Está más que demostrado por actitudes repetidas a lo largo
de los tiempos que la persona es un animal de costumbres (unos más animales que
otros, de acuerdo, pero eso no tiene relevancia ahora ¿o sí?), ya sean estas
costumbres inherentes a su propia condición humana o, más frecuentemente,
debidas a usos asumidos en el comportamiento por diferentes motivos: sociales,
laborales, culturales, etc.
Curiosamente, estos comportamientos, tanto los inherentes
como los asumidos no se suelen cuestionar, y se siguen porque sí, salvo que ocurra algo, especialmente si ese algo es traumático emocionalmente y afecta, aun
cuando sea de refilón, a esos comportamientos hasta entonces normales, que conduce a eso que
conocemos como replanteamiento de vida.
El máximo exponente de estos voluntarios replanteamientos
vitales se observa que se produce a raíz de la pérdida de un ser querido, en el
que con más reiteración de lo que sería deseable nace un sentimiento de culpa
encarnado en el “Tenía que haberle dedicado
más tiempo del que le dediqué”.
La pregunta, para nada retórica ni baladí,
es ¿por qué no lo hizo?
Y llegamos al nudo gordiano de la cuestión, que es la tela
de araña en la que, incluso con gran entusiasmo, caemos en nuestro día a día,
que es algo tan fácil (y tan complicado en sus consecuencias) como dejarnos engañar (por los condicionamientos
sociales, por el entorno, por legítimas ambiciones personales,…) para confundir
necesidades con prioridades.
Hace unos meses, en este mismo blog, efectuamos un
acercamiento al agrupamiento que Maslow hizo de las necesidades de la persona y que, resumiendo, se pueden tratar definiéndolas como una sensación de carencia unida al deseo de satisfacerla, de forma que, al clasificarlas secuencialmente,
se pueden jerarquizar en
-
- Fisiológicas: comida, bebida, vestimenta y
vivienda.
-
- De seguridad: seguridad y protección.
- - De pertenencia: afecto, amor, pertenecer a grupo
y amistad.
- -
De autoestima, autovalía, éxito y prestigio.
-
- De autorrealización, de lo que uno es capaz,
autocumplimiento.
Se observa, naturalmente, que las necesidades son inherentes en el ser humano, pero el uso que se
hace del esfuerzo por satisfacerlas no parece que sea el más conveniente para
la persona, en particular a medida que nos acercamos a la parte alta de la pirámide
que, sin saber con exactitud por qué, asociamos casi únicamente a la vertiente
profesional. Craso error ¿no es también una necesidad que se ha de atender en
el escalón de la autovalía, por ejemplo, la de ser un responsable y cariñoso padre de familia
y no sólo la de un eficiente director general, pongamos por caso?
Lo llamativo es que la sociedad en la que estamos (¿sería
más apropiado decir eso de “los mercados”, en tanto que son los que marcan las
grandes estrategias globales hasta el punto de crear pautas de comportamiento?)
manipula esa confusión en dedicar el esfuerzo a la esfera profesional o
a la personal con la trampa saducea[1]
de preguntar, aunque sin hacerlo directamente, como es natural ¿Qué es más importante para ti,
la empresa o la familia?, dando a entender, eso sí, que yendo hacia el
crecimiento profesional queda garantizada la armonía y el bienestar de la
persona y, por ende, de la familia. Es más, citan con desparpajo esta cuestión a
la hora de priorizar la dedicación ya que, la segunda acepción que para el
vocablo “prioridad” ofrece el DRAE es Anterioridad
o precedencia de algo respecto de otra cosa que depende o procede de ello,
como si la necesidad de crecimiento como persona estuviera supeditada a la del
crecimiento profesional.
Resumiendo, una necesidad es algo identificado como útil para
llenar los vacíos que hay en la vida, y las necesidades van desde las más
indispensables como el aire, el agua, el alimento, el amor, la compañía, hasta
las superfluas, como disponer del coche último modelo o cambiar el iPod por
otro más moderno. Son cosas (¡ojo! materiales e inmateriales) que se requieren
para estar bien.
No deben confundirse, pues, con las prioridades, que son las escalas de valor que se le da a la urgencia de satisfacer cada una de las necesidades. Cuando se decide cuál es la primera necesidad que se debe satisfacer (material, inmaterial, afectiva, propia, grupal,…) focalizando el esfuerzo en la persona o en la profesión de cara a terceros, cuál la segunda, y se sigue el orden, se están creando (no asumiendo) las prioridades.
No deben confundirse, pues, con las prioridades, que son las escalas de valor que se le da a la urgencia de satisfacer cada una de las necesidades. Cuando se decide cuál es la primera necesidad que se debe satisfacer (material, inmaterial, afectiva, propia, grupal,…) focalizando el esfuerzo en la persona o en la profesión de cara a terceros, cuál la segunda, y se sigue el orden, se están creando (no asumiendo) las prioridades.
Quino, tan lúcido como siempre |
Otra cosa es planificar el tiempo en la práctica para, una
vez decididas las prioridades (teniendo en cuenta en este proceso que se ha de ser muy sincero con uno mismo y que se ha de ser cuidadoso en no dejarse arrastrar por la idea estimulada artificialmente de que las prioridades deben limitarse al ámbito laboral/profesional, lo que suele comportar consecuencias, en general, perniciosas para la persona: dedicar más tiempo a la familia y la convivencia, hacer
ejercicio, ampliar la formación, recuperar aficiones personales,… pero, claro, “Nunca encuentro tiempo para las cosas
importantes”), saber distribuir esas 24 horas al día de que todos disponemos.
Pero eso es una mera cuestión de aplicar técnicas de gestión porque, no se
olvide, sea lo que sea eso para lo que se dice que no se tiene tiempo, la
verdad es que el tiempo está ahí, esperando ser descubierto.
Cada vez se escuchan más voces en variados ámbitos que llaman la atención sobre la incongruencia de esta paradoja, y resulta curiosa la manera de enfocar la atención a los problemas que acarrea la dicotomía entre trabajo y familia (podemos, realmente, sintetizarlo así) por las diferentes Administraciones. Es evidente que oficialmente se da preponderancia en las iniciativas a la vertiente profesional, y que, adicionalmente, se reconoce, aun de manera indirecta, que la posición de la mujer es, en este tema, particularmente vulnerable cuando se habla de “conciliar” la vida familiar y personal con la laboral con unas normas y unas tradiciones como las nuestras, pero, aún así, no sé si es lo más correcto presentar estas iniciativas como una estrategia para mejorar el desempeño laboral, como se puede leer en algún documento oficial del Ministerio.
Dejémoslo ahí, sólo como reflexión, con independencia de que
la conclusión de cada cual siempre es respetable, acerca de qué hacer en la confusión entre necesidad y prioridad a la hora de elegir la actitud y actuación de cada uno.
[1] Conviene
recordar que una trampa saducea es una pregunta capciosa que se plantea
con ánimo de comprometer al interlocutor, ya que cualquier respuesta que dé
puede ser malinterpretada o considerada inconveniente, es decir, que, en el fondo, formular una pregunta de ese tipo
es una manipulación consciente para conseguir que se dé un paso en falso o cometa un grave
error. El término (que hizo fortuna en el tardofranquismo junto al de contubernio judeo masónico) viene del pasaje de la Biblia en que los
saduceos (descendientes del sumo sacerdote Sadoq, de la época de Salomón, que,
según el historiador Flavio Josefo eran un grupo belicoso, de ricos y poderosos,
al que, entre otros, pertenecía el Sumo Sacerdote Caifás, responsable –según el Nuevo Testamento– del
enjuiciamiento y sentencia de Jesucristo) plantean a Jesús varias preguntas de
este tipo (por ejemplo, si debían cumplir el mandato de Moisés de lapidar a las
adúlteras, si era lícito pagar impuestos al César romano o la duda de si una
mujer ha tenido siete esposos, cuando todos resuciten ¿de quién será esposa?)
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