Castillo (del latín castellum, diminutivo de castrum) es, según la definición del Diccionario de la RAE, un "lugar fuerte, cercado de murallas, baluartes, fosos y otras fortificaciones". Existe todo un conjunto de edificaciones militares que guardan analogías con el castillo, como el alcázar, la torre, el torreón, la atalaya, el fuerte, el palacio fortificado, la ciudadela o la alcazaba, lo que el castillo encierra es un patio de armas1, en torno del cual se sitúan una serie de dependencias y que dispone por lo menos de una torre habitable. Desde el Neolítico (entre 8500 a. C. y 2500 a. C.), la población construyó castros y fortificaciones en colinas para defenderse. Muchas de ellas, construidas de barro (tapial) han llegado hasta nuestros días, junto con la evidencia del uso de empalizadas y fosos. Posteriormente se fueron construyendo en piedra o en ladrillos de barro o adobe según la disponibilidad de materiales o las necesidades defensivas. Los romanos encontraron enemigos que se defendían en colinas fortificadas que llamaron oppidum. Aunque primitivas, eran efectivas y requerían del uso de armas y otras técnicas de asedio para superar las defensas, como por ejemplo en la batalla de Alesia2. Las propias fortificaciones romanas, los castrum, iban de simples obras provisionales levantadas sobre el terreno por los ejércitos en campaña, hasta construcciones permanentes en piedra, como el Muro de Adriano en Inglaterra o los Limes en Alemania. Los fuertes romanos se construían con planta rectangular y torreones con esquinas redondeadas. El arquitecto romano Marco Vitrubio fue el primero en señalar la triple ventaja de las torres redondas: más eficiente uso de la piedra, una mejor defensa contra los arietes (al trabajar la muralla a compresión) y mejor campo de tiro. Hasta el siglo XIII estas ventajas no se redescubrieron en la Europa del norte, llevadas desde la España musulmana, que mantuvo la tradición desde mucho antes.
Si bien los primeros castillos datan del siglo IX, su origen es más antiguo y tienen precedentes en la arquitectura militar de la Grecia clásica. En la Alta Edad Media, se utilizaba como cerco defensivo una mera empalizada de madera, pero la evolución del armamento y de las técnicas militares hicieron inservible este procedimiento; más adelante, se confió en la solidez de las construcciones en piedra y en la altura de los muros que con este material podía alcanzarse. Aunque los castillos feudales proliferaron durante la Edad Media, el castillo no solo cumplía funciones puramente castrenses, sino que servía también de residencia a los señores de la nobleza y a los propios reyes, llegando con el tiempo a ser un auténtico palacio fortificado. Poco conciliador pero eficaz en la sucesión de acciones, entre los siglos IX y mediados del XV los castillos fueron los grandes protagonistas de la guerra. El ejército atacante procedía en primer lugar a saquear y arrasar las cosechas y los bienes que los lugareños hubieran dejado atrás al refugiarse en el castillo y, mientras tanto, la fortaleza procedía a cerrar sus puertas y levantar el puente levadizo (de tenerlo), las tropas añadían apresuradamente estructuras de madera llamadas garitas, galerías y cadalsos que facilitarían la defensa de los muros y apuntalaban estos. Si bien podía estar enclavado en los núcleos urbanos, lo común es que se situase en lugares estratégicos, normalmente en puntos elevados y próximos a un curso de agua para su abastecimiento, desde donde pudiera organizarse la propia defensa y la de las villas que de él dependían. Si en la Edad Media las catedrales representaban al poder religioso, los castillos eran el símbolo del poder laico. Rivalizaban con ellas en altura y ostentación, aunque se distinguían por su particular vínculo con el paisaje en el que se fundían. Pero ante todo fueron impresionantes fortalezas para la guerra, escenario de batallas e interminables asedios en los que cada nueva arma o táctica de asalto era respondida con una nueva contramedida. El rey, señor feudal o ricahembra3 que lo regentaba tenían sus aposentos en lo alto de la torre del homenaje, la construcción más importante y mejor protegida del conjunto castral que se llamaba así porque «homenaje» era el nombre de la ceremonia de adhesión del vasallo a su señor, que se celebraba allí; era también el lugar donde se guardaban los víveres, se rezaba en su iglesia y ocasionalmente se organizaban banquetes, bailes y representaciones teatrales. Otros entretenimientos con los que contaban eran los torneos, la caza y los amoríos, reales o imaginarios. Decía una criada en Tirant lo Blanc4: «es cosa acostumbrada y tenida a mucha gloria que las doncellas que están en la corte sean amadas y cortejadas, y que tengan tres clases de amor: virtuoso, provechoso y vicioso».
Mientras tanto, el vulgo vivía ajeno a todo ello en la plaza de armas, donde se amontonaban soldados, artesanos, criados y en caso de asedio, también los campesinos; vivían a menudo en barracones de madera junto a los talleres y establos. Sus jornadas buscaban aprovechar la luz solar y a menudo distribuían el tiempo de acuerdo a las horas canónicas de los monasterios: prima (amanecer), tercia (media mañana) sexta (cuando el sol está en el punto más alto) y nona (al anochecer). Su alimentación no era muy variada y se centraba en el pan, que raramente era de harina de trigo sino de centeno. El auge en la construcción y el diseño de los castillos que tuvo lugar durante Edad Media responde a diversas causas. En algunos casos, los frecuentes ataques enemigos impulsaron la construcción de murallas en torno a los núcleos de población, pero acababan resultando tan extensas que su defensa se volvía poco eficaz, por lo que la solución óptima parecía ser, entonces, construir una fortificación en la que encerrarse únicamente cuando se aproximara el enemigo, de forma que no fuera la vivienda habitual pero sirviera de alojamiento durante todo el tiempo que pudiese durar un asedio; para ello lo idóneo era emplazarlo en un terrero elevado y de difícil acceso, lo que facilitaría la vigilancia y la defensa, lo que le proporcionó en muchos casos ese atractivo aspecto de unión con la montaña y de integración en el paisaje. En algunos casos las murallas están construidas sobre las rocas de un peñasco de tal manera que casi no se sabe dónde empieza una y termina la otra: son los llamados castillos roqueros, como por ejemplo el Alcázar de Segovia. En el caso de la Península Ibérica la amenaza vino de la secular guerra contra los musulmanes. En varios casos, de hecho, la construcción original resultó ser de ellos, con añadidos posteriores cristianos tras ser conquistados. Aquellos que por un motivo u otro tienen esa influencia musulmana se denominan castillos mudéjares, como el de Coca, Malpica o Escalona. Esta frontera en permanente disputa entre las dos religiones dio lugar a que el patrimonio de nuestro país acabase resultando sencillamente excepcional, con más de 2500 fortificaciones catalogadas en la actualidad.
La edad media fue una época fascinante. Eso es incuestionable. Y lo es porque debió de ser terriblemente insoportable. Durante los algo más de 1.000 años que se alargó en la Península -se inicia en el año 476 d.C. con la caída del imperio romano y concluye en 1492 con el descubrimiento América-, nadie estuvo a salvo. Las batallas formaban parte del día a día y los ataques del enemigo se podían producir en cualquier momento y por todos los flancos posibles. Al principio, un ejército podía arrasar tu poblado sin contemplaciones y no tenías ninguna posibilidad de sobrevivir. No había donde esconderse. Hasta que se inventaron los castillos. Fue una solución muy eficaz. No se trataba de tu vivienda habitual, pero te avisaban de que se acercaba un adversario cargado de malas intenciones y así podías correr a protegerte tras sus robustos muros.
Lo ideal era construirlas en un terreno elevado y al que fuera complicado acceder, lo que mejoraba su vigilancia y defensa. A partir del siglo XVI, con el ocaso del feudalismo y la consolidación de las monarquías absolutistas, la nobleza propietaria de los castillos los fue abandonando a cambio de mansiones palaciegas en la corte. Ya a finales del siglo XV los muros tuvieron que construirse más bajos y gruesos —de hasta 13 metros de ancho— y nada volvió a ser igual pues a partir del siglo XV comenzó a utilizarse la pólvora de forma habitual; los primeros cañones pronto mejoraron sus prestaciones y esto supuso que los castillos pasaron a mostrar gran debilidad ante los ataques externos, siendo entonces cuando empezó la pérdida de su función militar y la transformación en residencias palaciegas para reyes y nobles. Acabó toda una era y con ella unas construcciones que desde entonces pasarían a ocupar el terreno de la imaginación, inspirándonos en forma de leyendas y en toda clase de narraciones. Por este motivo, porque quedaron obsoletos en su función militar y por el posterior abandono por la administración durante los siglos posteriores, los castillos perdieron todo interés y decayeron hasta la actual ruina de la mayor parte de todos ellos. El paisaje español pasó a caracterizarse desde entonces por las ruinas de castillos aquí y allá o, según las definía Machado, «harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra». Aprovechemos entonces para visitar cualquiera de los muchos que hay en cada provincia española y evocar ese mundo romántico y fascinante de princesas enamoradas, fastuosos banquetes y enemigos dando alaridos al caerles encima aceite hirviendo. En cierto modo a los castillos los sustituyen los monasterios; en ambos casos hay detrás un señorío y una población tributaria y, por tanto, dependiente, pero sin olvidar que las aldeas ya disponen de formas de poder activas, ya no son un conglomerado amorfo de familias campesinas unicamente preocupadas de llevar alimento al plato, unas comunidades de economías mixtas, que trabajaban distintos cultivos e impulsaban la ganadería, lo que era una forma de minimizar riesgos.
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1El término tiene varios significados, pero generalmente se refiere a un área amplia diseñada como un punto de reunión para los soldados. Constituye un espacio central que en algunos casos recuerda los claustros monásticos en torno al que se distribuyen determinadas estancias, como la capilla (cuando la hay), la sala de recepciones, las naves para acuartelamiento de la tropa, la armería, etc. La entrada al castillo se produce a través del patio de armas; desde él se accede al resto de las dependencias como pasillos de acceso a las mazmorras o incluso a pasadizos secretos de huida, que suelen estar reservados al señor. Se utiliza para la instrucción militar de la guarnición.
2La batalla de Alesia o el sitio de Alesia fue un enfrentamiento militar librado en el año 52 a. C., en la capital de la tribu gala de los mandubios, en la que se enfrentaron las legiones de la República romana dirigidas por Julio César con una confederación de tribus galas liderada por Vercingétorix, jefe de los arvernos. Fue una batalla decisiva que aseguró la victoria final de los romanos en la larga guerra de las Galias, luno de las grandes éxitos militares de César e incluso en la actualidad es utilizado como un ejemplo clásico de sitio.
3Se llamaba así a una mujer (hembra) considerada rica o el femenino de ricohombre. También se usa el arcaísmo ricafembra.
4Novela caballeresca escrita en torno a 1460-1464 por Joanot Martorell, y que se suponía concluida por Martí Joan de Galba. Es uno de los libros más importantes de la literatura universal y obra cumbre de la literatura en catalán. Se considera una novela caballeresca muy moderna en comparación a lo que se escribía en aquella época, pues incorpora humor, amor, reflexión sobre la muerte y la guerra, Miguel de Cervantes se refiere a ella "como el mejor libro del mundo" en el episodio en el que se queman los libros de caballerías que tanto tormento le han causado a Don Quijote, de entre los que salva Tirant; Cervantes debió de conocer la obra a través de la traducción castellana anónima publicada en Valladolid, 1511, sin nombre de autor, pese a que el libro debía de ser por entonces muy raro, y de autor desconocido.
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