Hace unos días, aún atemorizados por las restricciones en las actividades que impone la
lucha contra el contagio de esta pandemia de nunca acabar por el Covid-19, unos familiares
de unos amigos se desplazaron desde Madrid, donde viven, a Barcelona, “a ver a la familia”,
con una ambiciosa y apretada agenda de visitas previstas que incluía, entre otras cosas
dispersas, el templo de la Sagrada Familia, el Anillo Olímpico, y otros lugares de la ciudad de
Barcelona, la Costa Brava (así, sin detallar), el Monasterio de Montserrat,… De esta última
visita, en la que emplearon todo un día, vinieron con curiosidad de “saber más” porque, en
una excursión/marcha rápida por la montaña creyeron descubrir unas pequeñas iglesias
semiocultas en las oquedades rocosas de cuya existencia nada sabían, y es que, ciertamente,
de la montaña de Montserrat todo el mundo conoce los dos Monasterios (Santa Cecilia, más
antiguo, y la propia Abadía), la Cova y la estética ermita de sant Miquel, con su cruz de metal
presidiendo el paisaje, pero la montaña alberga unas catorce ermitas escondidas, la más
conocida de las cuales es la de la Santa Creu, que es de uso privado de la comunidad
monástica y a la que se accede desde el jardín de la Abadía por una escalera inacabable.
Muchas son solamente cuevas a las que se les ha añadido una pequeña construcción, a
veces una simple pared, para formar un habitáculo. Junto con la montaña del Montsant, son
los dos lugares de Catalunya en los que ha habido más ermitaños a lo largo de la historia. De
todas las ermitas repartidas por el macizo, siete siguen en pie: Sant Dimes y la Santa Creu,
cuyo uso, como ya se apunta más arriba, está reservado a los monjes del monasterio; Sant
Antoni (situada en una cavidad con vistas a la aguja más emblemática del macizo motañoso,
el Cavall Bernat, albergó durante una larga temporada a un ermitaño laico), Sant Salvador,
Santa Caterina y la Trinitat, que funcionan como cobijo para excursionistas, y Sant Benet. Las
seis restantes están en ruinas: Sant Joan, Sant Onofre, Santa Anna, Sant Jaume, Santa
Magdalena y Sant Jeroni.
La primera documentación de la vida eremítica en Montserrat data de la segunda mitad del
siglo XI, pero se intuye que los primeros anacoretas llegaron bastante antes del siglo X. Tras
la fundación del monasterio por el abad Oliba, de Ripoll, en 1025, los ermitaños pasaron a
depender del mismo; primero, construyeron sus refugios en las zonas medias y bajas de la
montaña y, a partir del siglo XII, se habilitaron habitáculos en grutas de la parte superior,
buscando parajes más solitarios e inaccesibles. Con el tiempo incorporaron nuevas
edificaciones pegadas a las cavidades, que hacia los siglos XVII y XVIII ya satisfacían de largo
las necesidades más esenciales de los ermitaños. Disponían de varias habitaciones: oratorio,
estudio, taller, cocina y dormitorio, además de cisterna para la recogida del agua de la lluvia.
El monasterio les proporcionaba todo lo que precisaban, algunos cultivaban un pequeño
huerto y hacían cruces, rosarios, imágenes y otros objetos religiosos que vendían a los
peregrinos. Todas las ermitas fueron destruidas en 1812, durante la guerra contra los
franceses. Sant Benet, Sant Dimes y la Santa Creu fueron sometidas a importantes
rehabilitaciones, pero en las de Santa Magdalena, Santa Anna, Sant Joan, Sant Jaume y Sant
Onofre sólo quedan sus ruinas. Para quien quiera “saber más”, estos vestigios pueden visitarse
hoy en cómodos recorridos temáticos desde el Pla de les Taràntules, donde llega el funicular.
Actualmente sólo dos o tres monjes van de vez en cuando a Sant Dimes o a la Santa Creu a
hacer retiros. El último que vivió en la Santa Creu fue el padre Basili Girbau (durante treinta
años) y antes Estanislau Llopart, que fue a la ermita “por unos días” tras una grave
enfermedad cuando tenía 54 años y, después de pasar por la iglesia de Belén, en la Tierra
Santa, volvió a Montserrat, donde murió con 88 años de edad.
Y, ya que estamos, cuando evocamos la práctica de los ascetas, la meditación trascendental
o el anacoretismo, damos con la imagen popular del ermitaño apartado de la sociedad, con
ropa raída, barba blanca y larga y una personalidad entre mesiánica y quijotesca: desde los
ermitaños que se aparecen en el bosque a los caballeros de novelas de caballerías para
aconsejarles al personaje Obi-Wan Kenobi de La Guerra de las Galaxias en una referencia
más contemporánea; o Kame Sen’nin, el Maestro Roshi (Duende Tortuga) de la serie de
anime Dragon Ball. La vida eremítica de los filósofos mendicantes griegos (los cínicos y, en
menor medida, los estoicos), los primeros ermitaños en las confesiones abrahámicas
(personajes bíblicos, así como los Padres del Desierto -con Pablo de Tebas de paradigma-, o
el gnosticismo, en el cristianismo; el sufismo místico en el Islam; o la cábala meditativa hebrea),
y religiones orientales (Buda, Lao Tsé y maestros hindús como fundadores de budismo,
taoísmo e hinduísmo respectivamente), es el ejemplo extremo de la necesidad humana de
cultivar su interior (bienestar, iluminación espiritual, creación artística, trabajo). Pero, ¿hace
falta subir a una montaña y permanecer allí apartado (imagen recurrente en las Escrituras de
varias religiones), recluirse junto a un lago (virgilianismo, Thoreau), vivir dentro de una tinaja
(Diógenes de Sinope), o recluirse en un monasterio para lograr los supuestos beneficios de
una vida sencilla y de acuerdo con la naturaleza, dedicada a la contemplación y el cultivo
espiritual?
Pues se ve que sí, con múltiples ejemplos a lo largo de la Historia, como lo demuestran, entre
otros, los Monasterios cristianos ortodoxos de Meteora (Monasterios suspendidos del cielo,
Monasterios suspendidos en los aires o Monasterios en el cielo en su original griego),
localizados en la llanura de Tesalia, al norte de Grecia y clasificados como Patrimonio de la
Humanidad por la UNESCO desde el año 1988. Son construcciones hechas sobre la cumbre
de masas rocosas grises (de arenisca y conglomerado), talladas por la erosión, a una altura
de unos 600 metros y están habitados desde el siglo XIV. También tienen su historia reciente,
pues un gran número de los monasterios fueron destruidos o arruinados en el transcurso de la
Segunda Guerra Mundial por los nazis debido a que la resistencia griega se refugió en ellos
durante la invasión a Grecia y posterior ocupación militar del país. Pero, si hay una
construcción de este tipo que llama la atención y deja boquiabierto al personal es el conocido
como pilar Katskhi1 (nombre del pueblo junto al que está), monolito natural de piedra caliza
que, para quien quiera hacer turismo, está ubicado en la región georgiana occidental de
Imericia, cerca de la ciudad de Chiatura; tiene aproximadamente 40 metros de altura y domina
el pequeño valle del río Katskhura, afluente del río Q'virila, a su vez afluente del río Rioni.
La roca, con ruinas visibles de una iglesia en su superficie superior, de unos 150 m², ha sido
venerada por los lugareños como el Pilar de la Vida y un símbolo de la Santa Cruz, y se ha
rodeado de leyendas. Permaneció sin ser escalada y sin ser inspeccionada hasta 1944, y se
estudió de manera más sistemática desde 1999 hasta 2009; estos estudios determinaron que
las ruinas pertenecen a una ermita medieval que data del siglo IX o X. Una inscripción datada
en el siglo XIII sugiere que la ermita todavía existía en ese momento. La actividad religiosa
asociada con el pilar se reavivó en la década de 1990. La roca fue accesible para los visitantes
masculinos a través de una escalera de hierro que se extiende desde su base hasta la parte
superior y por la que puede subir o bajar una sola persona, pero recientemente se ha
considerado inaccesible para el público. El complejo del pilar Katskhi consiste actualmente en
una iglesia dedicada a San Máximo el Confesor, una cripta (bóveda funeraria), tres celdas de
ermitaño, una bodega de vino y una muralla cortina en la superficie desigual del pilar. En la
base del pilar se encuentran la nueva iglesia de Simeón el Estilita y las ruinas de una antigua
muralla y un campanario. También es destacable una gruta rectangular con una entrada y dos
tragaluces en la superficie vertical de la roca, unos 10 metros por debajo de la superficie
superior. En la base del pilar hay una cruz en relieve, mostrando paralelismos con
representaciones medievales similares encontradas en otras partes de Georgia.
Total, que en todos sitios cuecen habas.
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1Para saber más: en los registros históricos, el pilar Katskhi es mencionado por primera vez el siglo XVIII, y se informa en la descripción geográfica del Reino de Georgia que "hay una roca en el barranco que se erige como una columna, considerablemente alta. Hay una pequeña iglesia en la cima de la roca, pero nadie es capaz de ascenderla, ni sabe cómo hacerlo." No sobrevive ningún otro relato escrito de la vida monástica ni sobre ascensos. Varias leyendas locales rodean el pilar; una de ellas dice que la parte superior de la roca estaba conectada por una larga cadena de hierro a la cúpula de la iglesia del pueblo de Katskhi, ubicada a una distancia de alrededor de 1,5 km del pilar. En julio de 1944 realizaron el primer ascenso documentado del pilar Katskhi., informándose en 1946 que las ruinas encontradas en la cima de la roca eran restos de dos iglesias, que datan de los siglos V y VI y están asociadas a una práctica de estilita, una forma de ascetismo cristiano. Desde 1999, el pilar Katskhi se ha convertido en objeto de una investigación más sistemática. Basándose en estudios adicionales y excavaciones arqueológicas realizadas en 2006 se, realizó una nueva datación de las estructuras, indicando que datan de los siglos IX a X, concluyéndose que este complejo estaba compuesto por una iglesia de monasterio y celdas para ermitaños. El descubrimiento de los restos de una bodega de vino también socavó la idea del ascetismo extremo floreciente en el pilar. En 2007, fue encontrada una pequeña placa de piedra caliza con inscripciones datada en el siglo XIII y que revela el nombre de Pilar de la Vida, haciéndose eco de la tradición popular de veneración de la roca como un símbolo de la Santa Cruz.
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