de Catalunya
(será curioso ver cómo tratan los historiadores del futuro las
historias de su Historia, según cuál sea el resultado final del
conflicto) tenemos un ejemplo, al ver cómo el gobierno, sus voceros
y sus fans tratan alegre e irresponsablemente de delincuentes y
exigen pena de prisión a quienes sólo vulneran una ley que se puede
cambiar y que no afecta a la moral ni a la justicia aunque sí al
status y a la "razón de ser" de los tradicionales
"vencedores" o "conquistadores" (corramos un
tupido y pudoroso velo sobre la evidencia, que nadie discute pero que este gobierno prefiere ocultar, de que si hace años, cuando lo que se
pedía era radicalmente diferente de lo que se plantea ahora y era
legalmente posible - Herrero de Miñón, del PP, ente otros, dixit -, la respuesta de esos "vencedores"
hubiera sido "hablemos" en lugar del cerril y mantenido "no
quiero", la situación sería muy otra. Al César lo que es del
César...). Porque, vamos a ver, ¿por qué es un delincuente (con ese nombre) quien
reclama pacíficamente su derecho a votar, aunque la ley vigente no
lo contemple, y no lo es quien hace oídos sordos a la transposición
a nuestro ordenamiento jurídico de una directiva europea obligatoria, también
vigente (incumple, pues, la ley), que protege a la ciudadanía de ciertos abusos, aquí aún
legales, en temas de desahucio, por ejemplo?
Seguramente no es el símil
más afortunado, pero sí suficientemente ilustrativo: no hace tantos
años, una mujer que pedía la separación de su marido (no existía la figura
jurídica del divorcio), se exponía cuando menos al rechazo social2,
a ser tachada de delincuente de inmediato, y al ingreso en prisión
(hubo casos, como es sabido) en aplicación de leyes vigentes. Con
esos antecedentes cercanos en el tiempo, ¿alguien en su sano juicio, incluyendo
aquellos radicalmente opuestos a la Ley de divorcio porque mantienen
que atenta contra sus creencias religiosas, se atrevería a tachar de
delincuente a Su Majestad Letizia Ortiz, reina de España, sea ahora o sea en
el momento de su boda con Felipe, por ser entonces divorciada de una
unión anterior? Porque no olvidemos que muy recientemente alguien, en situación idéntica era una delincuente con riesgo de ser encarcelada. Seamos muy cautos, prudentes y respetuosos al adjetivar a las personas e
intentemos conocer antes, en su caso, cuál es y de qué tipo es la norma de la que
se las acusa incumplir.
Desde estas líneas hemos
abogado en ocasiones por la, a nuestro juicio, necesaria revisión
del Código Penal, teniendo como norte inalterable la consecución de la identidad
quasi matemática de ley = justicia, al igual que la también imprescindible
revisión de una Constitución que cuando fue redactada hace 40 años estaba rodeada de
ruido de sables, que se ha de hacer bajo el respeto de los Derechos
Humanos, a los que deben someterse también, lógicamente, todas las leyes que
emanen de esa nueva Constitución.
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1En
este sentido, no deja de llamar la atención que, de forma
recurrente, cuando se engancha a un evasor, un corrupto o similar
(siempre "presunto", por descontado) con las manos en la masa, ya sea en la lista Falciani, en Luxeleak,
en Panama's papers, en la (pen)última de Paradise's papers,... el
primer argumento de sus abogados es que el latrocinio se ha llevado
a cabo "dentro de la ley". Para pesarlo. Algo huele a podrido.
2En
el que intervenían otros factores, por supuesto; para la prensa de
la época, la mujer soltera que convivía con el torero El Cordobés
era su novia; en cambio, la pareja en idéntica situación
del quinqui El Lute era su barragana. Ahí está la
hemeroteca.
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