TODOS
IGUALES, PERO UNOS MÁS IGUALES QUE OTROS
El
verano de este año, con el gobierno agazapado por el llamado “caso Bárcenas”,
ha llegado a su final con el notición de la disminución del número de personas
apuntadas en las listas del paro. Bien mirado, uno no acaba de entender que se
echen las campanas al vuelo con tanta ligereza cuando se han rebajado en 31
(treinta y uno) el número de parados apuntados en las listas del Inem en
demanda de empleo (sobre un total de más de 4.800.000 personas) en el mismo
período en que las cotizaciones a la Seguridad Social se han visto disminuidas
en más de 90.000 personas, lo que quiere decir que han “volado” 90.000 empleos
aunque los nuevos parados no se hayan apuntado a las listas de desempleo. ¿Es
para estar contento? Pues no sé yo…
Parece
que los conceptos de “parado”, “desempleado”, “búsqueda de empleo” y otros
similares no son sino instrumentos estadísticos que se utilizan de forma
retórica en función de los objetivos
políticos de unos y otros.
Y
es que, ya se sabe, hay empleados y parados de multitud de categorías. Y si no,
veamos.
Hace
unos días se consumaba un nuevo récord económico: un club de fútbol del país
con más de seis millones de parados, con drásticos recortes en sanidad, en
educación, o en investigación, con una preocupante actitud oficial ante los
escandalosos casos de corrupción que parecen salpicar a las más altas
instancias…. se ha gastado 100 millones de euros (dicho en pesetas, marea más:
16.000 millones) en la contratación de UN futbolista. Se dirá que el club es
una entidad privada y puede hacer con su dinero lo que quiera; sí y no, porque,
de entrada, socialmente esa operación, esa demostración de poder es una
salvajada que demuestra, para quien lo quiera ver, que el fútbol tiene todos
los números para convertirse en una nueva burbuja económica, curiosamente
ceñida a unos pocos nombres ya que la mayoría de clubes, ahogados en deudas
cuando no directamente en quiebra no son sino espectadores de este espectáculo
inmoral. Porque la segunda parte del mismo es lo que se ha publicado que se
embolsará ese, sin duda, excelente jugador, por dar unas cuantas patadas al
balón con cierto arte y mejor tino: diez millones de euros (libres de
impuestos) anuales, o lo que es lo mismo, MIL VECES el sueldo medio en este
país nuestro de una persona que tiene la gran suerte de no estar en las listas
de desempleo. Sin comentarios.
Curiosamente,
lo que son las cosas, la publicación de
la noticia glosada más arriba coincide en el tiempo con otra de distinto signo:
Bankia tiene el empeño de adelgazar en más de 1.000 oficinas (dicen que
siguiendo instrucciones de Bruselas), lo que significa que 4.500 empleados se
van a la calle. No es este el lugar ni el momento para resaltar la paradoja de
que esa medida la tome la entidad que ha recibido más de 20.000 millones de
euros de dinero público para sanearse, la misma en la que los gestores que la
llevaron al desastre financiero el único oprobio que afrontan es el popular (no
el del Partido Popular, entendámonos,
que los protege) pero sin que tengan que afrontar ninguna otra responsabilidad
o la misma que, en un alarde de exhibición de ineptitud en la gestión, acaba de
anunciar la cesión de su negocio inmobiliario a una firma de capital riesgo.
Todas esas, y más, son cuestiones, sin duda, del máximo interés, pero que
quedan fuera de estas líneas.
Nuestra
reflexión esta vez, comparando el gran valor que un equipo de fútbol concede a
un solo futbolista (siempre henos creído que el fútbol es un deporte de equipo
y no de figuras individuales de abultado ego, pero eso también forma parte de
otro discurso) y el poco valor que Bankia, en este caso; concede al personal
que se ha limitado a procurar hacer bien lo que sus, a todas luces, mediocres
mandos le exigían, es intentar poner negro sobre blanco el cómo se puede
valorar técnicamente, eso que pomposamente se ha definido como “el activo más
valioso de la empresa”, esto es, su capital humano o activo intangible que
representan las personas en las organizaciones.
La
valoración de los activos intangibles
Seguramente nos ha llamado la atención
más de una vez, ojeando y comparando las cotizaciones en Bolsa de diferentes
empresas, que el precio de la acción de muchas de ellas supera con mucho su
valor contable, es decir, que el inversor admite con normalidad pagar una
prima, con frecuencia de un importe sensiblemente alto, que no aparece por
ningún sitio en los estados financieros de la empresa. Cabe pensar, entonces,
en cuál será la naturaleza de ese valor suplementario que la Bolsa (y el inversor)
reconoce pero que no aparece reflejado en cuentas.
Una razón lógica de esa diferencia de
valor podría ser la rentabilidad del negocio o un eventual espectacular
crecimiento, lo que conduce a preguntarse por qué la empresa es tan rentable o
por qué exhibe ese tal crecimiento y, en definitiva, cuál es ese activo tan
altamente productivo que sin duda posee en comparación con otras empresas del
mismo sector cuya cotización se aproxima más a su valor contable.
Volviendo a observar los paneles
informativos de las cotizaciones, se advierte que ese fenómeno de
sobrevaloración es más acusado en unos sectores que en otros, y así, mientras
la banca y entidades financieras se evalúan casi por su valor nominal de
capital, las empresas cuya actividad está relacionada con las tecnologías de la
información suelen tener una ratio de valoración en las que ese activo
misterioso tiene un mayor peso. No son las únicas: se aprecian también
diferencias, aunque menos marcadas, en la industria farmacéutica, electrónica,
de gran consumo, y menos en la industria automovilística, por ejemplo. Si
admitimos que el activo de la empresa está compuesto por elementos tangibles
(inmuebles, maquinaria, etc.), con poca posibilidad de fluctuación rápida,
frecuente e importante de su valor, y por cuentas (clientes, tesorería, etc.)
de valor fijo y único, hemos de suponer que la diferencia debe de encontrarse
en aspectos que no figuran, como ya hemos apuntado, en las cuentas financieras,
y podemos concluir en que esta diferencia está encarnada en los trabajadores de
la empresa y su aportación a la misma en el valor añadido de su competencia
para la mejora de la relación externa (relación con clientes y proveedores,
reputación) e interna (I+D, sea formal o informal, patentes, organización de la
empresa), dando por sentada una posición análoga de calidad de producto frente
a sus competidoras. De esta forma, ya no causa tanto asombro que la valoración
del “capital humano”, como elemento integrado en la empresa y que forma parte
de la rentabilidad a futuro de la misma se base más en aspectos que, en el
fondo, nada tienen que ver con la calidad profesional ni rendimiento de la
persona.
Hemos introducido más arriba el
término “competencia” del trabajador que, a nuestro juicio, define más que
“conocimiento” aquello que se pone en valor por la empresa. Efectivamente, el
conocimiento es tácito, esto es, evoluciona desde una improbable objetividad en
función de las experiencias acumuladas, si bien su aplicación puede ser
específica; es individual, está orientado a la acción, está condicionado por
una serie de reglas particulares y evoluciona constantemente. Sin embargo, la
competencia va más allá porque se demuestra que, en ella, la información que
proporciona el conocimiento explícito es sólo un componente más, al que debe
añadirse el talento para “saber cómo se ha de aplicar” ese conocimiento y la
experiencia adquirida (¿por qué no?) con errores pasados, sin olvidar algo que,
curiosamente, no suele tenerse en cuenta por los head hunters en sus
evaluaciones, como son los filtros conscientes o inconscientes que cada uno de
nosotros aplica para determinar si la aplicación de ese conocimiento personal
es para algo justo o no y la red social particular, ya que, a la postre, la
competencia está condicionada por el entorno[1].
Y nada que ver la competencia personal
a que nos referimos con la organizacional o estratégica, definida como
”distintiva” por Selznick o equivalente a “ventaja competitiva” para Porter en
tanto que capacidad de actuar de una organización respecto de otras.
Llegados a este punto, parece
razonable preguntarse cuál es el momento adecuado para realizar una evaluación
de estas características, si el de la incorporación o formando parte del
proceso de retención del empleado y, en tal tesitura, conviene hacer una
analogía de carácter técnico acerca de la inversión en la empresa. Tanto cuando
se invierte en activos materiales (maquinaria, equipos informáticos, etcétera)
como cuando se hace en activos intangibles, ya sea un estudio de mercado para
un nuevo producto o el trabajo en un programa informático de mejora de la
producción, el objetivo razonable siempre es el mismo, que es el aumentar la
rentabilidad a largo plazo sacrificando para ello la tesorería y,
frecuentemente, la disponibilidad a corto plazo, si bien en el primer caso hay
un reflejo contable absoluto, lo que no ocurre en el segundo caso (la empresa
no puede incluir, por ejemplo, el valor de los estudios encaminados a la
decisión de la inversión pese a que el valor creado por el departamento de I+D
pertenece sin duda a la empresa). Según ese enfoque, no debe extrañar que el
“valor” de un profesional se ”tarifique” en el momento de la incorporación a la
empresa en función de la mejora de rentabilidad supuesta con su aportación en
el capítulo que corresponda (hoy día, y en ejemplos como el utilizado al
principio, en merchandising de marca).
Pero ¿y el personal de estructura,
también conocido a veces como personal de apoyo? ¿No cuenta ya en este esquema?
Empecemos integrándolo por los administrativos, auxiliares, secretarias/os,
telefonistas, y todos aquellos profesionales indispensables para el
funcionamiento de la empresa aunque no tengan que ser expertos en derecho,
arquitectura, publicidad, o todas aquellas materias que se asimilan a la actividad
de la empresa para la que trabajan. Se produce entonces una paradoja ya que se
admite que son elementos fundamentales para, por ejemplo, asegurar la calidad
del servicio a los clientes, que son los cimientos que proporcionan a la
empresa unas reglas (a veces no escritas) para su funcionamiento, pero cuya
aportación no suele ser apreciada en su justo valor en tanto no se relaciona
directamente con el objeto de la actividad de la empresa, y esta paradoja
conduce a una cuestión espinosa pero que exige una respuesta clara si es que se
ha de responder ya que es evidente que un personal de estructura desmotivado o
desaprovechado es una auténtica traba para la eficacia de la empresa e,
incluso, para el mejor rendimiento de los expertos a los que apoyan. La cuestión
a la que aludimos es, simplemente, reflexionar sobre el cómo se comportan
quienes trabajan para directivos incompetentes, y sobre el cómo los valora, en
su caso, la empresa.
Otro asunto a considerar es en qué
unidad de medida homogénea se realiza la valoración de esos activos intangibles
representados por el capital humano. Parece válido pensar que cuando se
invierte en la incorporación de un intangible merced al cual, supongamos, se
incrementa la facturación de la empresa un 10 %, salvando todos los matices
podría admitirse que pueda aplicársele un “valor” equivalente a este valor
añadido previsto; sin embargo, no todo tiene reflejo monetario directo, y en
ese sentido cabe resaltar los casos en los que esa incorporación aporta poco en
el plano financiero pero sí en los de notoriedad, imagen o mejora de posición
frente a su competencia, todos ellos de difícil estimación con medidas de
capital real.
Obviamente resulta atractivo pensar
que pudiera hallarse un sistema de valoración de intangibles basado en un
patrón definido y conocido como es el dinero, pero salta a la vista que esta
idea no pasa del umbral de ficción, por lo que hemos de buscar referencias
alternativas como son el rendimiento, la eficacia o, si se apura, el
diferencial en el margen de beneficio obtenido.
Sin embargo, rápidamente se pone de
manifiesto la dificultad de llevar a cabo estas evaluaciones, empezando por el
mismo concepto de rendimiento ¿económico? ¿funcional?... Si hablamos de
eficacia (del profesional, quizá en un mismo paquete con la eficiencia de la
empresa), el indicador más utilizado para determinarlo “puertas afuera” es el
de la satisfacción del cliente que ha recibido el producto o servicio, pero
tampoco es descartable el de la satisfacción de los socios por el retorno de la
inversión. En cualquier forma, sea cual sea el indicador que se aplique, es
difícil medir su fiabilidad ya que en ambos casos son datos ajenos al propio funcionamiento de la
organización, dejando aparte, por cierto, los problemas que a veces ofrece la
interpretación de la opinión de un cliente y su asignación, real o no, a los
cambios habidos en los intangibles. Pese a todo, aunque no se pueda medir con exactitud la eficacia, e
incluso aunque se deseche el propio indicador, lo que sí que es válido es pensar en términos de eficacia.
Una vez seleccionados los métodos de
valoración del intangible, se verifica que su aplicación condiciona en cierta
medida todo el ámbito de la empresa, como demuestran, entre otros, Kaplan y
Norton en su conocidísimo “Cuadro de mando integral” que, llevado a la
práctica, nos enseña que ya hoy la mayoría de las empresas de todo tipo evalúan
muchos de sus activos intangibles con indicadores no financieros como puede ser
las eficacia basada en ratios medibles como notas medias (en escuelas), ratio
de ocupación de camas (hoteles), etc.
Para finalizar estas reflexiones, si
se conviene en resumir sus puntos clave, puede afirmarse que la secuencia
sería:
-
Concebir un sistema de medidas aplicable de manera homogénea a todos
los activos intangibles y que sea adecuado para la actividad y estructura de la
empresa de que se trate.
-
Definir su ámbito de aplicación, es decir, su público objetivo, para
lo cual será imprescindible..
-
Clasificar los empleados por niveles y/o subniveles oportunos,
lo que permitirá dirigir de forma apropiada, en su caso, el subsistema de
evaluación más coherente.
-
Definir claramente la finalidad de la
evaluación. La
experiencia muestra que el sistema varía
si se trata de aplicarlo para una incorporación, una estabilidad, una
valoración técnica de la eficacia… o para prescindir del empleado.
A la vista del conjunto, ya empiezan a
entenderse las razones de la diferencia a la que se aludía al inicio, de la
distinta valoración aplicada a un deportista que se incorpora a un determinado
club frente a miles de empleados de los que se quiere prescindir. Es evidente
que, en ambos casos, se aplica la óptica empresarial sin matices, sin tener en
cuenta la situación o intereses de las persona. Y eso ¿Es bueno o malo? Las respuestas
(las hay en gran número) trascienden el contenido técnico de estas líneas.
[1] Kart Eric Sveiby
ilustra en su libro “La nueva riqueza de las empresas” (1997) este hecho con el
siguiente ejemplo, válido para más de una profesión, evidentemente: “Cuando una acería cierra, los trabajadores
de los hornos que eran competentes en el viejo entorno pierden los puntos de
referencia profesionales que tenían en la organización elaborada por la
empresa. A menos que encuentren trabajo en una empresa similar, no podrán
utilizar su competencia. Cuando la importancia de la experiencia profesional es
considerable – como en nuestra empresa occidental – estos trabajadores se
sienten desposeídos de su propio valor y pierden su autoestima”
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