El humor, como cualidad humana (aunque reservada, dicen, sólo a algunos), puede reflejar
todo tipo de situaciones a las que “sacar punta” y, consecuentemente, su existencia está
sometida y va paralela a la evolución de la propia vida, de forma que, en el extremo, como
cualquier organismo vivo, nace y muere, entendiendo como ésto el hecho de que la evolución
social provoque que haya situaciones nuevas a las que es aplicable la óptica humorística o,
por el contrario, le desaconsejen. Pero, a diferencia de la vida real, en la que el fin es el fin, el
humor que ya se daba por finiquitado puede renacer de sus cenizas porque situaciones de
las que era protagonista y que se consideraban superadas se reproducen de nuevo.
Es lo que pasa con el libro Humor de combate: cómo sobrevivir a las dictaduras, que vuelve
a estar, lamentablemente, de actualidad, y en el que su autor, Josep Pernau (1930 – 2011,
periodista, presidente de la Asociación de Prensa de Barcelona, decano del Colegio de
Periodistas, expresidente de la Federación de las Asociaciones de la Prensa de España),
recoge un sinfín de ocurrencias e historias anónimas que han servido de desahogo a multitud
de personas en épocas de opresión y represión, sea fascista, nazi, comunista o franquista.
Desde ese anonimato inevitable, la risa clandestina y mordaz se alza siempre como la mejor
arma en tiempos difíciles. Se dice que el humor es la mejor combinación de la tragedia con el
tiempo. Esta máxima aumenta el mérito de tantos anónimos personajes que, desde su
trinchera de ingenio y cuando fue necesario, combatieron la incidencia de la dictadura con su
humor de combate. Como muestra, un botón: En una dictadura, cuando uno se planta en
medio de la plaza del pueblo y empieza a gritar que el tirano es un imbécil ignorante, le
pueden detener por dos cosas: por escándalo público o por divulgar un secreto de Estado. Sin llegar a los extremos que sirvieron de base para la compilación de Pernau, lo que se
colige es que situaciones sociales similares se puedan reproducir en el tiempo y, con ello,
poner nuevamente de moda acciones, dichos,… ; hace pocos años (no tantos, los
inmediatamente anteriores a esta última reforma laboral que está haciendo crecer de forma
alarmante, ante la irresponsable indiferencia de los gobiernos y los agentes económicos, los
índices de pobreza en todo el mundo), en estas fechas navideñas festivas (?) que se avecinan,
en las que, además, por coincidir con el final del año, se solían conocer los datos del salario
para el año próximo, se hizo popular un chiste (?) que venía a decir: Con lo que me han
comunicado de Personal, entro de lleno en el consumismo: con-su-mismo-sueldo, con-su-
mismo-abrigo, con-su-mismo-calzado,…
¿Consumismo de chiste? ¿Qué entendemos por consumismo? Pongámonos serios: se
podría identificar, precisamente, con lo que nos alientan a hacer en estas fechas: la compra o
acumulación de bienes y servicios no esenciales. Se documenta su inicio en la década de
1920, cuando se produjo una sobreproducción en Estados Unidos (motivada por un aumento
de la productividad y una bajada de la demanda por la existencia de un alto número de
desempleados debido a los cambios tecnológicos) que encontró en el marketing (la publicidad
idealiza la satisfacción y felicidad personal producida por el consumismo) la herramienta para
incrementar, dirigir y controlar el consumo; inicia su desarrollo y crecimiento a lo largo del
Siglo XX como consecuencia directa de la lógica interna del capitalismo. El consumismo se
ha desarrollado principalmente en el denominado mundo occidental (aunque extendiéndose
después a otras áreas) haciéndose popular el término sociedad de consumo, referido al
consumo masivo y, generalmente, dirigido de productos y servicios. Desde hace algún tiempo,
está en el punto de mira de la sociedad ya que, a gran escala, compromete los recursos
naturales y la economía sostenible, mencionándose ya como alternativas al mismo el
desarrollo sostenible, el ecologismo, el decrecimiento y el consumo responsable. Pero, ya desde el punto de vista puramente económico, las discusiones acaloradas alrededor
de su eficacia son inacabables. Si admitimos su nexo con el capitalismo, empecemos por
éste: el origen etimológico de la palabra “capitalismo” proviene de la idea de capital y su uso
para la propiedad privada de los medios de producción. En el capitalismo, los individuos y las
empresas (no los gobiernos) llevan a cabo la producción de bienes y servicios de forma
privada e interdependiente, dependiendo así de un mercado de consumo para la obtención
de recursos. El intercambio de los mismos se realiza básicamente mediante comercio libre y,
por tanto, la división del trabajo se desarrolla de forma mercantil y los agentes económicos
dependen de la búsqueda de beneficio. Según ésto, la sociedad capitalista es toda aquella
sociedad política y jurídica basada en una organización racional privada del trabajo, el dinero
y la utilidad de los recursos de producción, caracteres propios de aquel sistema económico.
En el orden capitalista, la sociedad está formada por clases socioeconómicas en las que
existe la posibilidad de movilidad social de los individuos, por una estratificación social de tipo
económico, y por una distribución de la renta que depende casi enteramente de la
funcionalidad de las diferentes posiciones sociales adquiridas en la estructura de producción,
por lo que se la considera responsable de generar numerosas desigualdades económicas y,
desde la óptica ecológica, un sistema basado en el crecimiento y la acumulación constante
es insostenible, y acabaría por agotar los recursos naturales del planeta, muchos de los
cuales no son renovables, además de que el consumo de estos recursos es desigual entre los
países y en sus respectivas clases económicas. No es objetivo de estas líneas posicionarse a favor o en contra de estos sistemas socio-
económico-políticos (sobre los que, por otra parte, se han vertido, y se vierten, ríos de tinta
útiles en su lectura y selección para que cada cual se forme opinión razonada), pero sí
reflexionaremos sobre alguna paradoja, quizá conocida, de ellos,
Una de las mayores preocupaciones políticas de las élites gobernantes es la de, en aras de
lo que definen como “normalidad”, hacer creer al ciudadano que el régimen económico que
se implanta y/o mantiene (sea el que sea, en los diferentes escenarios) es el fundamento
social de la convivencia, por ser el más beneficioso tanto a nivel colectivo como a nivel
individual, de forma que si una medida del sistema es buena para la comunidad también lo
es para la persona, y al revés. Hay múltiples indicadores de que esto no se cumple en ningún
sistema económico conocido pero, por lo que se refiere al nuestro, al que citamos aquí, el
capitalismo, recordaremos tan sólo un par de aspectos que desmontan esa teoría. El primero es el que ha desarrollado como “paradoja del ahorro” el profesor de Economía de
la Universidad estadounidense de Princeton y Premio Nobel de Economía en 2008 Paul
Krugman y que, muy resumido, se estructura así: supongamos que en una época en la que
se vislumbran tiempos económicamente difíciles, un ciudadano decide, como medida
prudencial personal, reducir su nivel de gastos y ahorrar para pagar con desahogo sus
deudas. Nada que objetar y, seguramente, el llevar a la práctica esa decisión le resulta a él
positivo. No obstante, si son varios los agentes económicos que se preocupan a la vez por el
problema de la deuda, el empeño colectivo por solventarlo conduce, sin remisión, al marasmo
(si, por ejemplo, miles de propietarios en dificultades deciden vender su casa para cancelar la
hipoteca, el resultado es el hundimiento de los precios inmobiliarios, lo que ahoga a otros
propietarios y provoca nuevas ventas forzosas). Si los consumidores recortan drásticamente
su gasto, la economía en su conjunto se desploma, desaparecen puestos de trabajo (de todos
aquellos negocios que fabrican o venden algo que ahora nadie compra) y la carga de la deuda
de los consumidores se agrava aún más. Y si las cosas llegan a un punto lo suficientemente
malo, puede llegarse a la deflación (caída general de los precios), lo que supone que la carga
real de la deuda asciende aunque su valor monetario actualizado esté cayendo, lo que, en
palabras del economista Irving Fisher (1867 – 1947) referido a la época de la Gran Depresión
en EEUU, con puntos de correspondencia con nuestra actual crisis, “cuanto más pagan los
deudores, más deben”, ante lo que la única solución es, no una política de austeridad, sino
que los gobiernos inviertan para que los consumidores puedan mantener su nivel de gasto, es
decir, que los mismos gobiernos que propugnan y consagran la iniciativa e inversión privadas
como casi fundamento único del sistema económico, son los responsables de actuar cuando
todo se deja a ese criterio. ¿Os suena? Claro, que como eso, para según quién, expide un
cierto tufillo de socialización de la economía, no acaba de verse bien1. Otra paradoja (algunos la llaman falacia) del sistema tiene que ver con la formación. Sigamos
con Krugman. Muchos debates sobre la creciente desigualdad social hacen que todo se
reduzca a la importancia, cada vez mayor ciertamente, de las aptitudes y la formación de la
persona, en base a la disminución en el mercado de trabajo de tareas físicas o rutinarias de
acuerdo con las nuevas tecnologías, con lo que la minoría que cuenta con estudios superiores
y una buena formación se impone sobre la mayoría con menos formación, y eso para que se
cumpla el principio inculcado en el sistema económico de la posibilidad de acceder a esa
movilidad prometida en los niveles de castas (bueno, aunque es verdad que no se utiliza ese
nombre). Y, a decir verdad, esto no es falso del todo; en general, cuanta más formación tiene
una persona, mejor le ha ido en los últimos cuarenta años, pero centrarse sólo en las
disparidades salariales debidas al factor de la educación es dedicarse a las migajas inducidas
y perder de vista, no sólo una parte, sino el meollo de la problemática. ¿O acaso los maestros y profesores del sistema educativo, los médicos de nuestro excelente
sistema sanitario, los abogados que acaba por lucir canas en eternas pasantías,… no tienen
formación suficiente? Sobrada la mayoría de los casos, y sin embargo se ven “premiados”
con un trabajo en condiciones precarias y con sueldos, en ocasiones, de auténtica miseria.
Porque los verdaderos beneficios del sistema no han ido a parar a trabajadores con estudios
superiores (y algún que otro posgrado) sino a la élite, con estudios o sin ellos, un puñado de
personas muy adineradas (el famoso 1%, origen de muchos movimientos sociales). Krugman
cita datos de los Estados Unidos según los que en 2006 (antes del inicio de la crisis) 25
administradores de fondos de inversión ingresaron más del triple que los 80.000 maestros de
la ciudad de New York juntos. En 2006. Y si recordamos que uno de los efectos de la crisis
ha sido/es aumentar las diferencias, apaga y vámonos. Podíamos seguir diseccionando y contraponiendo con cifras oficiales la palabrería a que nos
tienen acostumbrados nuestras clases dirigentes, pero lo dejamos aquí. Después, la reflexión
con argumentos es, naturalmente, libre.
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1En
este punto vale echar mano del keinesianismo; John Maynard Keynes
(1883 – 1946) fue un economista británico, uno de los más
influyentes del siglo XX, cuyas ideas tuvieron una fuerte
repercusión en las teorías y políticas económicas. Está
considerado también como uno de los fundadores de la macroeconomía
moderna.
La principal novedad de su pensamiento radica
en considerar que el sistema capitalista no tiende al pleno empleo
ni al equilibrio de los factores productivos, sino hacia un
equilibrio que solo de forma accidental coincidirá con el pleno
empleo. La principal conclusión de su análisis es una apuesta por
la intervención pública directa en materia de gasto público, que
permite cubrir la brecha o déficit de la demanda. Según su
teoría, el ingreso total de la sociedad está definido por la suma
del consumo y la inversión; y en una situación de desempleo y
capacidad productiva no utilizada, «solamente» pueden aumentarse
el empleo y el ingreso total incrementando primero los gastos, sea
en consumo o en inversión. Keynes refutaba la teoría clásica de
acuerdo con la cual la economía, regulada por sí sola, tiende
automáticamente al pleno uso de los factores productivos o medios
de producción (incluyendo el capital y trabajo) y postuló que el
equilibrio al que teóricamente tiende el libre mercado, depende de
otros factores y no conlleva necesariamente al pleno empleo de los
medios de producción. Así Keynes postuló que el equilibrio de la
oferta y la demanda, sería correspondiente a un caso "especial"
o excepcional, en tanto que la teoría debería referirse al proceso
"general" y a los factores que determinan la tasa de
empleo en la realidad. En consecuencia llamó a su proposición
"Teoría general".
Pocos economistas de su época, renombrados
en los Estados Unidos, comulgaron con las ideas de Keynes. Con el
tiempo, sin embargo, sus ideas fueron más ampliamente aceptadas.
El principio de Say, vigente en economía
desde finales del siglo XVIII, decía que no podía haber comprador
sin un productor, pero que si podía haber productor sin que hubiera
comprador -por lo que, el consumo sería consecuencia y recompensa
de la producción y no al revés- En términos no técnicos, el
liberalismo económico clásico supone que cuando se produce un bien
se han producido también los medios para la compra de otros bienes
(en la medida en que una vez producido podrá ser directa o
indirectamente -mediante el uso de dinero- intercambiado por otros
bienes). . Keynes invierte la Ley de Say, y, para él, no es la
producción la que determina la demanda, sino la demanda la que
determina la producción.
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