martes, 2 de noviembre de 2021

En el día de los difuntos (y II)


Sigamos....

La iconografía de la Muerte como esqueleto no se desarrolló hasta el siglo XIII, y desde el siglo XIV cuando el esqueleto se estableció firmemente como la forma de la muerte personificada. En la Antigüedad el esqueleto había simbolizado más bien un espectro o fantasma de la persona muerta; la observación atenta de la mayoría de las imágenes esqueléticas de la Muerte en el Medioevo y Renacimiento revela que no reproducen solo la osamenta: se trata más bien de cadáveres, cuya cabeza está revestida por piel muy delgada sobre el cráneo óseo, con las órbitas vacías y sin nariz: esto da la impresión de que los otros segmentos del cuerpo corresponden a un esqueleto; lo que no es exacto. En el tórax las costillas aparecen muchas veces esbozadas bajo una piel apergaminada. Frecuentemente tienen una abertura en el abdomen, a través de la cual a veces se pueden reconocer asas intestinales. Las extremidades suelen tener piel y los huesos solo se insinúan; en otros casos aparecen los huesos bajo jirones de piel y partes blandas: están dibujados muy toscamente, dado que no existía un conocimiento detallado de la anatomía: por ejemplo, el antebrazo y la pierna constan de un solo hueso, las articulaciones de cadera y rodilla están insinuadas en forma muy elemental, lo mismo los huesos de pies y manos. En síntesis, se suele denominar esqueleto a las figuras que mejor podemos considerar cadáveres esqueléticos. En el siglo XVI y siguientes se empieza a dibujar con mayor frecuencia el personaje de la Muerte como esquele


 

Con esos mimbres, sabiendo ya cómo se representa la Muerte, el paso siguiente es cómo se asume por nuestra cultura. La muerte, “la misteriosa dama”, siempre ha arrastrado a los vivos a bailar con ella, igual da su relevancia o su condición social. Pero, ¿podremos algún día trascenderla? Tal vez no tenga sentido, si no superemos primero nuestras propias limitaciones. Y viene a cuento introducirla contando lo que representa la Danza de la Muerte o Danza macabra en la literatura y el arte, ese estilo artístico y literario que surge en la Baja Edad Media en la región franco-germánica desde donde se difundió a otras zonas de Europa y que tiene como motivo principal la universalidad de la muerte. Se trata de un diálogo en que una personificación alegórica de la Muerte, como un esqueleto humano, llama a personas de distinta posición social o que están en diferentes etapas en la vida, para bailar alrededor de una tumba. Las hambrunas y pandemias de la Edad Media en Europa hacen que surja una corriente ascética, durante los siglos XIV y XV cuya doctrina fundamental era la presencia constante de la muerte, toda una filosofía de vida que preparaba a “bien morir” y contribuyeron a generalizarla los sermones y el miedo instintivo a lo desconocido. Se temía a la muerte, se hablaba de ella y se la representaba. Frente a ella no había resignación cristiana, sino terror ante la pérdida de los placeres terrenales. Representa, por un lado, una intención religiosa: recordar que los goces del mundo son perecederos y que hay que estar preparado para morir cristianamente; por otro lado, una intención satírica al hacer que todos caigan muertos, con independencia de su edad o su posición social, dado el poder igualatorio de la muerte. 

En 1430, el monje inglés John Lydgame tradujo la danza original francesa al inglés, haciendo una representación de una procesión o danza, en la cual toman parte tanto los vivos como los muertos de forma que éstos pueden ser representados por diversas figuras, o por un solo individuo que personifica a la Muerte, mientras los vivos están dispuestos en un orden de precedencia según su categoría social. La danza expresa una idea alegórica, moral o satírica. Desde el punto de vista artístico, se considera que la primera pintura que ha inspirado la mayoría de las representaciones de la Danza de la Muerte fue una serie de frescos pintados por un artista desconocido en 1424 en el pórtico del cementerio de los Santos Inocentes, en París, destruida en 1669 al demolerse los muros del camposanto y de la que no existen copias directas. Estas imágenes estimularon a Guyot Marchant a publicar en 1485 una serie de xilografías, acompañadas de versos, titulada La danse macabre. En la obra las parejas están representadas de a dos, una proveniente del sector religioso y otra, del sector laico y el primer conjunto está formado por las más importantes figuras: el papa y el emperador, cada uno con sus vestimentas e insignias de poder. Los cadáveres tienen una posición activa, semidanzante, e invitan a sus parejas a la danza, que simboliza el acto de morir: el invitado se resiste temeroso. El texto de los versos se refiere a cada cadáver invitante como el muerto; no la Muerte, o sea, que el esqueleto que invita a alguien a bailar con él es el propio cadáver en que se convertirá esa persona. Con el correr del tiempo, el muerto individual fue convirtiéndose en personificación de la Muerte. 


En España habrían sido escasísimas las representaciones plásticas de la Danza. Destaca, sin embargo, un poema encontrado en el monasterio de El Escorial, titulado Danza general de la muerte que se estima redactado en el siglo XV y del que se piensa que no es una pieza destinada al teatro y que tiene un origen lejano en los versos del Cementerio de los Santos Inocentes, con varios otros modelos intermedios desconocidos. Muchos autores sostienen que la calidad literaria de este poema es superior a la de los textos similares conocidos en Europa. No se sabe quién es el autor del poema: probablemente fue un religioso que demuestra familiaridad con la estructura jerárquica de la Iglesia, el latín, la poesía y muchos conocimientos de orden general. Es irónico y censura acremente los defectos de la mayoría de los personajes. En el poema se indica claramente que el protagonista es, no un muerto, sino la Muerte: Yo soy la Muerte, que a todas las criaturas –que hay en el mundo destroza y arrasa...– A la danza mortal venid los nacidos – todos del mundo, de cualquier estado. –Los que no quisieren, con fuerza impelidos – haréles venir muy pronto al llamado.


Y ahora volvamos a la pintura flamenca del Museo del Prado, con un apunte conceptual previo: las representaciones iconográfiicas que se han denominado El triunfo de la muerte tienen sus primeras manifestaciones en Italia. El nombre se inspira en el poema del mismo título, terminado por Petrarca hacia 1369 en el que el poeta describe cómo la Muerte triunfa sobre su amada musa Laura, quien en 1348 fue víctima de la peste negra. Petrarca define el personaje la Muerte como una mujer iracunda envuelta en negros ropajes, que se ufana de ser importuna y fiera, e indiferente a los ruegos de los que van a morir, y las imágenes gráficas que han recibido el título de Triunfo de la Muerte, la personifican como mujer, o bien como el tradicional cadáver esquelético. La primera representación pictórica del tema es el fresco pintado en el cementerio de Pisa presumiblemente antes de 1347, año en que llegó la plaga de la peste a Europa, y por consiguiente, anterior al poema de Petrarca. El cuadro fue dañado por un incendio en 1944, por lo que debe recurrirse a fotografías anteriores para apreciar los detalles. Otra imagen similar se observa en la portada de la edición de 1496 de la Prédica del arte de bien morir, del predicador dominico Girolamo Savonarola. El grabado ilustra una Muerte, vestida con atuendos de mujer, con el pelo rizado, con cara esquelética, sin alas. Lleva un pergamino que reza Yo soy, desplazándose por el aire con una guadaña sobre los cadáveres. El motivo del Triunfo de la Muerte se encuentra también en un grabado hecho en cobre por Charles Vigoureuz en el siglo XVI: aparecen tres personajes femeninos inspirados en la mitología grecolatina: las Moiras o Parcas, que eran diosas ancianas encargadas de manejar el hilo de la vida humana. Un fresco pintado alrededor de 1485 en la Iglesia milanesa de San Bernardino alle Ossa combina la representación del Triunfo de la Muerte en el panel superior, y la Danza Macabra en el panel inferior. En el centro hay una gran tumba que contiene los cuerpos de un papa y un emperador, con gusanos y serpientes reptando sobre ellos, mientras unos sapos saltan alrededor.
 


El pintor flamenco Pieter Brueghel el Viejo (1520-1569) creó el cuadro denominado también El Triunfo de la Muerte1 que se conserva en el Museo del Prado. La Muerte está representada en él por un cadáver esquelético que cabalga blandiendo una espada. Aparecen también otros esqueletos que parecen ser sus ayudantes, y se llevan a un emperador, una madre con su hijo, un peregrino, una pareja de enamorados, un bufón; pero también a grupos enteros que suman cientos de personas, utilizando redes, suplicio, cadalso, guerra y naufragio. Parte del botín es conducido a la tumba en un carro tirado por un jamelgo. La tierra se observa yerma y calcinada. Como se infiere de los ejemplos citados, la mayoría de las escenas del Triunfo de la Muerte presentan un campo diseminado de cadáveres sobre los cuales galopa o vuela la exterminadora, a la cual aguardan impotentes con terror los vivos.
 

Esto, por cierto, contrasta con el carácter de la Danza Macabra en que la Muerte no abate a los seres humanos, sino que los afronta personalmente, colocándolo a cada uno frente a su propia muerte. En el fenómeno cultural de la Danza de la Muerte, el esqueleto que invita al viviente a bailar representa su doble o su imagen póstuma, como lo demuestra el hecho de que en muchos casos el cadáver lleva las mismas insignias de poder y status social. En esta situación, el vivo reacciona a su vez en forma particular, desarrollando con la Muerte o el muerto un diálogo en el que afloran su naturaleza y sus sentimientos más genuinos. En el curso de este diálogo se manifiesta otro rasgo original y característico de la Danza, que es la ironía macabra: el cadáver que arrastra al viviente al paso de baile se ríe de su temor y del apego que muestra por la vida y los bienes terrenos, y de la torpes tentativas que hace para salvarse del destino ineluctable. 


En síntesis, en esta exposición (breve aunque no lo parezca) de las principales imágenes con que se representaba el personaje de la Muerte en la Edad Media y Renacimiento, se pueden destacar los siguientes propósitos:

 - Una intención moralizadora que evoca la penitencia, la resignación, el temor ante la muerte personal y el fin de los tiempos, para contrarrestar la tendencia del hombre al placer ante la brevedad de la vida. 

- Un retrato sarcástico de la conducta de los hombres en aspectos político-sociales, económicos y religiosos, revelando una aversión por miembros de la sociedad aristocrática y de la alta jerarquía eclesiástica, a causa de su abuso de poder y su riqueza.


Y este es el origen cristiano de la tradición precristiana de honrar a los muertos temiendo a la muerte y el sustrato de lo que era una tradición por estas fechas, la representación del Tenorio. La obra de José Zorrilla, publicada en 1844, narra las aventuras de un galán mítico que ya estaba presente en piezas del siglo XVII, como El burlador de Sevilla o el convidado de piedra, atribuida a Tirso de Molina, o Le festin de Pierre, de Molière. Como los difuntos tienen un papel destacado en la resolución del argumento, pues una parte de la obra se desarrolla en un cementerio, entre tumbas y muertos que vuelven a la vida, especialmente con escenificaciones adecuadas al tono de la “fiesta”, es decir, a la luz de las antorchas (una de las escenas más populares de la obra es el diálogo entre el galán y la monja Doña Inés, cuando Tenorio ya está muerto), las representaciones de Don Juan Tenorio se convirtieron en una tradición de Todos los Santos. Pero siempre se puede seguir el Halloween.

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1En la información faciilitada por el propio Museo sobre el cuadro se puede leer: “...todas las clases sociales y los hombres son iguales ante Dios y su destino, sin por ello olvidar las fuentes del Apocalipsis de san Juan de donde emana todo (Apocalipsis, VI, 8-15; VIII, 7-9, 12; IX, 16; y XIX, 17-18). Fustiga a las clases sociales por igual, a la Codicia y la Avaricia, representadas por los barriles con oro junto al emperador y al cardenal, y la bolsa que porta el peregrino; la Gula, la Pereza y la Lujuria simbolizadas por los jugadores y amantes con gallardos gestos a pesar de la tragedia que se les avecina. «En el primer termino -dicen los viejos inventarios del siglo XIX- está simbolizada la miseria de las grandezas humanas y lo perecedero de los mundanos placeres, un rey cae en tierra envuelto en su púrpura al mostrarle la muerte su última hora, y se ve despojado de sus riquezas. Varios jóvenes de ambos sexos ven interrumpido su banquete, sus juegos y sus goces y se resisten en vano a morir». Un jinete a caballo, capitaneando un ejército de esqueletos vivientes, siega con su guadaña toda vida sobre la tierra. Ningún resquicio deja Pieter Bruegel al mito de la inmortalidad. La tierra y el mar, que sirven de fondo a la historia, son expresión de un mundo consumido por el fuego mientras que el mar engulle los barcos en las aguas profundas del océano. La abigarrada multitud es pasto de la Muerte en ósmosis con la atmósfera asfixiante, formando una unidad consensual entre el aire irrespirable y los tonos y colores inquietantes, pero maravillosamente bellos en esta visión expresionista de las postrimerías. El arte va más allá de aquel principio clásico comprometido con embellecer la naturaleza. De hecho es una batalla de vivos y muertos donde triunfan éstos en todos los frentes. La Muerte es el jinete con aquel caballo esquelético arrasando todo, es un mensaje explícito a flor de piel. Los que escapan caen a los pies del compacto ejército de esqueletos con sus tapas de ataúd como escudos, en marcha implacable. Junto al carro con muertos, dos esqueletos raptan a sus víctimas con redes, parodiando a los pescadores de almas san Pedro y san Andrés (Lucas V, 1-11). Acosados en dos frentes los hombres se suicidan y otros, torturados, suplican morir. A la derecha destacan dos escenas cargadas de simbología: un joven empuñando su espada, junto a una mesa con naipes y copas, es un militar que impone el principio del valor de su casta a lo inevitable de la muerte; junto a él, dos jóvenes amantes, se entregan embelesados a sus sentimientos tañendo el joven un laúd y ella cantando frente a una partitura ajenos al drama que les circunda, sin percibir que, a sus espaldas, un esqueleto les acompaña tocando un violín. A diferencia del Juicio Final con la Resurrección y retorno de los condenados, aquí no hay juez, ni juicio, ni terroríficos demonios. Son los mismos muertos, sin otra ayuda, los encargados de ejecutar a los vivos.

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