viernes, 5 de julio de 2024

Su hora...



Si me preguntarais cuál es, en mi opinión, la mejor película de la historia del cine debería deciros
francamente que no tengo ni puñetera idea, en parte, porque no tengo los conocimientos, ni el bagaje, ni la osadía necesaria para atreverme a contestar una pregunta tan peliaguda como esta. Otra cosa es la que me gusta; por eso, si me preguntarais en cambio cuál es mi peli favorita, creo que no me equivocaría en absoluto si os dijera que se trata, sin lugar a dudas, de “C'era una volta il West” (lo que pretendía realmente Leone con su título original era darle a la obra un tono de cuento de hadas pero en España se estrenó con la folletinesca denominación de Hasta que llegó su hora), de Sergio Leone. De razones, naturalmente, tengo muchas. Pero si me permitís resumirlo en una sola os diré que “C'era una volta il West” es quizás la única peli que conozco que podría estar viendo una y otra vez sin cansarme nunca de hacerlo y descubriendo cosas nuevas cada vez. Y, ojo, que os lo está diciendo alguien que no suele repetir muchos visionados, con lo que os puedo garantizar que esta inusual obsesión de la que hablo es absolutamente excepcional y extraordinaria. Casi 3 horas del mejor spaghetti western; con la violenta receta escrita por Bernardo Bertolucci y Dario Argento, Sergio Leone cocina una venganza a fuego muy lento bajo el ardiente sol del desierto americano. Tras un hipnótico comienzo alargado hasta la genialidad, en la memoria queda la forma en la que el director exprime el tiempo para conseguir tensión, un maravilloso malvado malo malísimo Henry Fonda, la banda sonora inolvidable de Morricone y, por supuesto... ¡Claudia! Nunca el sudor fue tan erótico. Es una película que recompensa a los ojos y los oídos sin tener demasiado en cuenta el corazón y la cabeza que en sólo los primeros 10 minutos sería reconocida como una de la grandes aportaciones del género. Hace ya cincuenta y seis años los espectadores esperaban ver un entretenimiento de tiros y aventuras en el salvaje Oeste, de malvados y héroes de una sola pieza con los que identificarse y lo que encontraron fue al buenazo de Henry Fonda, con sus ojos azules que habían puesto brillo a tantos personajes ejemplares y honestos, haciendo de villano. En los años sesenta los spaghetti westerns, especialmente los de Sergio Leone, eran muy populares en Europa y su influencia permanece todavía entre los cineastas norteamericanos. Aquí mismo, en los cines españoles, La muerte tenía un precio vendió 5,5 millones de entradas (y aún hoy es la quinta película con participación española más vista, por número de espectadores).


Sergio Leone era un apasionado del western y esta vez se prendó más que nunca de su historia, y se encaprichó de los personajes. Del bandido «Cheyenne» movido por el dinero pero también abierto a actuar por altruismo hacia aquellos que respeta (perfecto Jason Robards), del hombre que busca venganza llamado «Armónica» (Charles Bronson y su inolvidable mirada pese a sus ojos pequeños), la prostituta de un burdel de Nueva Orleans decidida a asentarse en un hogar, Jill (una Claudia Cardinale mejor que nunca), y naturalmente Frank, el pistolero y asesino frío y sin escrúpulos que Henry Fonda convirtió, contra todo pronóstico, en uno de los villanos más memorables de la historia del cine. Hasta que llegó su hora cuenta la historia de Brett McBain, un granjero viudo que vive con sus hijos en la zona pobre del Oeste americano. Ha preparado una fiesta de bienvenida para Jill, su futura esposa, pero cuando ésta llega descubre que McBain y sus hijos han sido asesinados. Quentin Tarantino no ha ocultado nunca su veneración por las historias de Sergio Leone, pero además al club de fans de esta película se suman Martin Scorsese, George Lucas y Steven Spielberg. Por su parte los hermanos Coen han declarado que esta película es "el mejor western de la historia". La película es un relato situado en los tiempos de la construcción del ferrocarril, de los que ejercen la violencia en contraste con los que desean establecerse en paz, de la llegada de la civilización y progreso versus salvaje Oeste. Una historia de hombres que ya no tienen sitio en ese nuevo orden, y con una gran relevancia del personaje femenino, Jill, representando la supervivencia y el futuro. Y, por encima de todo, la película de un hombre enamorado del western y de paso logrando que muchos espectadores también cayéramos en sus redes, rendidos, fascinados. Leone había logrado definitivamente su obra maestra. El cine de Leone es un cine de rostros. Recordamos ese alud de preciosos primeros planos en la tensión de un duelo. Palpamos en el aire cortado de su montaje ese talento. Pero es un cine de muchos rostros. Rostros de personajes que saben que van a morir o que pueden hacerlo, rostros asesinos y rostros fallecidos, rostros de añoranza y de ensueño, rostros que se han ido y rostros que vuelven, rostros que nunca querríamos que se fueran y que se pierden, sin embargo, rostros de ojos verdes y rostros manchados de vida.


Esta es una historia de gente al borde de la muerte. Leone mandó a Ennio Morricone componer la banda sonora antes de rodar la película, por eso es tan especial y sinfónica en todos sus planos, montaje, interpretaciones: la música sonaba ya durante el rodaje. Y era de nuevo un western duro y polvoriento, plagado de tensión, violencia y muerte; solo que esta vez el tiempo de la narración se dilataba más. Había más silencios, mayor número de primeros planos de rostros y se recreaba más en tensas esperando que algo ocurriera, lo inevitable. Había todo esto, y la banda sonora de Ennio Morricore, una de las mejores que haya creado, y una fabulosa mezcla de brutalidad y barbarie, de codicia y desprecio por la vida ajena mezclada con un arrebatador lirismo y humanidad.
Hasta que llegó su hora no es un spaghetti western: Sergio Leone se fue hasta Monument Valley para rodarla, cambiando su habitual Almería (donde rodó algunas escenas, pero sin el peso que tuvo antaño) por el paisaje habitual del mismísimo John Ford. Tanto los últimos westerns como los últimos musicales - All that Jazz de Bob Fosse - tenían en común una cosa: conscientes de ser anacronismos de un género ya olvidado (pues ambos florecieron en los treinta, cuarenta y cincuenta), hacían de tal cosa, la nostalgia, una vestimenta de sus relatos. Los parajes de Almería que albergaron buena parte de los rodajes, las inconfundibles melodías de Ennio Morricone, etc.,formaron parte de ese imaginario. Sergio Leone mandó construir un espectacular poblado en el desierto de Tabernas (Almería) donde pasaron varias semanas Henry Fonda, Claudia Cardinale, Charles Bronson y sus familias, que les acompañaron durante el rodaje (las fotos de los títulos de créditos finales dejan constancia de ello). El director pudo permitirse algunos caprichos, como construir un tramo de vías por el que circularía un tren de vapor que tuvo que ser transportado en camiones hasta allí, ya que los raíles no comunicaban verdaderamente con ningún lugar. Todo el decorado fue creado en un terreno que abarca 85.000 metros cuadrados y en el que construyó una cantina, la oficina del telégrafo, una pequeña iglesia con campanario o la oficina del sheriff, todo ello todavía en pie. Además, a lo largo de los años el escenario se ha utilizado para películas como 'Patton', 'Conan el Bárbaro' o 'Indiana Jones y la última cruzada'. En esta localización, aunque no exactamente en las edificaciones que hoy se conservan (y están en venta), rodó Leone también 'Por un puñado de dólares', 'La muerte tenía un precio' y 'El bueno, el feo y el malo'.


Corre la leyenda de que uno de los primeros propósitos de Sergio Leone fue el de reunir de nuevo los tres antiguos protagonistas, Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach, para cargárselos a todos ellos en el duelo con el que finalizaba la larguísima secuencia-prólogo (14 minutos nada menos) que abría la película. Una litúrgica y a la vez sarcástica manera de certificar la defunción del viejo y agónico spaghetti-western para dar paso a una nueva concepción del western mucho más psicológica, trascendental y moderna. Van Cleef y Wallach aceptaron de buen grado la propuesta del cineasta pero al parecer Eastwood (con quien Leone no había terminado muy bien), la declinó rotundamente, circunstancia que obligó al romano a apostar por Jack Elam, Woody Strode (uno de los actores fetiche de John Ford) y Al Mulock, que se suicidó durante el rodaje, tres secundarios de lujo que simbolizaron no sólo aquella pretendida despedida sino, ya por extensión, de todo el género cinematográfico. Como ya hemos mencionado, la primera secuencia constituye, probablemente, la sucesión de títulos de crédito más larga de la historia del cine; una sucesión que comienza con la llegada de tres pistoleros en una polvorienta y solitaria estación de tren donde todos ellos se dedicarán a esperar, imperturbable y pacientemente, la fantasmagórica aparición de Armónica (Charles Bronson). Lo que resulta del todo curioso en un auténtico paradigma de la música es que toda esta secuencia esté construida sobre la base del sonido ambiente, y es que aunque parezca mentira, en esta larga escena nadie habla, no suena ningún acompañamiento musical (dicen que Leone se inspiró en un concierto de John Cage) y lo único que puede escuchar el espectador es el ruido producido por un molino mal engrasado, por la gota malaya que va cayendo implacablemente sobre el sombrero de Stony (Woody Strode), por el zumbido de la mosca cojonera que no para de incordiar a Snaky (Jack Elam), por el espeluznante crujir de huesos de Knuckles (Al Mulock) y, obviamente, por la ensordecedora y estridente llegada del ferrocarril a la estación. Naturalmente, nos encontramos ante una auténtica declaración de principios. Básicamente porque aunque todo el mundo sabe que la dilatación del tiempo constituye uno de los rasgos fundamentales del cine de Leone, lo que resulta del todo innegable es que la utilización de este recurso en esta secuencia concreta está llevada al extremo, donde nunca nadie se había atrevido. Y es que precisamente esta imperturbable y premeditada parsimonia -unida, por supuesto, a la mencionada sucesión de molestos sonidos- es la que produce en el espectador una sensación de angustia, de desazón, de impaciencia, casi insoportable. Una sensación que va creciendo en intensidad, progresivamente, y que llega a su punto culminante con el premonitorio sonido de una armónica. La que advierte a los tres pistoleros de la irrupción en escena de nuestro homónimo protagonista cuando el tren vuelve a arrancar y desaparece definitivamente del andén; emplazamiento en el que se producirá un enfrentamiento que durará pocos segundos y que irá precedido -como no- de un diálogo tan lacónico como conciso.


El necesario contrapunto a toda esta palpitante tensión que podemos observar entre el tres vértices de este imponente triángulo protagonista (Armónica - Charles Bronson, Frank - Henry Fonda y Jill - Claudia Cardinale) es el que, naturalmente, personifica Cheyenne, el personaje interpretado magistralmente por Jason Robards, en el que muchos dicen que es el mejor papel de su carrera. El último bandolero romántico. Un pistolero que, aunque se resiste, sabe perfectamente (como Frank o Armónica) que la llegada del ferrocarril supone la llegada del progreso y la civilización y -por tanto- el fin de una época y de una filosofía de vida muy, muy arraigadas en ese territorio. Para acentuar aún más los rasgos fundamentales del cuarteto protagonista, Ennio Morricone compuso un tema para cada uno de ellos, una especie de leitmotiv que suena cada vez que uno de ellos aparece en escena (con ligeras variaciones, por supuesto) y que, como ya era habitual en la sociedad Leone & Morricone, no sólo enriquece las imágenes sino que marca el tempo y sincroniza a la perfección con todo lo que estamos viendo. De todos los personajes de la película, el más sorprendente es, sin lugar a dudas, el interpretado por Claudia Cardinale. Y lo es porque nunca, hasta ese momento, una mujer -o una actriz, vaya- había tenido un peso tan específico en una peli de Sergio Leone. No solo porque hablamos de un personaje complejo sino porque la bellísima Jill constituye el nexo común de todos los demás personajes y, por extensión, de todo el universo del western de Leone. Y es que, por decirlo de alguna manera, la Jill McBain personifica simbólicamente a todas las mujeres de un tiempo y de un país: la Norteamérica de la segunda mitad del s. XIX. Desde la puta más puta de todas las putas hasta la madre o madonna más virginal de todas las vírgenes del far west, atribuciones, todas ellas, que muy parecen corresponder a dos de los responsables más importantes del guión de la peli: nada más ni nada menos que Darío Argento y Bernardo Bertolucci.


El final de la película es fabuloso. Armonica y Jill han cimentado su preciosa historia de amor en la vida (cuando oigas este ruido, agáchate, le ha aconsejado él a ella) y son ambos quienes sobreviven. Pero no existe una vida común; ella, rodeada ahora de trabajadores en el terreno de su fallecido marido, es el siglo veinte que se pone en marcha, un mundo bajo el cual auspiciar un lugar idílico; él, habiendo cumplido su labor, se marcha. "Él no es el hombre adecuado" le ha dicho Cheyenne a Jill. "Pero me da igual" ha dicho ella. Está naturalmente equivocado. Los personajes no tienen tiempo; tiempo para cambiar, tiempo nuevo para olvidar, tiempo para otra cosa que no sea sobrevivir. No les queda tiempo, y con todo, hay quienes sobreviven, siguen. He visto ya varias veces esta película, donde están las típicas cosas que indican preferencia - la actriz, la banda sonora, la dirección - pero luego otras que juzgo inmensamente hermosas en un film como que Armonica salve al hombre que matará luego, Frank, cuando otros le traicionan y quieren matarle sin más. "Lo has protegido" le reprocha Jill y Armonica responde: "No. No le he dejado morir". La peli no consiguió al principio el éxito de crítica y público que se merecía, pero, años después, afortunadamente, la reivindicación pública de cineastas como Martin Scorsese, Michael Cimino o George Lucas contribuyó, ya de forma definitiva, a adjudicarle a “C'era una volta il West” su status natural: el de obra maestra




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