“Estoy viviendo los años más felices de mi vida”. ¡Y decirlo contando chistes!. Escuchar eso es
bonito y es útil para animarse, ¿no? Pero cuando te das cuenta de que quien lo dice es una
persona afectada de una de esas enfermedades incapacitantes neurodegenerativas que no
tiene cura ni mejoría (ataxia, por ejemplo), y de la que sólo cabe esperar que los síntomas y
los efectos vayan a peor cada día, algo no cuadra en nuestros esquemas. ¿Cómo es posible
ese optimismo? ¿Hay algo que se escapa? ¿Tendrá algo que ver eso de las prioridades
personales en la actitud? ¿O será que su concepto de felicidad es otro? Pues, pensémoslo.
Empecemos por el principio: la felicidad es una emoción que se produce en un ser consciente
cuando llega a un momento de conformación, bienestar o ha conseguido ciertos objetivos que
le han realizado como individuo, aunque cada persona, está claro, puede tener su propio
significado sobre qué significa la felicidad para ella. Algunos psicólogos han llegado a definir la
felicidad como una medida voluntaria de bienestar subjetivo (autopercibido) que influye en las
actitudes y el comportamiento de los individuos. Las personas que tienen un alto grado de
felicidad muestran generalmente un enfoque del medio positivo, al mismo tiempo que se
sienten motivadas a conquistar nuevas metas. Al contrario que las personas que no sienten
ningún grado de felicidad que muestran un enfoque del medio negativo, sintiéndose frustradas
y engañadas con el desarrollo de sus vidas. En la filosofía oriental, la felicidad se concibe
como una cualidad producto de un estado de armonía interna que se manifiesta como un
sentimiento de bienestar que perdura en el tiempo y no como un estado de ánimo de origen
pasajero, como generalmente se la define en occidente. Muchas veces confundida con la
alegría de carácter emocional y efímero, la felicidad perdura en el tiempo y se identifica como
una cualidad, y tal y como se es alto, fuerte o inteligente una persona es feliz. Mientras que la
alegría se concibe como un estado de satisfacción, la felicidad se considera un estado de
armonía interna.
Ese estado de placer que nos embriaga en situaciones concretas es la felicidad. Si pudiésemos,
los seres humanos intentaríamos estar felices todo el tiempo, pero esto no es más que una
idealización sin fundamento ni base en la realidad. La felicidad no es un estado emocional
concreto, es una forma de vida; hay personas que se han topado con numerosos baches a lo
largo de su vida y son felices. Otras, por el contrario, han sido siempre unos privilegiados, lo
han tenido casi todo y aun así, declaran no ser felices. Claramente, no es la situación, el
contexto o lo que te toca vivir lo que determina el que te sientas más o menos feliz. La felicidad
no nace de ningún logro; ser feliz pasa por tener un sistema de valores muy bien amueblado,
enfocarnos en el momento presente, amarnos de forma incondicional y saber apreciar lo que
poseemos. Así, si nos esforzamos por cambiar nuestra filosofía de vida (que, en buena parte,
reconozcámoslo, es bastante quejica y acomodaticia), y adoptamos esta mirada alegre de la
vida, nos percataremos de cómo podemos encontrar la felicidad exactamente donde queramos.
Por todo ello, el concepto psicológico y emocional de plenitud y felicidad nace desde dentro de
la persona. Nos equivocamos si pensamos que teniendo eso que pensamos necesitar o
volviendo a ser como un día fuimos, entonces seremos felices. Si no eres feliz con lo que
tienes o con lo que eres hoy, difícilmente lo serás cuando consigas (si fuera posible) lo que
piensas. Aquello que deseas es un extra que aportaría un pico de alegría que durará unas
horas, unos días, quizá semanas… después volverás a tu estado normal.
El primer paso que se necesita dar para sentir más felicidad es precisamente no buscarla;
cuando nos exigimos a nosotros mismos que “debemos ser felices” y no conseguimos serlo,
nos frustramos (en el mejor de los casos) y la frustración no es precisamente sinónimo de
felicidad. No podremos ser nunca felices si nos exigimos y nos presionamos. La felicidad es un
estado de fluidez mental, de aceptación, de vivir el momento..Además, obsesionarnos con ser
felices nos llena de ansiedad y desesperación y acaba convirtiéndose en una lucha. La felicidad
no hay que buscarla porque no existe en ningún lugar que implique búsqueda, es decir, no
está ahí afuera como muchas veces nos hacen creer; de alguna forma, la sociedad en la que
nos ha tocado vivir, nos ha desvirtuado la brújula que nos lleva a la felicidad, pero, en lugar de
apuntar hacia afuera, como nos quieren hacer creer, la felicidad está dentro. La “felicidad
externa” solo son momentos placenteros fugaces.¿Es eso lo que buscamos?
Para ser feliz, hay que dejar a un lado las necesidades absolutas. Bien mirado, necesitamos
pocas cosas para estar sanamente bien: un poco de comida -no demasiada o el placer
pasará a ser aversión o apego-, un poco de agua para hidratarnos, un techo para
resguardarnos, actividad física para no enfermar, tener alguna meta que nos anime a
levantarnos cada mañana -pero sin enfocarnos en el resultado-, dormir, respirar y poco más.
Si todo lo que pensamos que necesitamos se sale de esta lista apresurada provoca el que
seamos más infelices, lo que no quiere decir que también encontremos placer en ello, pero
sabiendo que son solo deseos, no necesidades. Para ser más feliz es preciso enfocarnos sólo
en el presente. Nada existe ni nada es real sino lo que estamos experimentando justo ahora
con nuestros cinco sentidos.
Pero, la enfermedad sigue ahí tozuda, con la presencia de la lucha constante por el equilibrio,
temblores y descoordinación muscular, dificultad para realizar movimientos, para articular las
palabras, con tropiezos o movimientos involuntarios en los ojos, disfagia,... , ¿qué hacer? Los
pronósticos médicos no son los más alegres, pero hay que adaptarse y no deprimirse, se
puede convivir con una enfermedad neurodegenerativa y ser feliz, no se acaba el mundo. Con
el devenir de los días, en mayor o menor medida, nos vamos acostumbrado al sufrimiento.
Sabemos, o al menos lo intentamos, convivir aceptablemente con la degeneración, con la
frustración, con el dolor, e inocentemente creemos que estamos curados de espantos y que
ya no hay nada que nos pueda afectar. No obstante parece que la vida siempre va un paso
por delante con la terrible finalidad de desengañarnos y, de forma cruel, hacernos comprender
que nunca podemos estar seguros de que ya conocemos lo peor y que ya nada peor nos
puede pasar. Cambiar la escala de valores si es emocionalmente conveniente, es una buena
forma de comenzar a alcanzar la paz, pero que nadie que se decida a probarlo piense que es
fácil, que no lo es; requiere mucho esfuerzo personal y callado (alguien tiene que decirlo) y es
luchar contra las frustraciones y los cambios de humor permanentes, por esos autocontroles
exigidos que cuesta conseguir, contra los malentendidos,… y todo ello sin dejar traslucir
ningún sentimiento ni gesto que pudiera malinterpretarse y perjudicar el imprescindible buen
clima necesario del entorno. Pero es un proceso reconfortante. La enfermedad, este tipo de
enfermedad, siempre ganará, ya se sabe, luego esforcémonos en actuar al margen de ella,
priorizando aquello en lo que sí podemos influir y así cobran importancia las experiencias
vividas con los amigos, los momentos con tu familia (esa eterna desconocida cuyo auténtico
valor está recién descubierto), el café de media tarde arrullado por el mar o el sonido de la
respiración de tu perro echado a tu lado cuando estabas leyendo un buen libro a la sombra de
un pino… pero sin añorarlo todo ello, huyendo de marcar un dañino (por lo irreversible) y
desasosegante “antes sí” y “ahora no”.
Habrá que recordar en este punto lo que parece un juego de palabras, y es que la ataraxia
puede ayudar en la ataxia, su enfoque y efectos. La ataraxia (etimológicamente del griego
«ausencia de turbación») es la disposición del ánimo gracias a la que una persona, mediante
la disminución de la intensidad de pasiones y deseos que puedan alterar el equilibrio mental y
corporal, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza dicho equilibrio y finalmente la felicidad,
que es el fin. La ataraxia es, por tanto, tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación
con el alma, la razón y los sentimientos. Aunque, no obstante, esto que suena tan bien, no
deja de ser, por desgracia, algo utópico. No hay que olvidar, según nos recuerdan los del
gremio de psicólogos de la “psique”, que la frustración en su cantidad justa (como todo) nos
ayuda a mejorar cuando algo no nos gusta o no estamos satisfechos con ello. La falta de
voluntad para enfadarnos o simplemente desilusionarnos, nos impide evolucionar como
personas. A pesar de que la ataraxia podríamos relacionarla con una sensación permanente
de tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación con el alma, la razón y los
sentimientos, vemos que hay que pagar un alto precio por ello, ya que las personas no son
conscientes de las consecuencias que pueden acarrear sus actos.
Que tu prioridad, en lugar de la queja constante por lo que “te ha tocado”, que no tiene
solución, sea el amor: hacia ti mismo, hacia la vida y hacia los demás, especialmente hacia tu
entorno cercano (“… en la salud y en la enfermedad… “). Si eres capaz de amar lo sencillo, lo
humano y los pequeños detalles que parece que no cuentan, entonces conseguirás ser feliz
pese a las adversidades. ¿Te animas a ponerlo en práctica?
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