Hace un tiempo, durante una relajada, despreocupada y tranquila caminata por el Paseo del
Molino de Viento, ese entorno glosado en sus recuerdos de añoranza por el gran aunque
olvidado poeta carolinense Eulogio Muñoa Navarrete, el encargado de la Biblioteca Pública
de La Carolina me comentó su desazón como profesional porque en la Biblioteca se había
recibido una carta de alguien que se identificaba como doctorando en Historia de la
Universidad de Lima (Perú) y solicitaba información para su tesis acerca del episodio de
desencuentro (por llamarlo de alguna forma) habido entre su paisano, Pablo de Olavide, a la
sazón Intendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, con capitalidad en La Carolina
(donde se dirigía la carta de petición), y la ya decadente Santa Inquisición. La desazón le
provenía porque, decía, no encontró ningún documento ni referencia sobre el tema, no ya en
la Biblioteca, sino en ningún negociado, archivo o departamento oficial de todo el Ayuntamiento
y la petición del doctorando peruano se quedó sin atender.
Esto le pareció llamativo, no por la ausencia de documentación acerca de un protagonista
principal en la historia del pueblo, sino porque, paralelamente, el personaje estaba
fuertemente anclado en la cotidianidad del pueblo sin advertirse. Por un lado, la Calle Olavide,
una de las principales arterias, que arrancaba en la espaciosa Plaza del Ayuntamiento con
sus edificios “fundadores”, que resumía buena parte de la historia comercial local con las
tiendas de Moraleda, Camacho, Juan Francisco, Cattoni, Férriz, la farmacia, la zapatería de
El Niño Jesús, la bodega de Gregorio Español, la barbería, el estudio de Juanito el fotógrafo, y
otras (curiosamente, ningún bar). Por otro lado, integrado en el paisaje cotidiano y contiguo al
edificio de la Iglesia, el imponente Palacio del Intendente Olavide, de estilo neoclásico y
construcción de sillería, sin que exista tampoco, por cierto, documento o referencia al autor,
arquitecto o constructor, uno de los primeros edificios de arquitectura civil (junto con la prisión)
que se levantaron en la Capital de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena. La fachada está
conformada por cuatro colosales columnas dóricas pareadas sobre zócalo, que se alzan hasta
el segundo piso y domina en el ático el escudo de Carlos III, lo que convierte a este edificio
con la Iglesia adyacente (que, originalmente, formaba una sola unidad arquitectónica con el
palacio, lo que se mantuvo hasta levantar la torre del campanario de la iglesia) en,
posiblemente, el más fotografiado y emblema de La Carolina como Capital de Las Nuevas
Poblaciones. Una leyenda habla de la existencia de un túnel (nunca encontrado) en dirección
hacia el antiguo castillo moro de la montaña, aunque con salida al exterior mucho antes,en el
campo, que permitiría la evacuación de sus moradores en caso de necesidad.
Veamos, pues el personaje y el episodio que da lugar a la petición del doctorando peruano, a
la luz de nuevas investigaciones y estudios surgidos al amparo de la conmemoración del
bicentenario, en 1967, de la creación de las Nuevas Poblaciones. Pablo Antonio José de
Olavide y Jáuregui (1725 – 1803), hijo de navarros emigrados a América, nació en Lima (hoy
capital del Perú), donde estudió, y se licenció en Teología por la Real y Pontificia Universidad
de San Marcos, considerada incluso hoy la institución educativa más importante del país, de
la que fue catedrático con apenas veinte años. Tras el terremoto de Lima del 28 de octubre de
1746, que destruyó la ciudad y causó la muerte de su familia, fue nombrado por el propio virrey
administrador de los bienes de los fallecidos, especialmente de las obras pías derruidas por el
seísmo; pero fue acusado de haber tomado dinero para “obras impías”, como la construcción
del Teatro. Argumentó la muerte de su padre para evitarse problemas con la justicia y huyó de
Lima dejando cuantiosas deudas.
Llega a España en 1752 y es encarcelado por orden del fiscal de Lima por corrupción de la
administración colonial. Estuvo en libertad provisional hasta el archivo de la causa en 1757
tras ser apartado de todas sus responsabilidades públicas en las colonias. Viajó después por
Italia y Francia, conoció a los filósofos en boga como Voltaire y Diderot (época de la Revolución
Francesa), compró libros (franceses; consiguió autorización para leer también los Libros
Prohibidos y cuando posteriormente la Inquisición registró su casa, dejó constancia con
asombro de que sólo encontraron en ella dos libros en castellano) y filosofó sin preocupaciones,
entrando en contacto, además, con el conde de Aranda, quien le confió varios cargos oficiales.
A su regreso a Madrid, en 1765, rico por su matrimonio con una acaudalada viuda, le fue fácil
hacerse hueco en los salones de la aristocracia, entre los que estaban algunos de los llamados
a servir al rey Carlos III, cuya brillante obra había podido admirar al pasar por Nápoles como el
propio Aranda o Campomanes. Paralelamente, atravesar Sierra Morena a mediados del XVIII
era un verdadero peligro, que todo aquel que transitaba entre Castilla y Andalucía era carne de
trabuco, ya que los bandoleros asaltaban cualquier mercancía con la tranquilidad del que va a
cobrar un billete premiado; vamos, que había una impunidad alarmante y, harto de esta
situación en su reino, Carlos III promovió la creación de las Nuevas Poblaciones de Andalucía y
Sierra Morena, un plan para acabar con la inseguridad en la zona de Despeñaperros; la idea
consistía en colonizar esos espacios desérticos para disuadir a los maleantes, y nombra a
Olavide Intendente de Sevilla y del Ejército de Andalucía y Superintendente de las Nuevas
Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía. Con este nuevo cargo comienza a planificar una
reforma al modelo del despotismo ilustrado en el comercio, los asentamientos, la defensa y
promoción de la cultura, abriendo la primera escuela de arte dramático de España y la
desposesión de privilegios, con la reorganización de algunas zonas urbanas de la ciudad. Su
fama se extiende por toda la Corte. Posteriormente emprende la colonización de Sierra
Morena de conformidad con el Fuero de las Nuevas Poblaciones de 1767, en un gran
proyecto de más de 40 años para el que contó con amplios poderes y el apoyo de
Campomanes y las propiedades confiscadas a los jesuitas.
Olavide, cuya fama de libertino le precedía, pronto dejó traslucir su peculiar forma de ser: Ia
de un latinoamericano excesivo, abierto y alborotador y enseguida empezaron las críticas por
el lado de Ia religión. Los colonos suizos y alemanes exigían recibir doctrina religiosa en su
Iengua, por lo que Olavide ya de entrada se había resignado a meter frailes alemanes en las
Poblaciones y entre ellos apareció un capuchino con abundantes dotes de mando, que
Ilegaba con intención de meter en cintura a sus compatriotas, pues habían empezado a
plantear problemas. Eso es lo que entendió el cándido Olavide cuando el 13 de mayo de 1770
conoció a Fray Romualdo1, el que iba a convertirse en su terrible enemigo.
A todo ello, un rumor se iba agigantando en Europa: la Inquisición española Ianguidecía; la
Europa de les philosophes se atribuía un nuevo avance. Pero en las Nuevas Poblaciones con
sus colonos centroeuropeos, el clima de hostilidad fomentado por el capuchino alemán recién
llegado fue trocando las risas iniciales de los amigos de Olavide por el gesto preocupado. Al
principio, según declaró luego Olavide, el fraile les servía de diversión: "Nos divertíamos con
descubrir su ignorancia, y con los disparates y absurdos que decía". Fray Romualdo soportaba
las risas, pero no era manco. Con un pésimo castellano, iba escribiendo folios y más folios
con detalles de la vida diaria de Olavide, escandalizándose y exagerando, y los dirigía como
denuncia en todas direcciones, incluidos los obispos de Jaén y Córdoba; pero sus denuncias
no tenían éxito. Asombrado de que el odiado libertino tuviera apoyos incluso entre los prelados,
apuntó más arriba, a Madrid.
En 1775, el temible fraile puso en las manos de los inquisidores de Corte y del confesor de
Carlos III, el retrato del vividor, del deísta, del corrompido con la más detallada descripción del
espíritu de un hombre libre, que nada tenía que temer de un Dios a su semejanza,
inmensamente bueno y comprensivo. El problema, a la altura del posterior 1776, no era ya que
Olavide fuera denunciado una vez mas a la Inquisición, lo grave era que hubiera un plácet regio
para conducir al libertino ante el monstruo que masones y philosophes decían haber
exterminado. A Olavide se la tenían jurada las fuerzas más reaccionarias de la España de
Carlos III. Pero todo el mundo sabía que sus amigos eran muy poderosos y que habían
llegado hasta el rey para que el peruano tuviera un enorme poder para ponerlo al frente de
las reformas en los sectores más decisivos. El propio rey beato ordenó a Olavide trasladarse
a Madrid, en noviembre de 1775, "para tratar negocios de su Real Servicio". Nada más leer la
orden, Olavide, consciente del peligro, abandonó La Carolina2 y se instaló en Madrid para
preparar su defensa. Inmediatamente se deshizo de libros prohibidos, adquirió otros de
oraciones y santos, no olvidó el rosario en su atuendo -estaba acusado de reírse de esa
devoción-, ni el escapulario de la virgen del Carmen, que ya no se quitó del pecho.
Advertido de su gravísima situación, Olavide se presentó ante el inquisidor y se sinceró como
católico y pecador arrepentido durante dos horas. Una semana antes escribió justificando su
posición de verdadero católico, dejando una declaración de fe, profunda y sentimental, cuyo
último destinatario era, evidentemente, Carlos III, el único que a esas alturas podía parar la
maquinaria. Pero fray Romualdo, que había llegado a Madrid secretamente, siguió destilando
veneno. Mientras, durante la primavera y el verano de 1776, iban declarando hasta 78 testigos
más, y al fin, el 14 de septiembre de ese año, el Tribunal llegaba a la terrible conclusión: "Que
este sujeto sea preso en las cárceles secretas deste Santo Oficio, con secuestro de todos sus
bienes, libros y papeles, y se siga su causa hasta definitiva". Y entró en las cárceles secretas
de la inquisición de Madrid una vez obtenido el plácet expreso de Carlos III. Durante dos años,
Olavide "desaparecía del mundo de los vivos", a decir de los cronistas. El efecto en toda
Europa fue extraordinario: la Inquisición volvía a cebarse con una víctima y Europa se dolía de
que todavía ocurrieran cosas así en España.
Pasados dos años, el expediente “apareció de nuevo” en las mesas de despacho de los
servidores del rey, el inquisidor y el ministro, que tenían que solucionar el espinoso caso del
"desaparecido" y lo harían mediante el autillo, un auto de fe a puerta cerrada en el que sólo
habría un público previamente seleccionado. Acordada la solución -y la sentencia-, se
cumplimentaron los pasos a seguir con la misma cautela. La sentencia ya podía ser blanda:
simplemente penitencial. Pero no lo fue: tras pasar dos terribles años "desaparecido", Olavide
quedaba privado de todos sus honores e inhabilitado perpetuamente, desterrado de Madrid,
Sitios Reales, Nuevas Poblaciones y Lima, y todos sus bienes fueron confiscados.
El primer destino del condenado fue Sahagún, en la fría provincia de León, donde pasó el
terrible invierno hasta que lo trasladaron a Murcia, previo paso por la estación termal de
Puertollano (Cudad Real) y una breve estancia en Almagro (Ciudad Real). Con la ayuda de
sus "contactos" no fue difícil para él escapar de la condena inquisitorial, huir y exiliarse en
Francia. Y en Francia le sorprendió la Revolución Francesa y sus efectos. Olavide escapó
también de la guillotina y, con el tiempo, regresó a España para morir en Baeza, cerca de La
Carolina, en 1803.
A modo de corolario, las Nuevas Poblaciones habían sido, bajo el mandato del
Superintendente Olavide, focos de enciclopedismo. Se había ensayado, durante su gobierno
local, la puesta a punto de una sociedad racionalista, enajenada de la Santa Religión... Una
sociedad que, según estos visionarios ilustrados, sería la residencia de la felicidad terrena. Y
lo de "focos enciclopedistas" no es una afirmación a la ligera. La polución revolucionaria
puede constatarse si consideramos una anécdota muy elocuente: un ejemplar de la
"Enciclopedia" - ese pestífero órgano revolucionario de Denis Diderot - fue escondida en el
Altar Mayor de la Iglesia de La Carolina (contigua, como se ha apuntado, al Palacio del
Intendente), donde fue descubierta ya en el siglo XX, ocasionando un grandioso escándalo.
Se atribuyó esta profanación a Juan Miguel de Caamaño Afonsín de Sotomayor, primer oficial
de la Secretaría del Superintendente. Olavide, laico masonizado que se fingía "católico
reformista" (cuando, según la Inquisición, era un hereje); también alimentaba en La Carolina el
embrión de una Sociedad Económica que luego se trasladaría a Baeza. Olavide ridiculizaba a
Fray Romualdo de Friburgo, capuchino tudesco que lideraba a los colonos católicos. Olavide
(no olvidemos que no era ninguna jerarquía de la Iglesia, sino un laico cuya comunión con la
Santa Iglesia estaba más que en duda), interfería en cuestiones litúrgicas, lo que ocasionó el
enfrentamiento con el sector de católicos íntegros alemanes, liderado por Fray Romualdo de
Friburgo.
La legión de historiadores del escándalo político del siglo ilustrado que ha acudido en busca
de la Verdad ha acabado frente al muro de la falta de pruebas, como era de esperar, pero
también, con el cartapacio repleto de indicios y sospechas sobre el papel de Carlos III. Y es
que, al final, el rey ilustrado se esfuma siempre y los problemas políticos que hay tras este
caso se diluyen o se oscurecen ante la apariencia religiosa. Algunas pruebas que
involucraban al rey han desaparecido misteriosamente del Archivo Histórico Nacional y del de
Simancas. El investigador jesuíta Olaechea3 acabó reconociendo en sus estudios que “el
célebre auto inquisitorial contra Olavide sigue siendo todavía un enigma histórico. Nadie ha
explicado aún de forma convincente cómo fue posible que, en un momento determinado,
todos los organismos civiles del país, comenzando por el propio rey y sus ministros,se
inhibieran por completo ante el poder del Santo Oficio, y abandonaran al peruano a su suerte.
¿Qué fuerzas políticas –y con qué objeto– se pusieron de acuerdo para dar cabida a este
fugaz despliegue de poder de la Inquisición; o qué pretendía el Gobierno español al cruzarse
de brazos, y permitir este brote repentino de los métodos inquisitoriales? ¿A quién se quería
amedrentar, o qué plan de reforma se quería abortar, para que no fuera llevado a la práctica”.
Y es que el caso político más resonante del reinado de Carlos III no fue sólo un proceso
inquisitorial contra un libertino, manirroto y descreído, en un extremo, ni desde luego, un
intento de parar las reformas ilustradas en España escarmentando a la minoría ilustrada, en el
otro. En medio hay un rey que a menudo se olvida que, ilustrado o no, tiene el poder absoluto.
Y a veces lo demuestra.
No es casual, pues, la desazón de mi amigo bibliotecario.
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1Romualdo Baumann o Fray Romualdo de Friburgo (1720 – 1792), religioso capuchino, a finales de 1769, estando en Roma, el general de su orden le indicó que debía marchar a España, junto a otros compañeros, para suministrar el alimento espiritual necesario a los colonos centroeuropeos que se estaban estableciendo en las Nuevas Poblaciones. De este modo llegó a La Carolina y fue destinado por Pablo de Olavide para atender a dicha colonia. Allí participó en no pocas ocasiones de las tertulias organizadas por el mencionado superintendente, individuo contra el que iría acumulando un profundo rencor. Tanto es así que muy poco tardó en delatarlo por primera vez ante el Tribunal del Santo Oficio. Denuncias iniciales que pudieron ser frustradas por los excelentes contactos que Olavide mantenía en la corte madrileña. Pero en 1775 la situación era bastante diferente, y sus acusaciones comenzaron a tenerse en cuenta. Tanto es así, que constituirían el principal argumento para su proceso inquisitorial y posterior sentencia condenatoria. Ahora bien, tras el clima de sedición generalizada que provocó en todas las Nuevas Poblaciones (en el que fray Romualdo huyó ocultamente), el gobierno decidió la expulsión inmediata de todos los capuchinos presentes en ellas.
2Ahora empieza a entenderse por qué no hay ninguna documentación de hechos posteriores en los archivos de la capital de las Nuevas Poblaciones: Olavide ya no estaba allí.
3Rafael Olaechea Albístur (1922 – 1993) fue un historiador, miembro de la Real Academia y profesor de la Universidad de Zaragoza. La mayor parte de sus investigaciones y libros se refieren a la España del siglo XVIII.
Buen trabajo de rescate de hechos y personas de los cuales tan solo hemos escuchado retazos a veces envueltos en una aureola casi mística y que aquí tienen la apariencia humana que tanto se hecha de memos en los personajes leyenda de la Historia. Un Olavide mas Pablo José y menos Intendente y un Carlos III no tan ilustrado y mas borbónico. Enhorabuena por el trabajo. Lo pasaré a la familia que seguro estarán encantados de tener esta visión mas cercana de estos personajes. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias. La verdad es que, escarbando un poco se encuentran, llamémosle, curiosidades que desmitifican totalmente algunas cosas que se nos han inculcado.
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