Se atribuye al filósofo Aristóteles (discípulo de Platón, con quien permaneció 20 años en la
Academia, pero del que no quiso seguir los pasos, fundando una filosofía completamente
distinta que ponía sus ojos más en la realidad que en los mundos ideales del que fuera su
maestro) la lapidaria y contundente frase “Una ley, cuando nace, ya es vieja”, y Aristóteles,
pese a no dedicarse estrctamente a la política ni a las leyes, algo de eso sabía, por algo es
conocido como gran polímata (del griego "polimathós", "el que sabe muchas cosas"), pues
escribió a la largo de su vida más de 300 obras, en las que desarrolló todas las ramas del
saber: física, metafísica, ética, biología, zoología, astronomía, política…, todas ellas desde el
punto de vista de la filosofía y el pensamiento; todo le interesaba y en todo dejó su impronta,
cimentando la estructura sobre la que se auparían buena parte de los pensadores de las
épocas siguientes.
Realmente, lo que quería decir Aristóteles no es ninguna frase solamente retórica ni una
perogrullada sino la evidencia de que las leyes que debemos observar, de algún modo, son
como la foto fija de un momento y circunstancias particulares (y no digamos si son de las que
se promulgan “en caliente”) que pueden/deben cambiar con la evolución de la sociedad que
les hacen quedar absolutamente obsoletas. Pero vigentes si no se han revisado. Ya de entrada,
la elaboración de leyes tiene una mecánica pausada, es resultado de un conjunto de
procedimientos previamente establecidos (que requieren su tiempo) de los cuales se sirven
los parlamentarios en su función de legislar y fiscalizar, de forma que cuando la ley se
promulga la realidad ya ha evolucionado y tal vez la sociedad se parezca poco a aquella en
la que sucedían unos hechos cuya interpretación de entonces aconsejaba poner en marcha
los lentos engranajes del Legislativo.. Si alguna enseñanza se puede extraer de lo dicho hasta ahora, posiblemente la más
relevante es que las leyes no son (no pueden ser) eternas ni inamovibles, ya que siempre,
para que sean válidas y eficaces y la justicia con ellas sea justa, deben ajustarse como un
guante a la realidad social. En el fondo, si se habla de justicia, las leyes, cualquier ley,
deberían estar promulgadas en consonancia con el respeto escrupuloso y protección de los
derechos humanos, y el tiempo demuestra que cuando una ley (?) los conculca (y las hay),
antes o después es derogada. En nuestra historia reciente, es visible la evolución normativa
en los derechos, particularmente, de las minorías como el del divorcio, el matrimonio
homosexual, etc. (conviene resaltar que se trata de derechos, no de obligaciones, es decir,
algo tan simple como que el que haya, por ejemplo, ley de divorcio no significa que el divorcio
sea obligatorio. Y así todos). Estos días estamos asistiendo como espectadores a un procedimiento legislativo que pone
de manifiesto que es imprescindible asumir por los legisladores que las leyes han de ser
ajustadas a las realidades sociales; se trata del proyecto de ley sobre la despenalización de
la eutanasia (presentado por tercera vez y, esta vez, admitido a trámite). Es, desde luego, un
tema sensible y muy complejo, con enfervorizados partidarios y detractores, sobre el que no
nos pronunciaremos, pero resulta evidente que algo había que hacer con las leyes si en uno
de los últimos casos conocidos, el marido que ayudó a morir a su mujer, inmovilizada por el
cruel progreso de una enfermedad y, al parecer, sujeta a inacabables sufrimientos, se
enfrenta a encausamiento bajo la ley de violencia de género (!), a todas luces inaplicable
aunque sea la que más se parezca y sea fruto, precisamente, de una revisión del Código
Penal para adaptarse a la realidad.
Es que hay cosas que caen por su propio peso. La realidad y convivencia de cada momento
histórico requiere un ordenamiento jurídico concreto; y el derecho, en su función de
realizador de la justicia, debe evolucionar en orden a las nuevas circunstancias sociales. Sin
ir más lejos, ahora convivimos en un tiempo nuevo coloreado en nuestra relaciones con los
demás por internet, Facebook, Twitter, Instagram, las redes sociales y un largo etcétera que,
voluntaria o involuntariamente, condiciona nuestra supervivencia, en especial y de manera
más acusada, la de quienes por razón de edad formamos parte de lo que podríamos llamar
el “periodo transitorio”, nacidos y formados en la imprenta y adaptados necesariamente a la
“digitalidad”, y eso nos hace plantearnos la cuestión fundamental que es comprobar si, en
este ámbito, nuestro ordenamiento jurídico dispone de los instrumentos legales precisos para
amparar las actuaciones legales y condenar las delictivas. Al efecto, debe tenerse presente
que las acciones se refieren al contenido de los mensajes que circulan por la red y cuyo
conocimiento es dificultoso para personas no especialmente interesadas o desconocedoras
de los mismos, siendo de repercusión pública, en caso de ilicitud, difícilmente evaluable, no
a los que se difunden a través de medios de comunicación tradicionales legalmente
constituidos. No es un tema menor lo de no revisar las leyes y dejarlas vigentes ancladas en tiempos, en
teoría, ya superados y poniendo así en entredicho la calidad y justicia del Estado de Derecho.
Hace poco tiempo se publicó la sentencia por la que nuestro Tribunal Supremo condenaba a
duras penas de prisión a políticos y activistas catalanes tras un juicio, a decir de algunos
observadores cualificados, de imparcialidad discutible. ¿Y qué tiene eso que ver con que se
actualicen o no las leyes? Pues, al parecer, mucho. Hagamos memoria sucinta de los
antecedentes, verificables documentalmente o en la hemeroteca.
Tras el trámite del nuevo Estatut de Catalunya y, a su sombra, la campaña del PP del 2006
para captar votos “contra los catalanes” (soy testigo de que en la recogida de firmas, al menos
en Madrid, se usaba esta expresión al pedir la firma de adhesión) tuvo dos consecuencias:
la impugnación partidista (que no se dio en contenidos similares de otros Estatutos) de
aspectos críticos del llamado Estatut de Miravet1 y la evidencia de que, particularmente en
época de crisis, gobernar anti-alguien, al que se presenta como origen de todos los males,
da votos, con lo que se dio la vuelta del PP al Gobierno en las siguientes elecciones, aunque
en esto también tuvo algo que ver la pésima gestión del gobierno de Rodríguez Zapatero de
la crisis económica. Cuando se emitió la sentencia del Tribunal Constitucional “recortando”
un Estatut que había cumplimentado escrupulosamente todas las fases oficiales previas,
hubo un clamor por reivindicar mediante un referéndum el derecho a decidir del pueblo sobre
cómo debería ser la relación dentro de España (respeto a la lengua, cultura, finanzas,
organización propia, etc.) en un momento en el que el independentismo era muy minoritario;
en esa tesitura, a algún iluminado, quizá influido entonces por el anunciado proceso de
independencia de Escocia en el Reino Unido, no tuvo nada mejor que decir que eso sería
como pedir la independencia, con lo que cambió radicalmente el tema de fondo a partir de
ese momento. Y además este cambio sirvió para sacar a la luz la ineptitud arrogante de un gobierno que,
pese a los dictámenes favorables de prestigiosos constitucionalistas (incluso algún padre de
la Constitución) se enrocó en un repetido “No quiero” (dialogar y gestionar el tema) sin
ofrecer ni una sola propuesta salvo la amenaza, la imposición y el acallar el problema2.
Pero, ¿de acuerdo con la Constitución se pueden hacer estas cosas, incluso un referéndum
por la independencia? Si, a decir de numerosos expertos, se puede hacer un referéndum. Se
dice mucho que la Constitución no permite hacer un referéndum, y eso no es verdad. La
Constitución Española permite perfectamente que se pueda hacer una consulta (es bueno
recordar que así se hizo el referéndum para la permanencia en la OTAN en 1986), no dice en
ningún sitio que no pueda haber una consulta, que tendría que ser primero con los catalanes,
¿cómo les vas a preguntar al resto de españoles?, en palabras del 2012 de Francisco Rubio
Llorente, Presidente del Consejo de Estado y Vicepresidente del Tribunal Constitucional o
sea, que algo de eso sabía, que decía que la consulta debe ser primero a los catalanes, y en
el caso de que los catalanes dijesen que en efecto se quieren separar, habría que preguntar
a todos los españoles por una reforma de la Constitución, pero hoy por hoy, es la
Constitución que tenemos, nos guste más o nos guste menos. Lo que no vale, es lo que
decía Rajoy, que la Constitución no lo permite. Si el Gobierno y el Parlamento se ponen de
acuerdo, podría haber una consulta a la ciudadanía sin problemas. Que alguien diga qué
artículo de la Constitución lo prohíbe, o lo impide. Con el argumento que manejaba Rubio Llorente, los catalanes hoy por hoy, dirían que no
quieren separarse, al menos no habría una mayoría explícita. Lo que si que hay, es una
mayoría que dice que esto se les tiene que consultar. Lo que no se suele tener en cuenta es
que no es solo un conflicto de independización, de que se vayan a independizar, sino que se
busca ampliar el conflicto y convertir España en un país en el que no caben todos, en el que
solo caben, por ese lado los nacionalistas españoles, ¿por qué el nacionalismo catalán es
mejor/peor que el nacionalismo español u otros? Y los independentistas tienen que estar
fuera, ¿por qué? ¿Qué problema hay en que sean independentistas? La democracia se
vería defraudada por los intereses electorales que primaban antes que los valores de la
democracia, es, tal vez, muy teórico pero es así. Cuando Rajoy y sus gobiernos decidieron enfrentarse a las reivindicaciones de soberanismo
catalán criminalizando al adversario político cometieron un grave error de cálculo político. No
fue el primero. El primero, y más grave, fue provocar la ruptura del pacto constitucional en
Catalunya (romper realmente España ellos) instrumentalizando un Tribunal Constitucional
politizado por interferencias partidistas. Pero judicializar y criminalizar el independentismo
democrático catalán ha tenido unos efectos muy adversos para el mismo Rajoy: ha agravado
la crisis del sistema político español, ha bloqueado la política española (¿alguien le pedirá
algún día responsabilidades?) e hizo posible la primera moción de censura exitosa desde
la aprobación de la Constitución, en 19783. En sentido estricto, la “judicialización de la política” designa el proceso por el cual una
instancia busca conquistar en la vía judicial ciertos objetivos que no pudo/supo lograr por
otros medios. Politizar la justicia hasta el grado de que los jueces, de un Poder Judicial
desprestigiado y aparentemente poco eficaz, razonen con criterios políticos y no judiciales
sus decisiones, es grave, y hay dudas sobre la credibilidad de una cúpula judicial cooptada
por los sectores más conservadores de la magistratura. La consecuencia del irracional “No
quiero” sin absolutamente ninguna propuesta con la justificación de que donde hay delito
corresponde juzgar fue la derivación del problema a los jueces (ojo, ¡que la aceptaron!) con
el pueril argumento de que el gobierno no podía dialogar nada fuera de la Ley4 porque eso
era delito, unos jueces que debían manejar unas leyes obsoletas5 para juzgar el caso
(Aristóteles tenía razón).
Otra forma de verlo. |
Se admita o no por algunos, este es un conflicto político, a resolverse entre políticos
sabiendo dialogar y gestionar (y, visto lo visto, actualizando el ordenamiento jurídico); si se
judicializa la política y se tiende al mismo tiempo a la politización de la justicia, se ahoga
cualquier posibilidad de resolución de conflicto. Si lo que se busca es despejar la senda
hacia un futuro compartido, es un error pensar que el resultado debe ser de vencedores y
vencidos; para cualquier persona, cualquier cosa impuesta por la fuerza y cualquier
menosprecio provocan rechazo. Ahí está el quid de la cuestión aplicando inteligencia y
sentido común (que ya definía G. B. Shaw como el menos común de los sentidos): se han de
atender y solucionar los rechazos y no las consecuencias de negarlos o prohibir denunciarlos. Y, de manera amplia, no ceñida al caso que provoca estas reflexiones (no se busca
comparar de ninguna forma), queda sobre la mesa una duda razonable: si se revisan las
leyes de un territorio y se determina que alguna de ellas es contraria a los Derechos
Humanos y hay que cambiarla/derogarla,¿qué ocurre con las sentencias dictadas? Sin ir más
lejos, estos días se ha derogado la ley que permitía a las empresas despedir empleados por
absentismo, aunque éste fuera justificado por enfermedad; si durante la vigencia de la ahora
derogada ley (que estaba avalada por el Tribunal Constitucional), alguien fue despedido,
¿qué pasa ahora? ¿qué ocurre con los jueces que la dictaron o avalaron en su día?
¿desconocían los Derechos Humanos y, en su caso, los Tratados Internacionales firmados,
si los hubiere?
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1Todo
viene a partir de la sentencia del Tribunal Constitucional, lo que
ha hecho que haya crecido el número de independentistas. Esto tiene
un caldo de cultivo, que es la aspiración de la gente de Cataluña
y tiene un mar de fondo que es que el tripartido de Maragall
establece como un desideratum la necesidad de un nuevo estatuto,
este que tiene una complejidad tremenda en su aprobación pero que
finalmente está aprobado por el pueblo de Cataluña, más por el
parlamento de Cataluña, más por el Congreso de los Diputados, por
el Senado mediante la ley orgánica y aprobado por el pleno del
Parlamento, lo que llega al Constitucional a partir de un recurso
del Partido Popular se frena esta aspiración. A partir de ahí,
tres días después de la sentencia del Tribunal Constitucional hay
una manifestación, la primera de una larga serie de manifestaciones
en las que muchos catalanes han salido a las calles y ya no se
conforman con la reforma del Estatuto, es normal que así sea porque
previamente se había tratado de reformar el estatuto, después de
haber pasado todos los trámites legales y de haber sufrido el
'cepillado' de Alfonso Guerra. Hay que considerar que si eso no
hubiese pasado, la conflictividad no habría crecido
exponencialmente como ha ocurrido; la consecuencia principal es la
desafección hacia España por parte de muchos catalanes.
2Salvando
las distancias, es como si en un edificio comunitario aparecen
filtraciones; lo prioritario es repararlas, y después averiguar sus
causas y gestionarlas antes de que se conviertan en goteras, más
difíciles de arreglar. Lo que es suicida es empeñarse en ignorar
su existencia y mucho más, prohibir que se exponga ésta.
3Rajoy
y su equipo ya son historia. Pero su herencia no. Su herencia está
bien viva. La que será conocida como 'sentencia Junqueras' es una
parte del legado. Deshacer la enrevesada madeja de la
judicialización de la política no será fácil. Es posible,
incluso, que la polarización de la política española y la feroz
competencia partdista entre Vox y el PP y bloqueen los esfuerzos de
retornar la gestión del conflicto a los cauces genuinamente
políticos. Pero la justicia europea puede ayudar a objetivar la
situación enmendando los abusos judiciales domésticos.
Independientemente de cómo reaccione un Tribunal Supremo
penosamente desautorizado por su actuación, la sentencia del TJUE
protege los derechos de todos los votantes europeos, amplía el
recorrido judicial del conflicto en Europa e identifica dos fraudes
procesales. El primer fraude, permitir que Junqueras participara en
unas elecciones e impedir la efectividad del resultado. Y, el
segundo, elevar una cuestión prejudicial al TJUE y no esperar la
respuesta para dictar sentencia. Dos argucias jurídicas
irregulares.
4Según
esa teoría, el gobierno ignoraba que todas las leyes nuevas se
negocian en el filo de la navaja de las leyes vigentes,
particularmente si el nuevo articulado contradice el antiguo. La
propia Constitución (con la que se da la paradoja de que sus
acérrimos defensores -de la letra, no del espíritu- de hoy son los
mismos que, en su día, hicieron campaña contra ella) no existiría,
pues se negoció y redactó al margen de la legislación entonces
vigente, a la que derogó.
5Prueba
de lo cual es que Reino Unido, Bélgica, Alemania, Suiza,.. no hayan
encontrado en sus legislaciones nada que califique de delito los
hechos atribuidos a los encausados y hayan desestimado las
euro-órdenes cursadas desde España que hacían referencia a
personas vinculadas al tema. Por no hablar de la ONU, que acusa
directamente a España de haber realizado detenciones arbitrarias.