martes, 17 de septiembre de 2013

Boletín nº 27 - La valoración de los activos intangibles



TODOS IGUALES, PERO UNOS MÁS IGUALES QUE OTROS


El verano de este año, con el gobierno agazapado por el llamado “caso Bárcenas”, ha llegado a su final con el notición de la disminución del número de personas apuntadas en las listas del paro. Bien mirado, uno no acaba de entender que se echen las campanas al vuelo con tanta ligereza cuando se han rebajado en 31 (treinta y uno) el número de parados apuntados en las listas del Inem en demanda de empleo (sobre un total de más de 4.800.000 personas) en el mismo período en que las cotizaciones a la Seguridad Social se han visto disminuidas en más de 90.000 personas, lo que quiere decir que han “volado” 90.000 empleos aunque los nuevos parados no se hayan apuntado a las listas de desempleo. ¿Es para estar contento? Pues no sé yo…
Parece que los conceptos de “parado”, “desempleado”, “búsqueda de empleo” y otros similares no son sino instrumentos estadísticos que se utilizan de forma retórica en función  de los objetivos políticos de unos y otros.
Y es que, ya se sabe, hay empleados y parados de multitud de categorías. Y si no, veamos.

Hace unos días se consumaba un nuevo récord económico: un club de fútbol del país con más de seis millones de parados, con drásticos recortes en sanidad, en educación, o en investigación, con una preocupante actitud oficial ante los escandalosos casos de corrupción que parecen salpicar a las más altas instancias…. se ha gastado 100 millones de euros (dicho en pesetas, marea más: 16.000 millones) en la contratación de UN futbolista. Se dirá que el club es una entidad privada y puede hacer con su dinero lo que quiera; sí y no, porque, de entrada, socialmente esa operación, esa demostración de poder es una salvajada que demuestra, para quien lo quiera ver, que el fútbol tiene todos los números para convertirse en una nueva burbuja económica, curiosamente ceñida a unos pocos nombres ya que la mayoría de clubes, ahogados en deudas cuando no directamente en quiebra no son sino espectadores de este espectáculo inmoral. Porque la segunda parte del mismo es lo que se ha publicado que se embolsará ese, sin duda, excelente jugador, por dar unas cuantas patadas al balón con cierto arte y mejor tino: diez millones de euros (libres de impuestos) anuales, o lo que es lo mismo, MIL VECES el sueldo medio en este país nuestro de una persona que tiene la gran suerte de no estar en las listas de desempleo. Sin comentarios.

Curiosamente, lo que son las cosas, la publicación  de la noticia glosada más arriba coincide en el tiempo con otra de distinto signo: Bankia tiene el empeño de adelgazar en más de 1.000 oficinas (dicen que siguiendo instrucciones de Bruselas), lo que significa que 4.500 empleados se van a la calle. No es este el lugar ni el momento para resaltar la paradoja de que esa medida la tome la entidad que ha recibido más de 20.000 millones de euros de dinero público para sanearse, la misma en la que los gestores que la llevaron al desastre financiero el único oprobio que afrontan es el popular (no el del Partido Popular, entendámonos, que los protege) pero sin que tengan que afrontar ninguna otra responsabilidad o la misma que, en un alarde de exhibición de ineptitud en la gestión, acaba de anunciar la cesión de su negocio inmobiliario a una firma de capital riesgo. Todas esas, y más, son cuestiones, sin duda, del máximo interés, pero que quedan fuera de estas líneas.

Nuestra reflexión esta vez, comparando el gran valor que un equipo de fútbol concede a un solo futbolista (siempre henos creído que el fútbol es un deporte de equipo y no de figuras individuales de abultado ego, pero eso también forma parte de otro discurso) y el poco valor que Bankia, en este caso; concede al personal que se ha limitado a procurar hacer bien lo que sus, a todas luces, mediocres mandos le exigían, es intentar poner negro sobre blanco el cómo se puede valorar técnicamente, eso que pomposamente se ha definido como “el activo más valioso de la empresa”, esto es, su capital humano o activo intangible que representan las personas en las organizaciones.

La valoración de los activos intangibles

Seguramente nos ha llamado la atención más de una vez, ojeando y comparando las cotizaciones en Bolsa de diferentes empresas, que el precio de la acción de muchas de ellas supera con mucho su valor contable, es decir, que el inversor admite con normalidad pagar una prima, con frecuencia de un importe sensiblemente alto, que no aparece por ningún sitio en los estados financieros de la empresa. Cabe pensar, entonces, en cuál será la naturaleza de ese valor suplementario que la Bolsa (y el inversor) reconoce pero que no aparece reflejado en cuentas.
Una razón lógica de esa diferencia de valor podría ser la rentabilidad del negocio o un eventual espectacular crecimiento, lo que conduce a preguntarse por qué la empresa es tan rentable o por qué exhibe ese tal crecimiento y, en definitiva, cuál es ese activo tan altamente productivo que sin duda posee en comparación con otras empresas del mismo sector cuya cotización se aproxima más a su valor contable.
Volviendo a observar los paneles informativos de las cotizaciones, se advierte que ese fenómeno de sobrevaloración es más acusado en unos sectores que en otros, y así, mientras la banca y entidades financieras se evalúan casi por su valor nominal de capital, las empresas cuya actividad está relacionada con las tecnologías de la información suelen tener una ratio de valoración en las que ese activo misterioso tiene un mayor peso. No son las únicas: se aprecian también diferencias, aunque menos marcadas, en la industria farmacéutica, electrónica, de gran consumo, y menos en la industria automovilística, por ejemplo. Si admitimos que el activo de la empresa está compuesto por elementos tangibles (inmuebles, maquinaria, etc.), con poca posibilidad de fluctuación rápida, frecuente e importante de su valor, y por cuentas (clientes, tesorería, etc.) de valor fijo y único, hemos de suponer que la diferencia debe de encontrarse en aspectos que no figuran, como ya hemos apuntado, en las cuentas financieras, y podemos concluir en que esta diferencia está encarnada en los trabajadores de la empresa y su aportación a la misma en el valor añadido de su competencia para la mejora de la relación externa (relación con clientes y proveedores, reputación) e interna (I+D, sea formal o informal, patentes, organización de la empresa), dando por sentada una posición análoga de calidad de producto frente a sus competidoras. De esta forma, ya no causa tanto asombro que la valoración del “capital humano”, como elemento integrado en la empresa y que forma parte de la rentabilidad a futuro de la misma se base más en aspectos que, en el fondo, nada tienen que ver con la calidad profesional ni rendimiento de la persona.

Hemos introducido más arriba el término “competencia” del trabajador que, a nuestro juicio, define más que “conocimiento” aquello que se pone en valor por la empresa. Efectivamente, el conocimiento es tácito, esto es, evoluciona desde una improbable objetividad en función de las experiencias acumuladas, si bien su aplicación puede ser específica; es individual, está orientado a la acción, está condicionado por una serie de reglas particulares y evoluciona constantemente. Sin embargo, la competencia va más allá porque se demuestra que, en ella, la información que proporciona el conocimiento explícito es sólo un componente más, al que debe añadirse el talento para “saber cómo se ha de aplicar” ese conocimiento y la experiencia adquirida (¿por qué no?) con errores pasados, sin olvidar algo que, curiosamente, no suele tenerse en cuenta por los head hunters en sus evaluaciones, como son los filtros conscientes o inconscientes que cada uno de nosotros aplica para determinar si la aplicación de ese conocimiento personal es para algo justo o no y la red social particular, ya que, a la postre, la competencia está condicionada por el entorno[1].
Y nada que ver la competencia personal a que nos referimos con la organizacional o estratégica, definida como ”distintiva” por Selznick o equivalente a “ventaja competitiva” para Porter en tanto que capacidad de actuar de una organización respecto de otras.

Llegados a este punto, parece razonable preguntarse cuál es el momento adecuado para realizar una evaluación de estas características, si el de la incorporación o formando parte del proceso de retención del empleado y, en tal tesitura, conviene hacer una analogía de carácter técnico acerca de la inversión en la empresa. Tanto cuando se invierte en activos materiales (maquinaria, equipos informáticos, etcétera) como cuando se hace en activos intangibles, ya sea un estudio de mercado para un nuevo producto o el trabajo en un programa informático de mejora de la producción, el objetivo razonable siempre es el mismo, que es el aumentar la rentabilidad a largo plazo sacrificando para ello la tesorería y, frecuentemente, la disponibilidad a corto plazo, si bien en el primer caso hay un reflejo contable absoluto, lo que no ocurre en el segundo caso (la empresa no puede incluir, por ejemplo, el valor de los estudios encaminados a la decisión de la inversión pese a que el valor creado por el departamento de I+D pertenece sin duda a la empresa). Según ese enfoque, no debe extrañar que el “valor” de un profesional se ”tarifique” en el momento de la incorporación a la empresa en función de la mejora de rentabilidad supuesta con su aportación en el capítulo que corresponda (hoy día, y en ejemplos como el utilizado al principio, en merchandising de marca).

Pero ¿y el personal de estructura, también conocido a veces como personal de apoyo? ¿No cuenta ya en este esquema? Empecemos integrándolo por los administrativos, auxiliares, secretarias/os, telefonistas, y todos aquellos profesionales indispensables para el funcionamiento de la empresa aunque no tengan que ser expertos en derecho, arquitectura, publicidad, o todas aquellas materias que se asimilan a la actividad de la empresa para la que trabajan. Se produce entonces una paradoja ya que se admite que son elementos fundamentales para, por ejemplo, asegurar la calidad del servicio a los clientes, que son los cimientos que proporcionan a la empresa unas reglas (a veces no escritas) para su funcionamiento, pero cuya aportación no suele ser apreciada en su justo valor en tanto no se relaciona directamente con el objeto de la actividad de la empresa, y esta paradoja conduce a una cuestión espinosa pero que exige una respuesta clara si es que se ha de responder ya que es evidente que un personal de estructura desmotivado o desaprovechado es una auténtica traba para la eficacia de la empresa e, incluso, para el mejor rendimiento de los expertos a los que apoyan. La cuestión a la que aludimos es, simplemente, reflexionar sobre el cómo se comportan quienes trabajan para directivos incompetentes, y sobre el cómo los valora, en su caso, la empresa.

Otro asunto a considerar es en qué unidad de medida homogénea se realiza la valoración de esos activos intangibles representados por el capital humano. Parece válido pensar que cuando se invierte en la incorporación de un intangible merced al cual, supongamos, se incrementa la facturación de la empresa un 10 %, salvando todos los matices podría admitirse que pueda aplicársele un “valor” equivalente a este valor añadido previsto; sin embargo, no todo tiene reflejo monetario directo, y en ese sentido cabe resaltar los casos en los que esa incorporación aporta poco en el plano financiero pero sí en los de notoriedad, imagen o mejora de posición frente a su competencia, todos ellos de difícil estimación con medidas de capital real.
Obviamente resulta atractivo pensar que pudiera hallarse un sistema de valoración de intangibles basado en un patrón definido y conocido como es el dinero, pero salta a la vista que esta idea no pasa del umbral de ficción, por lo que hemos de buscar referencias alternativas como son el rendimiento, la eficacia o, si se apura, el diferencial en el margen de beneficio obtenido.
Sin embargo, rápidamente se pone de manifiesto la dificultad de llevar a cabo estas evaluaciones, empezando por el mismo concepto de rendimiento ¿económico? ¿funcional?... Si hablamos de eficacia (del profesional, quizá en un mismo paquete con la eficiencia de la empresa), el indicador más utilizado para determinarlo “puertas afuera” es el de la satisfacción del cliente que ha recibido el producto o servicio, pero tampoco es descartable el de la satisfacción de los socios por el retorno de la inversión. En cualquier forma, sea cual sea el indicador que se aplique, es difícil medir su fiabilidad ya que en ambos casos son datos ajenos al propio funcionamiento de la organización, dejando aparte, por cierto, los problemas que a veces ofrece la interpretación de la opinión de un cliente y su asignación, real o no, a los cambios habidos en los intangibles. Pese a todo, aunque no se pueda medir con exactitud la eficacia, e incluso aunque se deseche el propio indicador, lo que sí que es válido es pensar en términos de eficacia.


Una vez seleccionados los métodos de valoración del intangible, se verifica que su aplicación condiciona en cierta medida todo el ámbito de la empresa, como demuestran, entre otros, Kaplan y Norton en su conocidísimo “Cuadro de mando integral” que, llevado a la práctica, nos enseña que ya hoy la mayoría de las empresas de todo tipo evalúan muchos de sus activos intangibles con indicadores no financieros como puede ser las eficacia basada en ratios medibles como notas medias (en escuelas), ratio de ocupación de camas (hoteles), etc.

Para finalizar estas reflexiones, si se conviene en resumir sus puntos clave, puede afirmarse que la secuencia sería:

-       Concebir un sistema de medidas aplicable de manera homogénea a todos los activos intangibles y que sea adecuado para la actividad y estructura de la empresa de que se trate.
-       Definir su ámbito de aplicación, es decir, su público objetivo, para lo cual será imprescindible..
-       Clasificar los empleados por niveles y/o subniveles oportunos, lo que permitirá dirigir de forma apropiada, en su caso, el subsistema de evaluación más coherente.
-       Definir claramente la finalidad de la evaluación. La experiencia muestra que el sistema varía  si se trata de aplicarlo para una incorporación, una estabilidad, una valoración técnica de la eficacia… o para prescindir del empleado.

A la vista del conjunto, ya empiezan a entenderse las razones de la diferencia a la que se aludía al inicio, de la distinta valoración aplicada a un deportista que se incorpora a un determinado club frente a miles de empleados de los que se quiere prescindir. Es evidente que, en ambos casos, se aplica la óptica empresarial sin matices, sin tener en cuenta la situación o intereses de las persona. Y eso ¿Es bueno o malo? Las respuestas (las hay en gran número) trascienden el contenido técnico de estas líneas.




[1] Kart Eric Sveiby ilustra en su libro “La nueva riqueza de las empresas” (1997) este hecho con el siguiente ejemplo, válido para más de una profesión, evidentemente: “Cuando una acería cierra, los trabajadores de los hornos que eran competentes en el viejo entorno pierden los puntos de referencia profesionales que tenían en la organización elaborada por la empresa. A menos que encuentren trabajo en una empresa similar, no podrán utilizar su competencia. Cuando la importancia de la experiencia profesional es considerable – como en nuestra empresa occidental – estos trabajadores se sienten desposeídos de su propio valor y pierden su autoestima”

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